Un día, al caer la tarde, Leslie se vio sorprendida por un súbito aguacero cuando se dirigía, por delante de la estatua del general, hacia las oficinas del News. Echó a correr hasta que cruzó la puerta y se detuvo en el interior, chorreando agua y jadeando. La pequeña sala editorial estaba desierta, a excepción de Dave Schoenfeld, que estaba apagando las luces y se disponía a marcharse a casa, como había hecho ya el resto del personal.
—¿No ha aprendido a nadar? —pregunto, sonriendo.
Leslie se sentó a una mesa, ladeando la cabeza y sacudiéndose el agua del pelo.
—El océano Atlántico entero acaba de caer del cielo en trocitos no mayores que monedas de cinco centavos —dijo.
—Es una noticia, pero la edición está cerrada ya —contestó Schoenfeld—. Tendremos que hablar de ello el jueves.
Leslie se quitó el empapado abrigo y sacó su artículo del bolsillo. Varias de las páginas se habían mojado. Ella las alisó sobre un archivador y empezó a hacer una copia. El artículo trataba de un hombre que había sido guardafrenos de la Atlantic Coast Line durante treinta años. Al retirarse —le había confiado a ella—, había estado tres meses borracho en un vagón de mercancías situado en un apartadero de las afueras de Macon, bajo los cuidados y protección de sus anteriores colegas. «No publique eso, por favor —había dicho con gran dignidad—; diga sólo que pasé el tiempo recorriendo mi pasado ferroviario». Y Leslie se lo había prometido, pese a experimentar la vaga sensación de que estaba infringiendo un código periodístico. Recuperado ya el estado de sobriedad, el hombre había cogido un día un trozo de madera de pino y una navaja y, por puro aburrimiento, había empezado a tallar. Ahora, sus águilas americanas se vendían a la misma velocidad con que podía tallarlas, y a sus setenta y ocho años todavía estaba constituyendo depósitos bancarios.
Era un buen tema, y pensó que podría tratar de vendérselo a la Associated Press o a la North American Newspaper Alliance y sorprender a Michael con el cheque. Lo copiaba cuidadosamente, emitiendo un leve gemido cada vez que la punta del lápiz se hundía en un lugar húmedo del papel.
Dave Schoenfeld se acercó a ella y estuvo unos minutos leyendo por encima de su hombro.
—Parece un tema muy bonito —dijo.
Ella asintió con la cabeza.
—¿Ha estado muy ocupado el rabino estas noches?
Leslie asintió de nuevo, sin dejar de leer.
—Debe de sentirse muy sola.
Ella se encogió de hombros.
—Tengo tiempo para escribir estos artículos.
—Hay una errata en el penúltimo párrafo —dijo él, señalándosela con el dedo.
Ella asintió e hizo la corrección. Estaba tan absorta copiando el artículo que tardó unos momentos en darse cuenta de que lo que sentía era el contacto de la mano de Schoenfeld. Cuando, por fin, estuvo dispuesta a admitir este un tanto asombroso hecho, él se había inclinado ya sobre ella, aplicando su boca contra la de Leslie. Ella permaneció completamente inmóvil, con los labios cerrados y las manos, en las que sostenía todavía el lápiz y una hoja de papel, colgando inertes a los costados, hasta que él retiró su boca.
—No se asuste —dijo Schoenfeld.
Leslie recogió cuidadosamente las páginas del artículo y se dirigió al lugar en que estaba su abrigo, sobre el mostrador de la sección de publicidad. Se lo puso y guardó el artículo en el bolsillo.
—¿Cuándo puedo verla? —preguntó él.
Leslie se limitó a mirarle fríamente.
—Cambiará de opinión —dijo él—. Tengo varias cosas que enseñarle, y pensará en ellas.
Leslie dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—Yo no diría nada a nadie —dijo el hombre—. Puedo destrozar a su pequeño párroco
Yiddish
de una forma que jamás podría imaginar.
Una vez fuera, Leslie caminó muy despacio bajo la lluvia. No creía estar llorando, pero su rostro quedó de pronto tan mojado que no podía estar segura de ello. Deseó haber dejado el artículo. Pensó en el pobre viejo de la navaja y los trozos de madera esperando ver en el periódico su nombre y su fotografía.
Su aniversario cayó en domingo. Tuvieron que levantarse temprano, porque Michael daba una clase en el templo a las nueve. Durante el desayuno, intercambiaron sus regalos. Él se puso su jersey y ella se sintió muy contenta con los pendientes que él la había comprado hacía varios meses.
Después de comer, Michael cogió un rastrillo y se puso a trabajar en el jardín, sacando un cubo tras otro de hojas secas. Había terminado con un macizo y se hallaba ocupado en otro, cuando empezó el desfile de coches.
Esta vez se hallaba en un lugar adecuado de observación y tenía tiempo de sobra. Se olvidó del jardín y se sentó a observar a los coches.
Los enfermos estaban generalmente sentados en el asiento posterior.
Muchos de ellos llevaban muletas. Algunos coches llevaban sillas de ruedas sujetas en la baca o sobresaliendo del portamaletas.
De vez en cuando, pasaba una ambulancia alquilada.
Por fin, no pudo aguantar más. Dejó caer el rastrillo y entró en la casa.
—Ojalá tuviéramos un aparato de televisión —dijo a Leslie—. Me gustaría ver qué tiene ese individuo para atraer a tanta gente todos los domingos.
—Está a menos de cuatro kilómetros —dijo ella—. ¿Por qué no te das una vuelta hasta su carpa?
—¿En nuestro primer aniversario?
—Oh, no importa —respondió Leslie—. Será sólo para una o dos horas.
—Creo que iré —dijo Michael.
No tenía ni idea de dónde se celebraba la reunión, pero no era difícil encontrar el lugar. Esperó a que se produjera el primer claro en la hilera de vehículos y, luego, salió con su coche. La hilera serpenteaba por la sinuosa carretera, pasaba por delante de la estatua del general, salía al otro extremo de la ciudad, atravesaba un distrito negro de destartaladas casas y cabañas sin pintar y confluía en la autopista del Estado. En ella se unía a otra serpiente motorizada que llegaba de la dirección opuesta. Michael observó que la nueva hilera contenía, además de coches de Georgia, unos cuantos vehículos con matrículas de Carolina del Norte y Carolina del Sur.
Mucho antes de que se divisara la gran carpa, los coches empezaron a salirse de la carretera y, dando tumbos por los campos, aparcaban siguiendo las instrucciones de jóvenes negros y muchachos campesinos con sombreros de paja, que cogían el dinero y daban el cambio, de pie junto a unos letreros cuyos precios eran mayores cuanto más próximos estaban a la carpa.
APARCAMIENTO, 50 centavos.
APARQUE SU COCHE, 75 centavos.
APARQUE aquí, 1 dólar.
Varios de los coches, entre ellos el de Michael, continuaron por la autopista hasta llegar a una gran zona de aparcamiento que había sido terraplenada en torno a la iglesia de lona. La zona de aparcamiento estaba separada de la autopista por unas cuerdas. Se entraba a través de una estrecha abertura por la que justamente cabía un coche, guardada por un hombre calvo que vestía pantalones negros brillantes, camisa blanca y corbata negra de algodón.
—Dios le bendiga, hermano —dijo a Michael.
—Buenas tardes.
—Son dos dólares y cincuenta centavos.
—¿Dos cincuenta? ¿Por aparcar?
El hombre sonrió.
—Procuramos mantener reservada esta zona para los cojos y los lisiados —dijo—. Para lograrlo, nuestro método consiste en cobrar dos dólares y cincuenta centavos por coche. El dinero se destina al Fondo de Predicadores Fundamentalistas para fomentar la obra del Señor. Si prefiere usted no pagarlo, puede volver y aparcar en uno de los campos.
Michael miró hacia atrás por encima del hombro. A la espalda del rabino la carretera estaba completamente bloqueada.
—Insisto —dijo.
Sacó el dinero que llevaba en el bolsillo y separó dos billetes de un dólar y una moneda de cincuenta centavos.
—Dios le bendiga —dijo el hombre, sin dejar de sonreír.
Michael aparcó su coche y echó a andar en dirección a la carpa. Delante de él, un chiquillo delgado y de carnoso rostro se apoyo contra el guardabarros de un coche, emitiendo gorgoteantes sonidos.
—Oye, Ralphie Johnson, quítate de ahí —dijo una mujer de edad madura, acercándose al muchacho—. Hemos recorrido todo el camino hasta aquí, y ahora que tenemos a ese predicador a un paso te pones a hacer el mono. Sigue adelante, ¿Me oyes?
El chico se echó a llorar.
—No puedo —murmuró.
Tenía los labios azulados, como si hubiera estado demasiado tiempo metido en el agua.
Michael se detuvo.
—¿Puedo ayudarle?
—Si quisiera llevarle… —dijo la mujer en tono vacilante.
El muchacho cerró los ojos cuando Michael le levantó. Dentro, la carpa estaba ya llena de gente. Michael dejó su carga sobre una de las sillas plegables de madera.
—Dale las gracias a este caballero tan amable, Ralphie —dijo con tono animado la mujer.
Los azulados labios no se movieron. Los ojos continuaron cerrados.
Michael hizo una inclinación de cabeza a la mujer y se alejó.
Las primeras filas estaban todas ocupadas. Se dirigió a una fila vacía del tercio posterior del recinto y se sentó en una silla del centro. A los tres minutos, estaba sentada una mujer gruesa cuya cabeza se movía a sacudidas, a la izquierda, a la derecha, espasmódicamente y con ritmo regular, como accionada por un muelle.
En la silla de su izquierda se había sentado un hombre ciego, de edad madura. Estaba comiendo un bocadillo, que sostenía en sus largas y delgadas manos, engarfiadas como garras por la artritis.
A su derecha, se hallaba sentada una mujer atractiva y bien vestida que parecía sana y cuerda. Estaba frotándose el pecho con la mano. Al poco rato, empezó a dar golpecitos con los dedos sobre el hombro de Michael.
—Joy —dijo suavemente la mujer sentada a su lado—. Deja en paz a ese caballero.
—Las hormigas… —dijo ella—. Ahora están todas sobre él.
—Déjale. A él le gustan.
La mujer hizo una mueca.
—A mí no —dijo, volviendo a frotarse el pecho y estremeciéndose.
El recinto se iba llenando rápidamente. Un hombre de rostro colorado y vestido con un traje de lino blanco pasó por el pasillo central, dirigiendo a dos negros que portaban una camilla. Sobre ésta yacía la rígida forma de una muchacha paralítica de unos veinte años de edad.
Un acomodador se acercó presuroso a ellos.
—Dejadla en el pasillo, junto a los asientos, y sentaos a su lado.
Para eso se reservan las sillas de los extremos —dijo.
Los negros depositaron la camilla en el suelo y se marcharon El hombre rebuscó en su bolsillo y sacó un billete.
—Dios le bendiga —dijo el acomodador.
En la parte delantera del recinto había una cortina y un escenario, del que bajaba hasta la sala una especie de pasillo.
Aparecieron después dos cámaras de televisión, conducidas por operadores que las cabalgaban como jockeys. Las enfocaron hacia el público, y los rostros pasaron como bandadas de peces por las pantallas de los aparatos monitores. Los espectadores se contemplaban a sí mismos. Algunos silbaban y agitaban las manos. El ciego sonrió.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Michael se lo explicó.
Luego, un elegante joven de oscuros cabellos se adelantó de entre la cortina con una trompeta en la mano. No usaban chaqueta. Su blanca camisa estaba almidonada, y lucía una corbata de seda azul con nudo Windsor. Llevaba el pelo cuidadosamente alisado, y sus dientes relucían al sonreír.
—Soy Cal Justice —dijo ante el micrófono—. Algunos de vosotros tal vez me conozcáis mejor como «El trompetero de Dios».
—Sonaron unos aplausos—. Billie Joe saldrá dentro de unos minutos. Entretanto, me gustaría tocar una pequeña canción que todos conocéis.
Interpretó Los noventa y nueve. Sabía tocar la trompeta. Al principio, las notas eran lentas y tristes; pero, luego, la melodía se hizo más animada. Alguien empezó a llevar el ritmo con las palmas, y pronto el público que llenaba el recinto estaba batiendo palmas y cantando al compás de la vivaz melodía que iba creciendo en intensidad. Delante de Michael, la señora gruesa se había convertido en un metrónomo humano; su tic se acoplaba al ritmo de las palmadas.
Los aplausos que rubricaron la música fueron estruendosos y prolongados, pero su intensidad aumentó al salir de detrás de la cortina otro hombre en mangas de camisa, corpulento, de anchos hombros, cabeza grande y manos grandes. Tenía la nariz carnosa y la boca ancha, y los párpados parecían pesarle sobre los ojos.
El trompetero abandonó el escenario. El hombre corpulento se situó en el centro, sonriendo, mientras los espectadores batían con fuerza las manos y gritaban palabras de alabanza.
Luego, levantó las dos manos hacia el cielo, con los dedos extendidos. Se acalló el ruido. Desde arriba le fue acercado un micrófono sujeto al extremo de una pértiga, hasta que estuvo lo bastante cerca de su cara como para que un sonido de ronca y sobrehumana respiración llenase el recinto.
—Aleluya —dijo Billie Joe Raye—. Dios os ama.
—Aleluya —dijo el público que llenaba el local.
—Amén —murmuró el ciego.
—Dios os ama —repitió Billie Joe—. Decidlo tres veces conmigo: Dios me ama.
—Dios me ama.
—Dios me ama.
—Dios me ama.
—Muy bien —dijo Billie Joe, moviendo alegremente la cabeza—. Sé por qué estáis aquí, hermanos y hermanas. Estáis aquí porque os encontráis enfermos de cuerpo, mente y alma y necesitáis el salutífero amor de Dios.
Silencio. Se oyó, amplificado, el sonido de la respiración.
—Pero, ¿Sabéis por qué estoy yo aquí? —preguntó la boca del predicador desde el escenario y desde las dos docenas de aparatos de televisión colocados en la sala.
—¡Para curarnos! —gritó alguien cerca de Michael.
—¡Para devolverme la salud!
—¡Para ayudar a mi hijo a vivir! —gritó una mujer, echando hacia atrás su silla y dejándose caer de rodillas.
—Amén —dijo el ciego.
—No —dijo Billie Joe—. Yo no puedo curaros.
Una mujer sollozó.
—No digas eso —gritó otra mujer—. No digas eso, ¿Oyes?
—No, hermana, yo no puedo curaros —repitió Billie Joe.
Se oyeron más sollozos.
—Pero Dios sí puede curaros. A través de estas manos.
Las levantó, con los dedos extendidos, para que todos pudiesen verlas.