—Oh, no debes burlarte de tu padre —dijo a Deborah. Se levantó de la silla—. No han traído suficiente harina de
Masot
. Si tengo que preparar mañana fritos de
Masot
, será mejor que la haga yo misma.
—Te ayudaré —dijo Deborah.
—No, quédate aquí con los jóvenes. No necesito ayuda.
—Quiero hablar contigo. —Se levantó—. Os veré luego —dijo, y le guiñó un ojo a Leslie.
Cuando se hubieron marchado, Leslie rió entre dientes.
—Su madre quería que se quedara contigo. La señora Marcus es toda una casamentera, ¿Verdad? Pero su hija está ya comprometida. Imagino que eso es lo que Deb va a decirle ahora, mientras desmigajan
Masots
.
—¡Vaya! —dijo él. Sacó un cigarrillo y se lo ofreció; luego cogió otro para sí y encendió el mechero—. ¿Quién es el afortunado?
—Se llama Mort Beerman. Es estudiante de arquitectura. Va a venir aquí dentro de un par de días. Seguro que les gusta.
—¿Cómo lo sabes?
—Es muy atractivo. Y es judío. Deb me ha dicho varias veces que se sienten culpables y temerosos por haberla educado lejos de jóvenes judíos.
Se levantó de la manta, frotándose los brazos, que se le habían puesto de carne de gallina. Cuando él se quitó la chaqueta, ella le permitió que se la pusiera sobre los hombros, sin darle las gracias. Luego se sentó en la silla contigua a la de él, la misma en la que había estado sentada Deborah con las piernas recogidas.
—Deben de resultarte difíciles las cosas aquí —dijo ella—. No puede haber muchas chicas judías por estos alrededores.
Procedente de la cocina de la posada, se oyó un breve grito, seguido de una alegre conversación.
—Mazal tob —dijo Michael, y la muchacha se rió—. No —prosiguió—. No hay muchas chicas judías aquí. No hay ninguna con la edad adecuada para salir con ella.
Leslie le miró burlonamente.
—¿Cuál es la palabra que usáis para denominar a una mujer gentil?
—¿Nosotros? ¿Te refieres a shickseh?
—Sí. —Hizo una pausa—. ¿Soy yo una shickseh? ¿Es esa la palabra en que tú piensas al mirarme?
Sus ojos se encontraron. Se miraron fijamente uno a otro largo rato. El rostro de ella destacaba pálido en la creciente oscuridad. Él se fijó en las suaves y carnosas mejillas de Leslie, los salientes pómulos, y en su boca de gruesos labios, de trazo firme y quizás un poco demasiado grande.
—Sí, supongo que sí —dijo Michael.
Se marchó al día siguiente después del
Séder
, con intención de no volver a la posada de Marcus hasta pasadas cuatro o cinco semanas. Pero tres días después se encontró enfilando el coche en dirección a Mineral Springs. Luego, se encolerizó y pensó que al diablo con las excusas, que no había tenido un solo día de verdadera vacación desde que comenzara aquella extravagante existencia en las montañas, ni había hablado a una mujer como ser humano en vez de hacerlo como rabino. De todas formas, quizá tuviese ella un amigo que acompañaría a Beerman o tal vez hubiera dado ya por terminada su visita.
Pero cuando llegó a la posada, Leslie estaba todavía allí, y no se veía ningún amigo más que Beerman. Éste tenía cabellos ralos, gran sentido del humor y un Buick de segunda mano, y los Marcus le habían aceptado orgullosos como hijo una vez les fue presenta do. Aquella noche, Leslie y Michael jugaron al bridge contra la pareja de novios, y Michael jugó muy mal, confundiendo incluso la cuenta de sus tantos, pero a nadie le importó, porque estaban bebiendo el excelente coñac que Nathan Marcus les había subido de su bodega, y riéndose a carcajadas por cosas que no podían recordar una hora después.
A la mañana siguiente, cuando fue a desayunar, la muchacha estaba comiendo sola. Llevaba una falda de algodón y una blusa aldeana sin mangas que le hizo apartar la vista automáticamente.
—Buenos días. ¿Dónde está todo el mundo?
—Hola, la señora Marcus está adiestrando a una nueva asistenta. El señor Marcus ha salido a comprar verduras.
—¿Y tu amiga y su novio?
—Quieren estar solitos —le dijo en voz baja.
Él sonrió.
—No puedo decir que se lo censure.
—Claro.
Leslie dedicó toda su atención al racimo de uva que estaba comiendo.
—Oye, ¿Te gustaría ir a pescar?
—¿lo dices en serio?
—Claro. Le he estado dando lecciones de hebreo a un chiquillo, y él me ha estado dando a mí lecciones de pesca. Me ha abierto todo un nuevo mundo.
—Me encantaría.
—Excelente. —Michael volvió a mirarle la blusa—. Será mejor ponerse ropa vieja. En algunos sitios, esta región es muy desapacible.
Michael condujo lentamente el coche en dirección a Big Cedar Hill, deteniéndose en un embarcadero del río para comprar un pozal de plateados pececillos. Había bajado todas las ventanillas del coche, y el cálido aire primaveral, impregnado de un excitante olor a hielo fundido, les daba con fuerza en el rostro. La muchacha se había puesto zapatos de lona, pantalones y un viejo jersey gris. Sentada a su lado, se desperezó y bostezó, gruñendo de satisfacción.
Cruzaron el puente colgante. Luego, Michael detuvo el coche. Leslie llevaba una manta; él sacó la caña y el cebo, y caminaron por la estrecha senda que seguía el curso del río. El camino estaba flanqueado de floridos arbustos, cargados de pequeños capullos rojos y de otros blancos, mayores. Los pantalones que llevaba Leslie se hallaban descoloridos por efecto de los muchos lavados, hasta el punto de que algunas de las hebras aparecían casi blancas; además, le estaban muy ajustados. Michael se la imaginaba con ellos, inclinada sobre el manillar de una bicicleta, transitando por los terrenos de la universidad. Los rayos de sol que se filtraban por entre el follaje encendían pequeñas lucecitas en sus cabellos.
Siguieron la senda hasta llegar a un punto en que quedaba al mismo nivel que el río, el cual, dejando de fluir encajonado, se ensanchaba, moviéndose sus aguas más lentamente. Por fin, encontraron un lugar apropiado, y extendieron la manta sobre la hierba de un cantil que daba sobre un claro y profundo remanso. Leslie le contempló en silencio mientras él sacaba un pececillo del pozal y le hundía el anzuelo en un costado, cuidando de hacerlo por encima de la columna vertebral para que el cebo continuara vivo.
—¿le hace daño eso al bicho?
—No lo sé.
Lo lanzó al centro del remanso, y se lo quedaron mirando mientras se iba hundiendo hasta que, a los pocos momentos, llegó a una profundidad en que las aguas eran ligeramente verdosas y dejaron de verlo.
Leslie se inclinó para recoger una flor que flotaba en la orilla del agua. Al hacerlo, se levantó el jersey, dejando al descubierto unos centímetros de carne en la cintura y el comienzo de sus redondeadas caderas, que asomaban sobre los pantalones. Luego, se le volvió a bajar al incorporarse ella, sosteniendo en la mano la goteante flor, grande y blanca, pero con un pétalo roto.
—¿Qué es? —preguntó ella.
Y le miró con admiración cuando él le dijo que era un cornejo.
—Mi padre solía contarme cosas del cornejo —dijo.
—¿Qué clase de cosas?
—Religiosas. Decía que la Cruz estaba hecha de cornejo. Mi padre es clérigo. Congregacional.
—Eso está bien —dijo Michael, dando un tirón a la caña.
—Eso es lo que tú crees —objetó ella—. Era mi padre espiritual, como lo era para todo el mundo, pero estaba tan ocupado sirviendo a Dios y a la gente que nunca tuvo tiempo para ser un padre de verdad para mí. Si alguna vez tienes una hija, rabbi, ten cuidado con eso.
Se disponía él a contestarle, pero levantó la mano y señaló al flotante hilo, que estaba empezando a desaparecer bajo la superficie, arrastrado por algo invisible. Se puso en pie, cobró hilo velozmente, y el pez emergió del agua, un magnífico pez verde dorado, de unos treinta centímetros de largo, de blanquecino vientre y ancha cola que agitó un par de veces antes de desprenderse del hilo y desaparecer de nuevo en el agua. Él enrolló el hilo apresuradamente.
—Lo he cogido demasiado pronto y olvidé afianzar el anzuelo.
Mi profesor se sentiría avergonzado.
Leslie le miró mientras ponía nuevo cebo y volvía a arrojar el anzuelo.
—Casi me alegro —dijo—. ¿Te reirás si te digo una cosa?
Michael denegó con la cabeza.
—Desde los catorce años hasta mi último curso en la escuela superior, he sido vegetariana. Simplemente, decidí que estaba mal comer cosas vivientes.
—¿Qué te hizo cambiar de opinión?
—No cambié, en realidad. Pero empecé a salir con chicos, y solíamos ir en grupo a cenar. Mientras los demás comían carne, yo me conformaba con ensaladas, pero el olor de la carne me volvía loca. Así que acabé comiendo carne yo también. Pero sigo detestando la idea de que los seres vivientes sufran.
—Claro —dijo Michael—. Lo comprendo. Pero harás bien en desear que ese ser viviente vuelva a picar, o alguno de sus primos. Porque ese pez es tu comida.
—¿No has traído otra cosa para comer? —preguntó Leslie.
Michael volvió a negar con la cabeza.
—¿Hay algún restaurante por aquí cerca?
—No.
—Dios mío —exclamó Leslie—. ¡Eres terrible! Me siento muerta de hambre.
—Toma, prueba tú —dijo él, dándole la caña.
Leslie se quedó mirando al agua.
—Kind es un nombre extraño para un rabino, ¿No? —dijo al cabo de un rato.
Michael se encogió de hombros.
—Quiero decir que no parece judío.
—Era Rivkind. Mi padre lo cambió cuando yo era pequeño.
—A mí me gustan los originales. Prefiero Rivkind.
—Yo también.
—¿Por qué no lo vuelves a cambiar?
—Me he acostumbrado ya. Sería tan tonto como el cambiarlo la primera vez. ¿No te parece?
Leslie sonrió.
—Comprendo lo que quieres decir.
De pronto el sedal desapareció, unos sesenta centímetros bajo el agua. Ella le agarró del brazo. Pero se trataba de una falsa alarma; no sucedió nada más.
—Debe de resultar incómodo ser judío, mucho peor que ser vegetariano —dijo Leslie—, con toda esa gente odiándote, y sabiendo lo de los campos de exterminio, los hornos crematorios y todo eso.
—Si estás en los hornos o en un campo de concentración, sí, debe de ser incómodo —respondió Michael—. En cualquier otro lugar puede ser maravilloso, o imagino que puede ser incómodo si lo permites, si dejas que la gente eche a perder un hermoso día, por ejemplo hablando cuando deberían centrar toda su atención en la tarea de llenar sus hermosos pero hambrientos y ruidosos vientres.
—Mi vientre no está haciendo ruido.
—Lo oigo claramente, un ruido de fiera.
—Me gustas —dijo Leslie.
—Tú también me gustas. Tengo tanta confianza en ti que voy a echar una cabezada.
Se tendió sobre la manta y cerró los ojos. Sorprendentemente, aunque no había tenido en absoluto intención de hacerlo, se quedó dormido. Cuando despertó, no tenía ni idea del tiempo transcurrido, pero la muchacha continuaba sentada en la misma postura, y habría pensado que no se había movido lo más mínimo si no fuera por el detalle de que ahora estaba descalza. Tenía pies bien conformados, pero había dos durezas amarillentas en el talón del pie derecho y un pequeño callo en la planta del mismo pie. Ella volvió la cabeza y le sorprendió mirándola. Le dirigió una sonrisa. En ese mismo instante picó el pez, y giró el carrete con un zumbido.
—Toma —dijo ella, dándole la caña, pero él la obligó a conservarla.
—Cuenta despacio hasta diez —susurró—. Luego, da un buen tirón de la caña para que prenda el anzuelo.
Ella contó en voz alta, temblándole la voz con nerviosa risa a partir del cuatro. Al llegar a diez, dio un fuerte tirón. Empezó a enrollar el carrete, pero el pez corría de un lado a otro del agua, sin salir a la superficie y debatiéndose furiosamente. En su excitación, Leslie soltó la caña y haló el sedal con las manos hasta hacer salir del agua al pez, una magnífica lubina, mejor que la primera, ancha y gruesa y de unos treinta y cinco centímetros de longitud. El pez saltó y se agitó sobre la manta, tratando de volver al agua. Michael y Leslie se esforzaron por sujetarlo hasta que quedó atrapado entre ellos. Michael rodeó con su brazos a Leslie, y ésta le acarició el pelo. Él sintió contra su pecho los senos de Leslie, separados y palpitantes, y el pez, más palpitante aún, entre los senos, mientras la besaba y fluía a su boca la burbujeante risa de sus carnosos labios.
Temía que Leslie se enfadara con él cuando viese la cabaña de Stan Goodstein en lo alto de la colina, pero ella empezó de nuevo a reírse cuando Michael le enseñó los estantes llenos de latas de conservas. Le dijo que calentara judías cocidas mientras él llevaba el pescado al pozo situado detrás de la casa. Ésta era la parte que no había tenido en cuenta al trazar sus planes para el día. Excepto una pequeña lubina que había pescado con Bobby Lilienthal dos semanas antes, los únicos peces que había cogido jamás eran lenguados, que él y su padre solían llevar triunfalmente a una pescadería del barrio para su conversión en alimento. Había visto a Phyllis Lilienthal preparar la pesca de su hijo para la cena y, ahora, armado con unas mohosas tijeras, unas tenacillas y un romo cuchillo de carnicero, trató de recordar punto por punto lo que ella había hecho.
Con el cuchillo, practicó dos profundas pero vacilantes incisiones a ambos lados de la aleta dorsal; luego, utilizó las tenacillas para arrancarla. Cuando Phyllis Lilienthal hizo eso, el pez aún estaba vivo y casi se le había escapado de las manos. Michael había golpeado contra una roca la cabeza del pez con fuerza suficiente como para decapitar a un hombre, pero el recuerdo de la dramática resurrección del otro pez le hizo estremecerse. Utilizó las tijeras para abrir el blanco vientre desde el orificio anal hasta la mandíbula. Luego, quitó la piel con las tenacillas y se quedó asombrado de la facilidad con que salían las vísceras, sin apenas desgarro. Le costó cortar la cabeza. Mientras forcejeaba y serraba con el cuchillo de un lado a otro, los rojos ojos parecían mirarle acusadoramente, pero luego cayó la cabeza, y pasó la hoja del cuchillo a lo largo de la espina dorsal y de las costillas. Aunque las rodajas resultantes eran un tanto desiguales e irregulares, no dejaban de parecer satisfactorias. Las lavó en el agua de la bomba y las llevó dentro.
—Estás un poco pálido —dijo Leslie.
La madre de Bobby había rebozado su pescado en huevos batidos y migajas de galletas y, luego, lo había frito con mantequilla. Él no tenía huevos ni mantequilla, pero encontró galletas y una botella de aceite de oliva. Abrigaba sus dudas en cuanto a la propiedad de la omisión y la sustitución, pero al terminar el pescado parecía un anuncio de «Cristo» en el Ladies and Home Journal. Ella se le quedó mirando, escuchando con atención mientras decía la brocha. Las judías estaban buenas, y el pescado, exquisito. Leslie había abierto por su cuenta otra lata y calentado su contenido, zucchini, que él detestaba de ordinario, pero que esta vez comió de buena gana. Para postre, abrieron una lata de melocotón Elberta, y se bebieron el jugo.