—Te quiero.
El lunes por la mañana, Leslie recortó los periódicos de Boston y Filadelfia. Luego, se dirigió a la habitación de la revista y retiró seis gruesos sobres de papel de Manila rotulados con la palabra «Judaísmo». Durante el almuerzo, leyó los recortes contenidos en los sobres y, aquella noche, al irse a casa, se llevó un fajo de recortes seleccionados que había sujetado con una banda elástica y guardado en su bolso. El martes por la mañana, recortó los periódicos de Chicago y, luego, preguntó a Phil Brennan, su jefe, si podía disponer de un par de horas para ocuparse de un asunto personal. Al recibir una respuesta afirmativa, se puso el abrigo y el sombrero y bajó en el ascensor. En Times Square, aguardó bajo la cartelera que despedía auténticos anillos de humo, estudiando los rostros de los transeúntes y tratando de adivinar quiénes eran y quiénes no. Cuando llegó el autobús de Broadway, se dirigió en él hacia la parte alta de la ciudad, hasta llegar al bloque de edificios en que estaba situada la extraña iglesia judía; no, la sinagoga.
Max Gross miró a la muchacha de elegante vestido finas piernas y descarados ojos americanos y sintió que le invadía una oleada de incomodidad. Sólo cuatro veces durante su rabinato en Shaéaré Shamáyin había ido algún goy a buscarle para pedirle que le convirtiera en judío. Y todas las veces, reflexionó, la petición había sido hecha como si él pudiera agitar las manos en el aire y ¡puf! en medio de una nube de humo cambiar el hecho de su nacimiento. Nunca había sido apto para emprender la tarea de una conversión.
—¿Qué ve usted en los judíos que le haga desear ser uno de nosotros? —preguntó fríamente—. ¿Se da cuenta de que los judíos son perseguidos y se hallan solos en el universo? ¿Sabe que son despreciados como individuos por los gentiles y mantenidos aparte como pueblo?
Leslie se puso en pie y recogió sus guantes y su bolso.
—No esperaba que me aceptase —dijo y alargó la mano hacia su abrigo.
—¿Por qué no?
Los ojos del anciano eran vivos y penetrantes, como los de su padre. Al pensar en el reverendo John Rawlins se sintió aliviada por el hecho de que aquel rabino la estuviera despidiendo.
—Porque no creo que yo pueda sentir como una judía. No, aunque viviese un millón de años —respondió—. Es inconcebible para mí que nadie pueda desear realmente causarme daño, matar a mis futuros hijos, expulsarme del mundo. Yo misma, debo admitirlo, tengo ciertos prejuicios contra los judíos. Me siento indigna de unirme a un pueblo que soporta semejante carga de odio.
—¿Se siente indigna?
—Sí.
El rabino se la quedó mirando.
—¿Quién le ha dicho que dijera eso? —preguntó.
—No sé a qué se refiere.
Max Gross se puso pesadamente en pie y se acercó al arca. Descorriendo las azules cortinas y abriendo la deslizante puerta de madera, dejó al descubierto dos
Torás
recubiertas de terciopelo.
—En estos rollos está 13 ley —dijo—. No reclutamos adeptos al judaísmo; les desanimamos. Está escrito en el
Talmud
que los rabinos deben decir determinadas cosas cuando vienen a buscarnos los apóstatas de otras religiones. La
Torá
dice que el rabino debe prevenir al gentil acerca del destino del judío en este mundo. La
Torá
especifica también otro detalle. Si el gentil contesta: «Sé todo esto y, sin embargo, me siento indigno de ser judío», debe ser aceptado inmediatamente para la conversión.
Leslie se sentó.
—¿Quiere decir que me acepta? —preguntó con suavidad.
Él asintió.«Ah —pensó ella—, ¿Qué puedo hacer ahora?».
Se reunía con él los martes y los jueves por la noche. Él hablaba, y ella escuchaba con mayor atención de la que había puesto nunca en la disciplina más dif1cil de la universidad, sin hacer preguntas ociosas, interrumpiendo solamente cuando ello era indispensable para comprender su explicación.
Esbozaba para ella los principios fundamentales de la religión.
—No te enseñaré el idioma —dijo—. Nueva York está lleno de profesores de hebreo. Si quieres, ve a uno de ellos.
En The Times vio un anuncio que la llevó a la YMHA de la calle 92, y eso le ocupó las noches de los miércoles. Su profesor de hebreo era un joven doctor, de expresión preocupada y aspirante en la universidad de
Yeshivá
. Se llamaba señor Goldstein. Cenaba en la cafetería de la planta baja, siempre lo mismo, observó ella; crema de queso sobre una tostada y una taza de café. Total, treinta centavos. Los puños de su camisa estaban deshilachados, y Leslie sabía que su cena era modesta porque no podía pagar más. Su bien provista bandeja le parecía, en comparación, pura glotonería, y durante un par de semanas trató de comer menos. Pero la clase duraba dos horas, y luego iba a otra, al otro extremo del pasillo, ésta sobre historia judía, y descubrió que, a menos que comiese bien, el hambre le daba vahídos.
El señor Goldstein se tomaba en serio su labor de enseñanza, y los estudiantes nocturnos estaban renunciando a un valioso tiempo libre, así que acudían por buenos motivos.
Uno de los estudiantes, una mujer de edad madura, asistió a una sola clase y ya no se la volvió a ver más. Los otros catorce miembros de la clase aprendieron las treinta y dos letras del alfabeto hebreo en una semana. A la tercera semana leían ya por turno, en voz alta, las breves y tontas frases de su limitado vocabulario hebreo.
—Rabbi baé —leyó Leslie, y tradujo, «viene mi rabino», con tono tan exultante que el profesor y los demás discípulos se la quedaron mirando.
Pero cuando le tocó de nuevo el turno de leer en voz alta, el ejercicio era: Mi rabbi? Ahbá rabbi.
—¿Quién es mi rabbi? Mi padre es mi rabbi —tradujo.
Se dejó caer rápidamente en su asiento y, cuando volvió a mirar al libro, fue como si estuviese viendo la página a través de un vaso de leche.
Una noche, mientras escuchaba la voz del rabino Gross hablándole acerca de los ídolos y advirtiéndole que el cristiano encuentra sumamente difícil visualizar a Dios sin una imagen, se dio cuenta de que no era un hombre viejo. Pero lo parecía y se comportaba como tal. El propio Moisés no habría tenido seguramente un aspecto más austero. Ahora, al mirar el cuaderno de Leslie por encima de su hombro, el rictus de su boca se hizo más duro.
—Nunca escribas el nombre de Dios. Escribe siempre D-s.
Esto es muy importante. Uno de los mandamientos es que su nombre no debe ser tomado en vano.
—Lo siento —dijo Leslie—. Hay tantas reglas…
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Él la miró con aire disgustado y reanudó sus paseos, al tiempo que volvía a sonar el zumbido de su voz y los nudillos de su mano derecha golpeaban suavemente, a su espalda, en la palma de su mano izquierda.
Una noche, cuando llevaba ya trece semanas estudiando con él, Max Gross le dijo que su definitiva conversión tendría lugar el martes siguiente. A menos, sugirió con delicadeza, que, por alguna razón, no pudiese soportar aquel día la inmersión en los baños rituales.
—¿Ya? —exclamó Leslie, asombrada—. ¡Pero si no llevo estudiando mucho tiempo! Sé muy poco todavía.
—Joven, no he dicho que poseas ya la sabiduría. Pero has asimilado suficientes conocimientos para hacerte judía. Una judía ignorante. Si quieres ser una judía instruida, eso es algo que tendrás que lograr por ti misma con el paso del tiempo. —Sus ojos se suavizaron y se le alteró la voz—. Eres una muchacha muy trabajadora. Lo has hecho muy bien.
Le dio la dirección de la
Miqvá
y algunos detalles preliminares.
—No lleves joyas. Y tampoco vendas, ni siquiera un esparadrapo. Tus uñas deben estar muy cortas. Nada, ni siquiera un poco de algodón en un oído, debe impedir que las aguas toquen todas las células exteriores de tu cuerpo.
El viernes, sentía ya un continuo nerviosismo en el estómago. No sabía cuánto durarían las ceremonias, así que decidió preparar el terreno para faltar a la oficina todo el día.
—Phil —dijo a Brennan—. Necesito permiso para el martes.
Él la miró cansadamente y, luego, volvió la vista hacia el montón de periódicos sin recortar.
—Se nos está atrasando el trabajo.
—Es importante.
Brennan conocía todas las importantes razones por las que las empleadas necesitaban un día de permiso.
—¿El funeral de tu abuela?
—No, voy a hacerme judía, y el martes es mi conversión.
—¡Cristo! —exclamó—. Iba a decir que no, pero, ¿Cómo puedo oponerme a una decisión así?
El martes amaneció un día gris. Leslie se había tomado las cosas con tiempo y llegó con quince minutos de anticipación a la sinagoga en que estaba situada la
Miqvá
. El rabino era un hombre de edad madura, barbudo como Max Gross, pero mucho más amable y cariñoso. Le indicó un asiento en su despacho.
—Estaba tomando café —comentó—. Permítame ofrecerle una taza.
Leslie se disponía a rehusar, pero se dio cuenta de que el café exhalaba un aroma excelente. Cuando llegó el rabino Gross, les encontró sentados y charlando como viejos amigos. Poco después, llegó otro rabino, un joven sin barba.
—Seremos testigos de tu inmersión —dijo Max Gross. Vio la cara que ponía y se echó a reír—. Nos quedaremos fuera, naturalmente. Con la puerta ligeramente entornada. Así podremos oír chapoteo cuando entres en el agua.
La condujeron escaleras abajo. La
Miqvá
estaba emplazada e un anexo de un piso situado en la trasera de la sinagoga. La lleva ron a un vestuario, donde le dijeron que se pusiera cómoda y esperara a una mujer llamada señora Rubin. Luego, los rabinos s marcharon.
Leslie tenía ganas de fumar, pero no se sentía muy segura de que fuera correcto hacerlo. La habitación resultaba deprimente en grado sumo. Era pequeña, con un suelo de madera que crujía al andar y una pequeña estera que había sido echada delante de una cómoda de madera situada junto a la pared. Sobre ella había un espejo que mostraba pequeñas manchas amarillas en el ángulo inferior derecho y otras azuladas en el superior del mismo lado; devolvía una imagen ondulada y deformada al mirarse en él, como los espejos curvos de una caseta de parque de atracciones. El resto del mobiliario lo constituían una mesa de cocina pintada de blanco y una silla de madera, en la que se sentó. Estaba contando las melladuras que había en la superficie de la mesa cuando entró la señora Rubin.
La señora Rubin era una mujer rolliza de grises cabellos. Llevaba una bata de casa y un delantal azul, y sus zapatos, de medio tacón, mostraban dos abultamientos en el cuero a causa de otros tantos juanetes.
—Quítate la ropa —dijo.
—¿Toda?
—Toda —respondió la señora Rubin sin sonreír—. ¿Te sabes las brochas?
—Sí. Por lo menos, me las sabía hace un momento.
—Te las dejaré. Puedes repasarlas.
Saco del bolsillo un trozo de papel mimeografiado y lo dejó sobre la mesa, luego salió de la habitación.
No había perchas. Leslie dejó sus ropas sobre el respaldo de la silla y se sentó. El asiento de la silla era muy suave. Cogió el papel y lo miró.
Bendito eres, Señor Dios
nuestro, Rey del Universo,
que nos has santificado con
tus mandamientos y nos has
ordenado lo referente a la
inmersión.
Bendito eres, Señor Dios
nuestro, Rey del Universo,
que nos has mantenido en la
vida y nos has sostenido y
nos has dado la posibilidad
de llegara este trascendental
momento. Amén.
Estaba repasando las brochas cuando llegó de nuevo la señora Rubin. Sacó unas tijerillas de uñas del bolsillo de su delantal.
—Las manos —le dijo.
—Me las he cortado yo misma —dijo Leslie.
Levantó las manos, y la señora Rubin cortó de cada dedo otra pequeña brizna de uña. Desdobló una sábana limpia y cubrió con ella la desnudez de Leslie; luego, le entregó una pastilla de jabón y una toalla y la condujo a través de una puerta hasta un cuarto de duchas con siete compartimientos.
—Límpiate, mine kind —dijo.
Leslie colgó la sábana de un gancho que había en la pared y se lavó, aun cuando, la noche anterior, se había duchado con el mismo detenimiento en su apartamento, y sólo hacía dos horas se había vuelto a enjabonar en su bañera.
Mientras se lavaba, podía ver por otra puerta la superficie de la piscina, inmóvil y densa como el plomo, reluciente bajo la amarilla luz de una bombilla. En una de sus explicaciones, el rabino Gross le había dicho que los judíos practicaban la inmersión ritual miles de años antes de que Juan Bautista se apropiara del rito. Las aguas de la
Miqvá
tenían que ser aguas naturales; originariamente, la ceremonia se había celebrado en lagos y ríos. Puesto que la moderna necesidad de intimidad había obligado a celebrarla bajo techo, se recogía el agua de lluvia en recipientes colocados sobre el tejado y se la conducía luego hasta un depósito recubierto de baldosas. Al cabo de un tiempo relativamente corto, esta agua inerte quedaba estancada y muerta, por lo que se agregó otro depósito al primero. En este segundo depósito se vertía continuamente agua fresca procedente de las redes de distribución de la ciudad, la cual era calentada para mayor comodidad de la inmersión. Un pequeño tapón existente en la pared que separaba los dos depósitos era quitado cada vez que el segundo de ellos había sido llenado con agua fresca, permitiendo que las aguas de ambos se mezclaran durante una fracción de segundo antes de volver a poner el tapón. Esto santificaba el agua de ciudad sin contaminarla de bacterias, le había asegurado Max Gross. Sin embargo, contemplando aprensivamente la superficie de la piscina mientras se restregaba el cuerpo, Leslie se confesó a sí misma que si no veía que el agua estaba completamente limpia, sería incapaz de introducirse en ella.
Al salir de la ducha, la estaba esperando la señora Rubin. Volvió a meter la mano en el bolsillo de su delantal, y esta vez sacó un pequeño peine de concha. Lo pasó lentamente por los largos cabellos de Leslie, estirando suavemente cada vez que encontraba enredado el pelo.
—No tiene que haber ni un solo nudo que mantenga el agua apartada de tu persona —dijo—. Levanta los brazos.
Leslie hizo sumisamente lo que le decía. La mujer miró los afeitados sobacos.
—Nada de vello —dijo, como un comerciante que estuviera haciendo inventario.