—Voy a recoger los licores para la fiesta de Año Nuevo del templo. ¿Quiere algo especial, rabbi.
Sonrió.
—Mi experiencia me hace confiar plenamente en sus gustos en materia de licores. Lo que quiera, Ben.
En su despacho, vio que no tenía ninguna cita en el calendario, por lo que salió del templo y se fue a casa para examinar el correo: facturas y el catálogo de semillas de Burpee. Pasó una hora agradable, contemplando las nuevas plantas y leyendo las seductoras promesas, antes de llenar su hoja de pedido exactamente igual al que había hecho el año anterior. Se echó un rato en el sofá de la salita de estar, escuchando la música que transmitía la radio por el programa de frecuencia modulada. Luego, el observatorio meteorológico predijo que la temperatura subiría unos cuantos grados más antes de que volviera a descender súbitamente y fuera seguida por una fuerte nevada a última hora de la tarde. Había olvidado abonar el jardín durante el otoño pasado y comprendió que tal vez no dispusiera de otra ocasión de hacerlo durante todo el invierno. Se puso unos pantalones gastados, una chaqueta vieja y los guantes de trabajo, se calzó las pesadas botas y se dirigió en coche al supermercado, donde adquirió media docena de cajas de cartón vacías.
Desde hacía tiempo, tenía un convenio con el dueño de una granja de pavos y se dirigió al campo donde, todos los años, después del día de Acción de Gracias y Navidad, el hombre levantaba una montaña de excrementos de aves. El abono estaba seco, con una consistencia que le daba aspecto de serrín, lleno de largas y fantasmales plumas blancas, que él sabía se desvanecerían en la tierra del jardín. Era inodoro a aquella temperatura, y todos los insectos que hacían desagradable el trabajo durante la primavera habían sido exterminados por el frío. Sirviéndose de una pala, fue llenando las cajas, procurando hacerlo de modo que no se derramase nada en el coche, cuyo suelo había cubierto de periódicos. El sol era cálido, y, al principio, disfrutó con el trabajo, pero sabía por experiencia que necesitaba realizar cinco viajes con el coche para reunir la cantidad de abono que necesitaba el jardín. Cuando hubo transportado hasta la casa la tercera carga, llevándola a mano al jardín y vaciándola allí, el cielo empezó a cubrirse de nubarrones y bajó la temperatura, de modo que ya no sudaba. Al llegar con la última carga, había empezado a nevar con pequeños copos semejantes a granos de cebada.
—¡Eh! —Max había vuelto de la escuela, y se acercó al coche y miró las ropas de trabajo de su padre—. ¿Qué estás haciendo?
—Trabajar el jardín —dijo Michael, mientras la nieve se le arracimaba en las pestañas y en las cejas—. ¿Quieres ayudarme?
Llevaron juntos la última caja al jardín, la vaciaron. Después, Max bajó al sótano, sacó las palas y empezaron a extender el abono, mientras aumentaba el tamaño de los copos de nieve, que flotaban pesadamente en el aire gris.
—Tomates como calabazas —dijo Michael, mientras arrojaba una paletada y un metro cuadrado de nieve quedaba cubierto por una oscura capa de abono.
—Calabazas grandes como naranjas —dijo Max.
¡Suush!
—Maíces dulces como besos.
¡Suush!
—Rábanos llenos de gusanos. Calabacines cubiertos de mataduras negras.
—Chicuelo inútil —dijo su padre—. Sabes que tengo un pulgar verde.
—¿Esas manchas a través de los guantes? —dijo Max.
Trabajaron de firme hasta que quedó extendido todo el abono. Michael se apoyó en la pala, como el personaje de las viejas caricaturas de WPA, y se quedó mirando cómo su hijo terminaba el trabajo. El muchacho necesitaba un corte de pelo, y tenía las manos agrietadas y enrojecidas. ¿Dónde estaban sus guantes? Más parecía el hijo de un campesino que el de un rabino. Michael pensó en cómo Max y él revolverían juntos aquello en la primavera, plantarían las semillas y esperarían como moradores de un
Kibutz
a que brotaran las primeras espigas de la enriquecida tierra.
—Hablando de besos, ¿Necesitas el coche para Año Nuevo? —preguntó.
—Creo que no. Gracias.
Max echó una última paletada y se incorporó exhalando un suspiro.
—¿Cómo es eso?
—No tengo con quién salir. Dess y yo hemos terminado.
Michael le miró fijamente.
—La ha invitado ese otro chico mayor. Va ya a Tufts —dijo, encogiéndose de hombros—. Eso es todo. —Sacudió el estiércol de las palas—. Lo curioso es que no me importa nada. Siempre había imaginado que estaba loco por ella. Que si alguna vez rompíamos, me dolería.
—¿Y no es así?
—Creo que no. La cosa es que aún no tengo diecisiete años; estas relaciones con Dess han sido algo sin importancia. Pero, más adelante, cuando uno es mayor, ¿Cómo lo sabe?
—¿Cuál es tu pregunta, Max?
—¿Qué es el amor, papá? ¿Cómo se sabe cuándo se quiere de veras a una chica?
Michael comprendió que era una pregunta seria, una pregunta que inquietaba al muchacho.
—No tengo ninguna definición que puedas utilizar —repuso—. Cuando llegue el momento, cuando seas mayor y conozcas a una mujer con la que desees pasar el resto de tu vida, no tendrás necesidad de preguntarlo.
Recogieron las cajas de cartón y las metieron unas dentro de otras para llevarlas con más facilidad.
—¿Es tarde para que consigas otra pareja para Año Nuevo?
—Sí. He llamado a muchas chicas. Roz Coblentz. Betty Lipson. Alice Striar. Todas estaban ya comprometidas. Desde hace varias semanas. —Miró a su padre—. Anoche llamé a Lisa Patruno, pero también ella tenía ya un compromiso.
«Tranquilo, Maydeh».
—Me parece que no la conozco —dijo Michael.
—Su padre es Pat Patruno, el farmacéutico. La farmacia Patruno.
—¡Ah!
—¿Te molesta? —preguntó Max.
—No.
—Pero… ¿Algo?
—Max, eres ya mayor, aunque no un hombre maduro todavía.
De ahora en adelante vas a tener que tomar decisiones por ti mismo. Decisiones importantes, cada vez más importantes a medida que vayas haciéndote mayor. Siempre que necesites mi consejo, aquí estoy para dártelo. No siempre tomarás la decisión acertada. Ninguno de nosotros lo hace. Pero va a costarme mucho sentirme molesto contigo.
—De todas formas, ella estaba ya comprometida —dijo Max.
—Hay una chica de Nueva York llamada Lois. Dieciséis años.
Ha venido a visitar a los señores Mendelsohn. Si quieres probar suerte, tendrás que llamar a Información. No figuran todavía en la guía telefónica.
—¿Qué aspecto tiene?
—Nunca la he visto. Su hermana mayor es lo que en otro tiempo yo habría llamado una cara bonita.
Echaron a andar hacia la casa. Max le dio una palmada tan fuerte que pareció dejarle insensible el hombro para siempre.
—Eres un tipo estupendo para ser tan viejo…
—Gracias.
—Para ser un rabino que anda por ahí tirando excrementos de pájaro en medio de la nevada.
Michael se duchó y se cambió de ropa. Cenaron sopa de lata. Luego, Max le preguntó si podía coger el coche para ir a la biblioteca. Cuando el muchacho se hubo marchado, él se quedó un rato junto a la ventana, contemplando la nieve. Al poco, se le ocurrió una idea para un sermón y se sentó ante la máquina de escribir para desarrollarla.
Cuando terminó de escribir, fue al armario del vestíbulo, encontró una lata de Brasso y la llevó al piso de arriba. La cama del Zaydeh se estaba quedando deslucida. Trabajó sobre ella lenta y cuidadosamente.
Después de haber aplicado el pulimento, se lavó las manos y empezó a frotar la armadura de la cama con un paño suave, disfrutando al ver cómo desaparecía la suciedad y relucía el metal.
Aún le quedaba por hacer toda la cabecera, cuando oyó que se abría la puerta exterior y el sonido de unas pisadas en la escalera.
—¿Quién es? —gritó.
—Hola —dijo Leslie, apareciendo a su espalda.
Le besó en la comisura de los labios cuando se volvió, y, acto seguido, sepultó la cara en su hombro.
—Será mejor que llames al doctor Bernstein —dijo Leslie con voz que sonó ahogada.
—Tenemos tiempo —respondió Michael—. Todo el tiempo del mundo.
Permanecieron en pie, mirándose el uno al otro largo rato.
—He estado en el otro lado del espejo —dijo Leslie.
—¿Era bueno?
Ella le miró a los ojos.
—Me he metido en una habitación y he experimentado con whisky y drogas. Cada día recibía a un amante distinto.
—No. No lo has hecho. No.
—No —dijo ella—. He vuelto a todos los lugares en que había vivido sin ti, tratando de averiguar lo que soy. Quién soy.
—¿Y qué has averiguado? —preguntó Michael.
—Que para mí no existe nada importante fuera de esta casa.
Todo lo demás se desvanece como el humo.
Se dio cuenta de que el rostro de Michael estaba torturado por la necesidad de decírselo.
—Ya lo sé. He estado en Hartford esta mañana —dijo.
Él inclinó la cabeza, alargó la mano y le acarició la mejilla.
—Te quiero —dijo.
«Esto —dijo mentalmente a su hijo—, es lo que yo siento por tu madre, por esta mujer».
—Lo sé —dijo ella.
Michael la cogió de la mano y vio sus imágenes reflejadas distorsionadamente en el metal de la cama. Abajo, se abrió la puerta de entrada, y oyeron el sonido de la voz de Rachel.
—¿Papá?
—Estamos aquí arriba —dijo Leslie.
Él le apretó tan fuertemente la mano que fue como si sus carnes se hubieran fundido en una sola, de tal modo que hasta el propio Dios hubiera tenido dificultad para separarlas.
La última mañana del año, Michael alargó la mano y accionó el silenciador del despertador. Mientras, Rachel entraba en su cama y se apretujaba contra él en busca de calor. En vez de levantarse, se acercó al hombro la cabeza de la niña, acariciando suavemente con las yemas de los dedos el pequeño cogote a través del espeso cabello. Al poco, los dos volvieron a quedarse dormidos.
Cuando se despertó por segunda vez, vio con sobresalto que eran más de las diez. Había faltado al servicio de la mañana por primera vez en muchos meses. Sin embargo, no había habido ninguna desesperada llamada telefónica del templo. Así, pues, se tranquilizó, comprendiendo que habían completado un
Minyán
sin el.
Saltó de la cama, se duchó, se afeitó y, después de vestirse, tomó un zumo de frutas y se sentó en su despacho, con los pies descalzos, y escribió una larga carta a su padre:
Leslie se ha alegrado mucho al saber la noticia. ¿Cuándo vamos a conocer a la novia?. ¿Podéis venir pronto? Avísanos con tiempo para que podamos preparar una adecuada bienvenida.
Después de comer, fue al hospital. Vestidos como esquimales para protegerse del frío, Leslie y él echaron a andar en la luminosa tarde. Subieron al punto más alto de los terrenos del hospital, una boscosa colina que carecía de senderos. Cuando llegaron a la cumbre, Michael jadeaba y observó que Leslie tenía enrojecidas las mejillas. El sol brillaba con fuerza sobre la nieve, y, abajo y a lo lejos, se veía el lago, cubierto de nieve, pero despejado en algunos trozos para permitir el patinaje, sobre los que se divisaban las figuras de los jugadores de hockey. Se sentaron sobre la nieve, cogidos de la mano, y él sintió deseos de hacer perdurable aquel momento, colocárselo bajo la lengua como un trozo de duro caramelo que hubiera de ser paladeado largamente y a hurtadillas. Pero el viento proyectaba partículas de nieve contra sus rostros, las nalgas se les quedaron entumecidas por el frío, y, al poco rato, se levantaron y regresaron al hospital.
Elizabeth Sullivan estaba preparando café en su cubículo y les invitó a probarlo. Antes de que pudieran beberlo, entró Dan Bernstein a grandes zancadas y apuntó a Leslie con dedo acusador.
—Tengo un regalo para usted. Hemos estado hablando de usted en el Consejo. Vamos a despedirla antes de que pase mucho tiempo.
—¿Puede decirnos cuánto? —preguntó Michael.
—Oh, haremos otra semana más de tratamiento y nos tomaremos un par de días de descanso. Y, luego, adiós.
Le dio una palmadita en el hombro a Michael y entró en la sala.
La señorita Sullivan le siguió con las carpetas.
Leslie abrió la boca para hablar, pero le fue imposible hacerlo, y le dirigió una sonrisa. Levantó su taza, y él la tocó con la suya, tratando de pensar en algo divertido que lo dijese todo y comprendiendo rápidamente que sobraban las palabras. Así, en silencio, mirándola a los ojos, bebió el café, que le abrasó la lengua.
Aquella noche, Max detuvo el coche delante del templo y esperó a que Michael saliese.
—Buenas noches, papá. Feliz Año Nuevo.
Sin reflexionar en lo que hacía, Michael se inclinó y besó al muchacho en la mejilla, percibiendo al hacerlo el olor de su propia loción para el afeitado.
—¡Vaya! ¿Y eso por qué?
—Porque también tú eres demasiado viejo para que vuelva a hacer eso otra vez. Ten cuidado cómo conduces.
La sala del piso bajo en que se celebraba la fiesta se hallaba abarrotada de personas tocadas con ridículos gorros de papel. Tras un improvisado mostrador, varios miembros de la Hermandad masculina servían bebidas, recaudando dinero para la escuela hebrea. Cinco músicos interpretaban una movida bossanova, y una doble fila de mujeres, con los ojos entornados, contorsionaban sus cuerpos en la pista de baile.
—¡Ah, el rabbi! —exclamó Ben Jacobs.
Michael dio lentamente la vuelta a la sala.
Jake Lazarus le cogió la mano.
—No, doce meses más, otro año. Cincuenta y dos servicios de
Shabbat
—dijo el cantor, con ojos velados por la visión que con templaba mentalmente y por el whisky—. Unos cuantos años más, y estaremos doblando el cabo del siglo. Dos mil. Imagine.
—Imagine un poco mas y piense en cinco mil setecientos sesenta —dijo Michael—. Nosotros empezamos a contar antes.
—Dos mil o cinco mil setecientos sesenta, ¿Qué diferencia hay?
Yo seguiré teniendo ciento diez años. Dígame, rabbi, ¿Cómo será el mundo entonces?
—Jake, ¿Es que yo soy Eric Sevareid? —repuso, dándole una cariñosa palmadita en la mejilla.
Llegó al mostrador y se separó de él con un vaso de whisky en la mano, generosamente lleno. En una de las mesas cargadas de golosinas que había en la Hermandad femenina, entre bandejas de tayglej y bombones, descubrió un milagro, un plato de jengibre azucarado. Cogió dos pedazos, salió de la sala y empezó a subir la escalera.