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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

Estado de miedo (37 page)

BOOK: Estado de miedo
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—No lo entiendo —dijo Evans.

—Ellos tampoco —contestó Sanjong—. Pensaron que podía estar relacionado con algún culto, y como los parques no pueden utilizarse con fines religiosos, se pusieron en contacto telefónico con algunas de las organizaciones y averiguaron que dichas organizaciones, de la primera a la última, habían recibido donativos especiales para financiar el acto en este fin de semana en particular.

—¿Donativos de quiénes?

—Organizaciones benéficas. La situación era la misma en todos los casos. Les había llegado una carta que decía: «Gracias por su reciente solicitud de financiación. N os complace anunciarles que podemos contribuir a su reunión en talo cual parque el lunes 11 de octubre. Hemos enviado ya el cheque a su nombre. Disfruten de la ocasión».

—Pero ¿esos grupos no habían solicitado las reservas?

—No. Así que llamaban a la organización benéfica, y alguien les explicaba que debía de tratarse de una confusión, pero como los cheques ya estaban enviados, bien podían seguir adelante y utilizar el parque ese día. Y muchos grupos decidieron que así lo harían.

—¿Y qué organizaciones benéficas eran esas?

—No va a sonarte ninguna. El Fondo Amy Rossiter. El Fondo para una Nueva América. La Fundación Roger V. y Eleanor T. Malkin. La Fundación Conmemorativa Joiner. En total, unas doce.

—¿Y son auténticas organizaciones benéficas?

Sanjong se encogió de hombros.

—Suponemos que no. Pero estamos comprobándolo.

—Sigo sin entenderlo —dijo Evans.

—Alguien quiere que los parques se utilicen este fin de semana.

—Sí, pero ¿por qué?

Sanjong le entregó una fotografía. Era una instantánea aérea, en colores falsos, que mostraba un bosque: los árboles de rojo intenso sobre una tierra azul oscuro. Sanjong tocó el centro de la imagen con el dedo. Allí, en un claro del bosque, Evans vio en el suelo una serie de líneas concéntricas unidas en determinados puntos, como una telaraña.

—¿Qué es?

—Es una alineación de misiles. Los lanzadores son los puntos.

Las líneas son los cables eléctricos para controlar el lanzamiento. —Deslizó el dedo sobre la fotografía—. Aquí verás otra alineación y aquí una tercera. Las tres forman un triángulo de unos ocho kilómetros de lado.

Evans lo vio. Tres telarañas independientes, colocadas en los claros del bosque.

—Tres alineaciones de misiles…

—Sí. Sabemos que han comprado quinientos misiles con semiconductores. Los misiles en sí son muy pequeños. El análisis de los elementos de la imagen indica que los lanzadores tienen entre diez y quince centímetros de diámetro, lo que indica que los misiles pueden alcanzar una altura de unos trescientos metros o así. No más. Cada alineación se compone de unos cincuenta misiles, todos conectados. Probablemente no está previsto que se disparen al mismo tiempo. Y fíjate en que los lanzadores se encuentran situados a bastante distancia entre sí…

—Pero ¿con qué fin? —preguntó Evans—. Eso está en medio de ninguna parte. ¿Se alzarán trescientos metros y volverán a caer? ¿Es así? ¿Qué sentido tiene?

—No lo sabemos —contestó Sanjong—. Pero disponemos de otra pista. La fotografía que tienes en las manos se tomó ayer. Pero aquí tienes otra a baja altura de esta mañana.

—Entregó a Evans una segunda fotografía del mismo lugar.

Las telarañas habían desaparecido.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Evans.

—Lo recogieron todo y se marcharon. En la primera fotografía se ven camionetas apareadas en la periferia de los claros. Por lo visto, simplemente lo metieron todo en las camionetas y se lo llevaron.

—¿Porque habían sido localizados?

—Es poco probable que lo supieran.

—¿Y entonces?

—Pensamos que se vieron obligados a trasladarse a un escenario más propicio.

—Más propicio ¿para qué? —preguntó Evans—. ¿Qué está pasando?

—Puede ser significativo el hecho de que, al comprar los misiles, adquiriesen también ciento cincuenta kilómetros de cable de micra filamento.

Miró a Evans asintiendo con la cabeza, como si aquello lo explicase todo.

—Ciento cincuenta kilómetros…

Sanjong lanzó una ojeada furtiva al piloto del helicóptero y negó con la cabeza.

—Ya entraremos en detalles más tarde, Peter. —Y a continuación miró por la ventanilla.

Evans miró por la ventanilla opuesta. Vio un kilómetro tras otro de erosionado paisaje desértico, despeñaderos marrones con vetas de colores naranja y rojo. El helicóptero avanzaba hacia el norte y su sombra se deslizaba rápidamente sobre la arena, distorsionada, deformada, y luego otra vez reconocible.

Misiles, pensó. Sanjong le había dado esa información como si él tuviese que extraer conclusiones por sí solo. Quinientos misiles. Grupos de cincuenta lanzadores, muy espaciados. Ciento cincuenta kilómetros de cable de microfilamento.

Quizá eso tenía algún significado, pero Peter Evans no se lo veía ni remotamente. Grupos de misiles pequeños, ¿para qué?

Microfilamento, ¿para qué?

No le fue difícil calcular que si ese microfilamento iba conectado a los misiles, a cada uno correspondería más o menos un tercio de kilómetro de cable, unos trescientos metros o poco más.

Y esa era la altura que, según Sanjong, alcanzarían los misiles. Así que los misiles se elevarían trescientos metros en el aire, arrastrando un cable detrás. ¿Con qué objeto? ¿O la finalidad del cable era recuperarlos después? Pero no, pensó, eso no podía ser. Los misiles caerían en el bosque, y el micra filamento se rompería.

¿Y por qué estaban los misiles tan espaciados? Si tenían solo unos cuantos centímetros de diámetro, ¿no podían acercarlos más?

Le pareció recordar que los militares tenían lanzamisiles donde los proyectiles se hallaban tan cerca que las aletas casi se tocaban. Entonces, ¿por qué separarlos tanto?

«Un misil se eleva… arrastrando un cable delgado… y asciende a una altura de trescientos metros… y…», pensó.

¿Y qué?

Quizá, se dijo, cada misil contenía instrumentos en el morro, y el cable era una manera de transmitir información. Pero ¿qué instrumentos?

¿Qué sentido tenía todo aquello?

Volvió a mirar a Sanjong, que ahora estaba encorvado sobre otra fotografía.

—¿Qué haces?

—Intento deducir adónde se han ido.

Evans frunció el entrecejo al ver la fotografía que Sanjong tenía en la mano. Era un mapa meteorológico de satélite.

Sanjong sostenía un mapa meteorológico.

¿Todo aquello tenía que ver con la meteorología?

FLAGSTAFF
DOMINGO, 10 DE OCTUBRE
20.31 H

—Sí —dijo Kenner, echándose hacia delante en el reservado. Estaban al fondo de un restaurante de Flagstaff. En la gramola colocada junto a la barra sonaba el viejo Elvis Presley:
Don’t Be Cruel
. Kenner y Sarah habían llegado hacía solo unos minutos. Sarah, pensó Evans, parecía exhausta y preocupada, no la persona jovial de costumbre.

—Pensamos que todo esto tiene que ver con la meteorología —continuó Kenner—. Estamos seguros, de hecho. —Guardó silencio mientras la camarera servía las ensaladas y luego prosiguió—: Existen dos razones para pensado: primero, el FEL ha comprado una cantidad considerable de tecnología cara que, conjuntamente, no tiene en apariencia ninguna utilidad, excepto, quizá, influir en la meteorología; y segundo…

—Un momento, un momento —lo interrumpió Evans—. ¿Has dicho «influir en la meteorología»?

—Exacto.

—Influir ¿cómo?

—Controlarla —aclaró Sanjong.

Evans se recostó en el reservado.

—Esto es un disparate —dijo—. O sea, ¿estáis diciéndome que esos individuos se creen capaces de controlar la meteorología?

—Son capaces —precisó Sarah.

—Pero ¿cómo? —preguntó Evans—. ¿Cómo es posible?

—La mayor parte de la investigación es información reservada.

—Entonces, ¿cómo la han conseguido?

—Buena pregunta —dijo Kenner—. Y nos gustaría conocer la respuesta. Pero la cuestión es que, según suponemos, esas alineaciones de misiles tienen la finalidad de provocar grandes tormentas, o aumentar la potencia de las tormentas existentes.

—Haciendo ¿qué?

—Producen un cambio en los potenciales eléctricos de los estratos de infracúmulos.

—Me alegro de haberlo preguntado —contestó Evans—. Ha quedado muy claro.

—En realidad, no conocemos los detalles —prosiguió Kenner—, aunque sin duda los averiguaremos pronto.

—La prueba más sólida —terció Sanjong— se desprende de la distribución de los espacios alquilados en los parques. Estos individuos han previsto muchos picnics en una amplia área, en tres estados, para ser exactos. Eso significa que probablemente decidirán dónde actuar en el último minuto, en función de las condiciones meteorológicas existentes.

—Decidirán ¿qué? —preguntó Evans—. ¿Qué van a hacer? Nadie habló.

Evans los miró de uno en uno.

—¿Y?

—Una cosa sí sabemos —dijo Kenner—. Lo quieren documentado. Porque si algo puede presuponerse en la excursión de un colegio o en una salida de empresa con las familias y los niños, es la presencia de numerosas cámaras. Mucho vídeo, muchas fotografías.

—Y también, claro está, acudirán los equipos de televisión —añadió Sanjong.

—¿Acudirán? ¿Por qué?

—La sangre siempre atrae a las cámaras —dijo Kenner.

—¿Queréis decir que van a hacer daño a esa gente?

—Creo que está claro que al menos van a intentado —contestó Kenner.

Una hora después se hallaban todos sentados en los desiguales colchones de las camas de un motel —un miserable tugurio de Shoshone, Arizona, a treinta kilómetros al norte de Flagstaff— mientras Sanjong conectaba un reproductor de DVD portátil al televisor de la habitación.

En la pantalla, Evans volvió a ver a Henley hablar con Drake. «Ya te he escuchado antes —decía Drake, al parecer molesto—. No sirvió».

«Piénsalo de manera estructural», recomendó Henley, recostándose en su silla, fijando la mirada en el techo y juntando las yemas de los dedos de ambas manos.

«¿Qué demonios significa eso?», preguntó Drake.

«Piénsalo de manera estructural, Nicholas. Desde el punto de vista de cómo funciona la información. Qué contiene y qué la contiene».

«Eso son tonterías de relaciones públicas».

«Nicholas —replicó Henley con aspereza—. Intento ayudarte».

«Lo siento». Drake agachó un poco la cabeza y pareció recapacitar.

Viendo el DVD, Evans preguntó:

—¿No da la impresión de que es Henley quien manda?

—Siempre ha mandado —contestó Kenner—. ¿No lo sabías?

En la pantalla Henley decía:

«Y ahora permíteme que te explique cómo vas a resolver tu problema, Nicholas. La solución es muy simple. Tú ya me has dicho que el calentamiento del planeta no resulta satisfactorio porque cada vez que hay una ola de frío, la gente se olvida».

«Sí, ya te lo he dicho…».

«Lo que necesitas, pues —continuó Henley—, es estructurar la información para que, sea cual sea el tiempo meteorológico, confirme siempre tu mensaje. Esa es la ventaja de desviar la atención hacia el cambio climático abrupto. Te permite utilizar todo lo que ocurra. Siempre habrá inundaciones, ventiscas, ciclones y huracanes. Estos fenómenos siempre captarán titulares y tiempo en el aire. Y en todos los casos puedes afirmar que se trata de ejemplos de cambio climático abrupto provocado por el calentamiento del planeta. Así, el mensaje se refuerza, la urgencia aumenta».

«No lo sé —contestó Drake con poca convicción—. Ya lo hemos intentado durante los últimos dos o tres años».

«Sí, de manera aislada y dispersa. Algún que otro político haciendo declaraciones sobre alguna que otra tormenta o inundación. Lo hizo Clinton, lo hizo Gore, lo hizo aquel imbécil de ministro de Ciencias inglés. Pero no hablamos de políticos aislados, Nicholas. Hablamos de una campaña orquestada en todo el mundo para que la gente comprenda que el calentamiento del planeta es la causa de los sucesos meteorológicos bruscos y extremos».

Drake negaba con la cabeza.

«Ya sabes cuántos estudios demuestran que los sucesos meteorológicos extremos no han aumentado».

«Por favor. —Henley resopló—. Desinformación de los escépticos».

«N o es fácil hacerla creer. Hay demasiados estudios…».

«¿De qué hablas, Nicholas? Eso se vende solo. El público ya cree que la industria está detrás de cualquier opinión contraria. —Suspiró—. En todo caso, te prometo que pronto habrá más modelos informáticos que demostrarán que la meteorología extrema va en aumento. Los científicos lo respaldarán y se pronunciarán como convenga. Ya lo sabes».

Drake se paseó de un lado a otro. Se lo veía abatido.

«Pero no tiene sentido —insistió—. No es lógico decir que las heladas se deben al calentamiento del planeta».

«¿Qué tiene esto que ver con la lógica? A nosotros nos basta con que los medios informen de ello. Al fin y al cabo, la mayoría de los estadounidenses creen que la delincuencia en el país está aumentando cuando en realidad desciende desde hace doce años. El índice de homicidios en Estados Unidos es ahora el mismo que a principios de la década de los setenta, pero los norteamericanos tienen más miedo que nunca porque la cantidad de espacio televisivo que se dedica a la delincuencia es tal que dan por supuesto que también se ha incrementado en la vida real. —Henley se levantó de la silla—. Piensa en lo que te digo, Nicholas. Una tendencia de doce años, y siguen sin creérselo. No existe prueba mayor de que la única realidad es la que muestran los medios de comunicación».

«Los europeos son más sutiles…».

«Créeme, será más fácil vender el cambio climático abrupto en Europa que en Estados Unidos. Solo tienes que hacerla desde Bruselas, porque a los burócratas les interesará, Nicholas. Verán las ventajas de este desplazamiento de la atención».

Drake no contestó. Siguió paseándose con las manos en los bolsillos y la mirada fija en el suelo.

«¡Solo tienes que pensar lo lejos que hemos llegado! —dijo Henley—. En la década de los setenta, todos los especialistas del clima creían que se acercaba una glaciación. Pensaban que el mundo se estaba enfriando. Pero en cuanto se planteó la idea del calentamiento del planeta, vieron de inmediato las ventajas. El calentamiento del planeta provoca una crisis, una llamada a la acción. Una crisis necesita estudiarse, necesita financiarse, necesita estructuras políticas y burocráticas en todo el mundo. Y en poco tiempo un gran número de meteorólogos, geólogos y oceanógrafos se convirtieron en “especialistas del clima” dedicados al control de esta crisis. Ahora ocurrirá lo mismo, Nicholas».

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