—Quiero una congregación.
Michael sostuvo su mirada.
El rabino Sher suspiró.
—Los Consejos de templo están formados por padres de familia. Lo más probable es que vean tu matrimonio, prescindiendo de cómo lo veas tú, como un mal ejemplo para sus hijos.
—Quiero una congregación.
El viejo rabino se encogió de hombros.
—Haré todo lo que pueda por ayudarte, Michael. Déjate caer por aquí con tu mujer cuando te sea posible. Me gustaría conocerla.
Volvieron a estrecharse las manos.
Cuando Michael se hubo marchado, Milt Sher se sentó en su silla y permaneció varios minutos sin moverse, tarareando distraídamente con la boca cerrada la «Canción del toreador», de Carmen. Luego, oprimió el timbre que tenía sobre la mesa.
—Lillian —dijo a su secretaria cuando ésta apareció—, rabbi Kind abandona el circuito de los Ozarks.
—¿Quiere que ponga su ficha en el fichero de disponibles? —preguntó ella.
Era una mujer de edad madura, que había empezado ya a marchitarse, y el rabino Sher nunca dejaba de sentir piedad hacia ella.
—Sí, por favor —respondió.
Cuando ella salió del despacho, continuó sentado y canturreó todo lo que pudo recordar de la música de Bizet. Luego, volvió a pulsar el timbre.
—Conserva un poco más de tiempo esa ficha de los Ozarks, —le dijo a su secretaria—. Tal vez no la rellenemos, a no ser que encontremos un hombre casado para hacer el circuito.
Ella le dirigió una mirada de extrañeza.
—No es probable —dijo.
—No —admitió él—, no lo es.
Se acercó a la ventana y miró hacia abajo, apoyando las manos en el alféizar. El tráfico de la Quinta Avenida era un campo de batalla, en el que las bocinas semejaban los lamentos de los heridos.
«Los taxis —pensó— están embrollando toda la ciudad».
Hubo un tiempo, no hace mucho, en que no existía ninguna congregación judía en Cypress, Georgia. Antes de la guerra —de la Segunda Guerra Mundial, no de la guerra civil—, sólo había unas cuantas docenas de familias judías en toda la ciudad. Su dirigente era Dave Schoenfeld, propietario y director del semanario de Cypress, News, y tataranieto del capitán Judah Schoenfeld, que recibió un balazo en la garganta mientras mandaba sus tropas, a las órdenes de Hood, en Peachtree Creek. Así que Dave era más sudista que judío, casi igual que cualquiera de los obstinados baptistas de Cypress, con la sola diferencia, tal vez, de que poseía un poco más de influencia en tiempo de elecciones.
Dave Schoenfeld se hallaba cumpliendo sus deberes militares en Sondrestrom, Groenlandia, como teniente coronel del Servicio de Inteligencia, cuando tuvo lugar en su ciudad natal el primer servicio nocturno del viernes. Un rabino llamado Jacobs, que era capellán en Camp Gordon, llegó allí con un grupo de soldados judíos y ofició la ceremonia de
Yom Kippur
en la Primera Iglesia Baptista por especial autorización de los diáconos. Al servicio acudieron prácticamente todos los judíos de la ciudad, y resultó ser tan popular que se repitió al año siguiente. En el
Yom Kippur
siguiente a aquél no había ningún rabino para dirigir el servicio, ya que el capellán Jacobs había sido destinado a ultramar antes de que llegara su sustituto. Las grandes festividades transcurrieron sin que se celebrara ningún servicio religioso en Cypress, y la falta fue observada y comentada en la localidad.
—¿Por qué no celebramos nosotros mismos el servicio del
Shabbat
? —Sugirió el joven Dick Kramer, que padecía cáncer y pensaba mucho en Dios.
Los demás mostraron su conformidad, por lo que el viernes siguiente se reunieron catorce personas en el desván de la casa de Ronnie Levitt. Fueron recitando el servicio de memoria. Ronnie, que había estudiado canto en Nueva York después de la Primera Guerra Mundial y antes de regresar a su ciudad para ingresar en el negocio de fabricación de trementina de su padre, actuó como cantor. Entonaron los fragmentos del servicio que recordaban con vigor y entusiasmo ya que no con armonía. En la cocina, Rosella Barker, la criada de Sally Levitt, enarcó las cejas y dirigió una sonrisa a su hermano Mervin, de catorce años, que estaba sentado a la mesa tomando café, y esperaba volver a casa con su hermana.
—Esta gente ha nacido con el sentido del ritmo, encanto —dijo, arrastrando cadenciosamente las sílabas—. Estos tipos blancos parece que tienen la música revoloteando sobre ellos, incluso en la forma de andar.
Y rió en silencio ante la expresión de la cara del muchacho.
Dave Schoenfeld fue ascendido un grado y licenciado como coronel en 1945. El Ejército le había robado sus años jóvenes. Sus músculos habían perdido elasticidad y sus pasos se habían hecho más pesados. Se le había aclarado el cabello, que adquirió, además, una tonalidad grisácea. Su próstata había comenzado a funcionar mal, necesitando atenciones periódicas, que, cosa muy propia de él, había obtenido enredándose con la enfermera más deseable de la base. Dos semanas después de su regreso a la vida civil, había recibido una carta de un compañero en la que éste le informaba de que la muchacha había ingerido una dosis excesiva de somníferos, se le había practicado un lavado de estómago y había sido enviada al hospital Walter Reed para ser sometida a observación psiquiátrica. Schoenfeld había tirado la carta al cesto de los papeles, juntamente con un pliego de pruebas de imprenta y varias invitaciones para acontecimientos sociales a los que no pensaba asistir.
Al volver a Georgia, había encontrado Cypress con casi un millar de habitantes más, con una maderería, una pequeña fábrica de material electrónico y la promesa de que una empresa textil iba a trasladarse allí con todas sus existencias y maquinarias desde Fall River, Massachusetts. Él era un soltero de cuarenta y ocho años, rico y atractivo. Las numerosas mujeres a quienes había conocido a lo largo de los años, y los numerosos hombres a quienes, en una ocasión u otra, había beneficiado con su influencia política, se congregaron para darle una cálida bienvenida. Le hicieron alegrarse de volver a casa. Gastó 119.000 dólares en modernizar el News, instalando offset en la imprenta, un sistema que había llegado a admirar grandemente cuando se encontraba en la milicia. Comenzó a lanzar dos tiradas a la semana, en vez de una solamente, para aprovechar el aumento potencial de circulación, y contrató a un dinámico joven, recién salido de la escuela de periodismo, Henry W. Grady, para que realizara casi todo el nuevo trabajo. Luego, disminuyó su dedicación al periódico y reanudó sus partidas de póquer, dos veces a la semana, con el juez Boswell, Nance Grant, Sunshine Janes y el sheriff Nate White.
Durante veinte años, los cinco hombres habían compartido muchas aficiones, además del póquer. Juntos, habían controlado el algodón, los cacahuetes, la ley, el poder y la opinión pública de Cypress. Su boyante asociación les había convertido hacía mucho tiempo en hombres ricos.
Acogieron de nuevo gustosos a Dave Schoenfeld en su círculo.
—¿Qué tal por Groenlandia? —preguntó el sheriff.
—Allí se le congela a uno hasta el culo —respondió Dave, barajando las cartas.
Sunshine cortó.
—¿Te has llenado bien la panza de esa grasa esquimal?
—¿Quién? ¿Yo?
Sunshine soltó una risotada, y los otros hombres sonrieron.
—Vamos a ver si ha cambiado mi suerte —dijo Dave, mientras empezaba a repartir las cartas.
Había sacado muchas fotografías y, siete semanas después de su vuelta, fue invitado a dar una charla en el club masculino de la iglesia metodista. Las diapositivas en color del casquete polar y de los farallones nevados fueron muy celebradas, así como sus anécdotas acerca de la vida de los esquimales. Al día siguiente, Ronnie Levitt le llamó por teléfono y le preguntó si querría repetir la charla el sábado por la noche, después del Oneg
Shabbat
, en su casa.
El desván estaba abarrotado de fieles judíos, a todos los cuales no conocía, según observó con sorpresa el viernes por la noche. Pese a la deficiente dirección de Ronnie, el servicio fue cantado con entusiasmo. No hubo sermón. Después, su charla fue acogida con corteses aplausos.
—¿Cuánto tiempo hace que dura esto? —preguntó él.
—Mucho —respondió ansiosamente Dick Kramer—. Compramos solamente libros de oración. Pero usted mismo puede darse cuenta de lo que necesitamos. Deberíamos tener un lugar más adecuado para reunirnos y un rabino que acudiese con regularidad.
—No pensaba que se me hubiera invitado a venir aquí a causa de un repentino interés hacia los osos polares —dijo Dave con sequedad.
—En la actualidad, somos unas cincuenta familias judías en la ciudad —dijo Ronnie—. Lo que necesitamos es una pequeña casa que podamos comprar barata y arreglarla de modo que quede un templo decente. Los servicios de un rabino no costarían mucho. Todos podemos aportar algo.
—¿Pueden obtener de los miembros de la congregación el dinero necesario para costear todo el programa? —preguntó, consciente de que, si pudiesen, no estarían haciéndole la corte.
—Necesitamos unos cuantos donantes de categoría, gente que pueda aportar contribuciones importantes para los dos primeros años —dijo Ronnie—. Yo puedo ayudar en ese aspecto. Si usted asume la misma responsabilidad, podemos empezar a funcionar.
—¿Cuánto?
Levitt se encogió de hombros.
—Cinco o diez mil.
Dave pareció reflexionar unos momentos.
—No lo creo —dijo, finalmente—. Yo opino que servicios como estos son estupendos y me gustaría asistir de nuevo alguna otra vez. Pero de nada sirve tratar de desarrollarlo con excesivas prisas. Opino que deberíamos esperar a que hubiese más miembros, de modo que todos sepan que participan por igual en la compra del edificio y en la contratación del rabino.
Permanecieron agrupados en torno a él, mostrándose reacios a alejarse. En sus rostros había expresiones de desolada decepción.
El sábado por la noche, Schoenfeld ganó 131 dólares jugando al póquer.
—¿Qué efecto tendrá esa nueva industria sobre nuestra asociación? —preguntó.
—Ninguno —repuso el juez.
—Si permitimos que se instalen más fábricas en esta ciudad, empezaremos a tener líos con los obreros —dijo Dave.
Nance Grant mordió la punta de un grueso cigarro y escupió al suelo la brizna de tabaco.
—No vendrá nadie más. Dejamos entrar sólo los suficientes para que nos ayuden un poco en algunas cuestiones.
Schoenfeld estaba asombrado.
—¿Desde cuándo necesitamos ayuda? ¿Y en qué?
El juez le apoyó en el brazo una cuidada mano.
—Has estado fuera algún tiempo, Dave. El maldito Gobierno nos va a dar más preocupaciones que la sarna de cinco años. No nos hará ningún daño tener cerca algunos amigos para combatir a los socialistas.
—Nuestros gastos han estado aumentando también todo el tiempo —dijo Nance—. Estará bien tener a alguien con quien compartirlos.
—¿Qué clase de gastos?
—Billie Joe Raye, por ejemplo. Es predicador. Fuego y azufre e imposición de manos.
—¿Un curandero? —preguntó Schoenfeld—. ¿Y por qué tenemos que pagarle?
El sheriff carraspeó.
—Si no los mantiene a raya, ya podemos dedicarnos a otra cosa.
Schoenfeld rechazó cortésmente uno de los largos y deformes cigarros de Nance, y sacó un habano del bolsillo interior de su chaqueta.
—Bueno —dijo, soplando sobre la cerilla después de haber prendido cuidadosamente el cigarro—, no puede costarnos mucho un predicador.
El juez le miró con calma.
—Cien de los grandes.
Todos sonrieron al ver la expresión de su cara.
—Una tienda de aire acondicionado cuesta casi tanto —intervino Sunshine—. Y un programa de radio. Y de televisión.
—Lo que le damos es sólo una minucia para él. Sus colectas son ya lo bastante cuantiosas para mantenerle en buena posición —dijo Nance—. Y cuanto más reputación de religiosa tenga esta ciudad, como comunidad temerosa de Dios, mejor para nosotros.
—Que me aspen si necesita hacerse una reputación —dijo el juez. Esta es ya esa clase de comunidad. ¡Diablos, si hasta los judíos celebran ahora reuniones de oración! —se hizo un silencio—. Perdona —dijo, dirigiéndose a Dave.
—No necesitas excusarte —contestó Schoenfeld.
Aquella noche, telefoneó a Ronnie Levitt.
—No he dejado de pensar en el templo —dijo—. ¿Qué le parece si nos reunimos y charlamos acerca de ello?
Encontraron una pequeña villa en buen estado y la compraron, aportando cinco mil dólares cada uno para la adquisición del edificio y de los dos acres de tierra. Quedó entendido que el resto de la congregación contribuiría con una suma suficiente para pagar las renovaciones y el sueldo del rabino.
Ronnie Levitt sugirió, en tono vacilante, que el templo se llamase Sinaí. Dave se encogió de hombros y mostró su conformidad. No hubo ninguna voz que mostrara su disentimiento.
—El mes que viene tengo que ir a Nueva York para entrevistarme con los representantes de la industria del papel —dijo Schoenfeld—. Veré lo que puedo hacer para encontrar un rabino.
Había intercambiado correspondencia con un hombre llamado Sher, y, cuando llegó a Nueva York, llamó a la Asociación de Congregaciones Hebreas Americanas e invitó al rabino a comer el día siguiente. Sólo después de despedirse se le ocurrió pensar en que el clérigo podría sentirse coartado por los alimentos impuros.
Pero cuando se reunieron en el despacho de la Asociación, el rabino Sher no hizo mención alguna del lugar adonde debían comer. Una vez en el taxi, Dave se inclinó hacia el conductor y dijo:
«Voisin». Miró rápidamente de reojo al rabino Sher, pero no vio en su rostro nada más que serenidad.
En el restaurante, pidió crepes con langosta. El rabino pidió sauté échalote de pollo. Dave sonrió y le dijo que se había sentido preocupado por no haber elegido un restaurante judío.
—Puedo comer de todo menos mariscos —dijo Sher.
—¿Hay una regla?
—No, no. Es sólo la forma en que fui educado. Cada rabino
Reformista
toma su decisión al respecto.
Durante la comida, hablaron del nuevo templo.
—¿Cuánto costará contratar un rabino? —preguntó Schoenfeld.
El rabino Sher sonrió. Citó un nombre que resultaba sobradamente conocido para las dos terceras partes de los judíos residentes en Estados Unidos.