Luego, la señora Rubin señaló con su dedo índice y le dio el peine a Leslie.
Ésta permaneció inmóvil unos momentos, mirándola incrédulamente.
—¿Es realmente necesario? —preguntó tímidamente.
La señora Rubin movió afirmativamente la cabeza. Leslie manejó el peine sin mirar, sintiendo que la sangre fluía a sus mejillas y que los párpados se le cubrían de lágrimas.
—Vamos —dijo finalmente la mujer, volviendo a ponerle la sábana sobre los hombros.
Un corredor alfombrado de goma negra conducía desde la ducha a la piscina. La señora Rubin la hizo detenerse en lo alto de los tres escalones que descendían al agua. La mujer caminó por la cinta de cemento que bordeaba la piscina hasta la puerta situada en el extremo. La abrió y asomó por ella la cabeza. Desde la puerta, que daba al patio trasero de la sinagoga, llegó hasta Leslie una corriente de aire.
—Yedst —llamó la señora Rubin—. Ya está lista.
Leslie oyó a los rabinos conversando en
Yiddish
mientras se acercaban a la puerta. La mujer volvió a su lado, tras dejar la puerta ligeramente entreabierta.
—¿Quieres el papel con las oraciones?
—Ya me las sé —repuso Leslie.
—Tienes que meterte completamente debajo del agua y, después, decir las oraciones. Es la única vez en que una brocha se dice después de un acto en lugar de hacerlo antes. La razón es que la inmersión te purifica de todas las religiones anteriores para que en lo sucesivo puedas rezar a Dios como judía. Probablemente, tendrás que sumergirte varias veces para asegurarte de que lo haces bien. ¿No tienes miedo al agua?
—No.
—Excelente —dijo la señora Rubin, quitándole la sábana.
Leslie bajó los escalones. El agua estaba caliente. En medio de la piscina le llegaba justo hasta los pechos. Se quedó en pie unos momentos y la miró. Parecía limpia y clara, con un fondo de temblorosos azulejos blancos. Cerró los ojos y se sumergió, conteniendo el aliento mientras se sentaba, y sintió contra sus muslos las junturas de los azulejos del fondo.
Luego, se levantó, resoplando ligeramente, y recitó las oraciones con voz temblorosa.
—Ohmain —cantó la señora Rubin.
Y oyó que los rabinos también decían amén al otro lado de la entornada puerta.
La señora Rubin hizo un movimiento hacia abajo con ambos brazos, y Leslie volvió a sumergirse, esta vez con más confianza. Era tan fácil, que sentía ganas de reír. Se sentó en el agua, flotantes los cabellos, y, milagrosamente, se sintió purgada de todo peso físico y espiritual, liberada de la culpa de haber vivido veintidós años como ser humano. Lavada en la sangre del Cordero, pensó vertiginosamente, y se alzó como un pez desde el fondo. «Escuchad, hijos míos —pensó—, y os contaré cómo se hizo mamá una sirena judía y por eso lleva cola». Esta vez dijo las brochas con más seguridad, pero la señora Rubin no estaba satisfecha todavía. Los brazos volvieron a bajarse, y de nuevo Leslie se sumergió. Esta vez mantuvo los ojos abiertos, mirando la reluciente bombilla que proyectaba su luz a través del agua, iluminándola y calentándola, como el ojo de Dios. Emergió a la superficie y permaneció en pie, jadeando ligeramente y sintiendo que se le endurecían los pezones bajo la fría corriente de aire que penetraba por la rendija de la puerta tras la que escuchaban los rabinos. Y esta vez dijo las oraciones con alegre certidumbre.
—Mazal tob —dijo la señora Rubin.
Y, mientras Leslie salía de la piscina, chorreando agua por los costados, la mujer la envolvió en la sábana y la besó en las dos mejillas.
Estaba de pie en el despacho del rabino. El maquillaje había desaparecido de su rostro y sentía en la nuca la humedad de sus cabellos, experimentando la misma sensación que si hubiese dado diez vueltas a la piscina de la universidad. El rabino que le había dado café le dirigió una sonrisa.
—¿Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas? —preguntó.
—Sí —murmuró ella, sin sentir ya alegría.
—Y estas palabras —dijo— que yo te mando este día estarán sobre tu corazón; y las enseñarás diligentemente a tus hijos, y les hablarás de ellas cuando estés en tu casa, y cuando andes por el camino, y cuando te acuestes, y cuando te levantes. Y las impondrás como señal sobre tu mano, y serán venda en tu frente entre tus ojos. Y las escribirás en las jambas de tu casa y sobre tus puertas; recuerda y cumple todos mis mandamientos y sé santa para tu Dios.
El rabino Gross se acercó a ella y le impuso las manos sobre la cabeza.
—En señal de tu admisión en la Casa de Israel —dijo—, este tribunal rabínico te da la bienvenida imponiéndote el nombre de Leah bat Abraham, por el que de aquí en adelante serás conocida en Israel.
—Que Él, que bendijo a nuestras madres, Sara, Rebeca, Raquel y Leah, te bendiga a ti, nuestra hermana Leah bat Abraham, con motivo de tu aceptación a la herencia de Israel y de tu conversión en verdadero prosélito en medio del pueblo del Dios de Abraham. Que, bajo la dirección de Dios, prosperes en todas tus actividades y sea bendecido el trabajo de tus manos. Amén.
Luego, el rabino más joven le entregó el certificado de conversión. Ella lo leyó:
EN PRESENCIA DE DIOS Y DE ESTE TRIBUNAL RABINICO
Por la presente, declaro mi deseo de aceptar los principios del judaísmo, de adherirme a sus prácticas y ceremonias y de convertirme en miembro del pueblo judío.
Hago esto por mi propia y libre y voluntad y con plena comprensión del verdadero significado de los dogmas y prácticas del judaísmo.
Ruego para que mi presente decisión me guíe a lo largo de la vida y que ésta sea digna de la sagrada comunidad en que ahora tengo el privilegio de ingresar. Ruego para que permanezca siempre consciente de los privilegios y los correspondientes deberes que me impone mi adhesión a la Casa de Israel. Declaro mi firme decisión de llevar una vida judía y de dirigir un hogar judío.
Si soy bendecida con hijos varones, prometo educarles en la Alianza de Abraham. Prometo, además, educar a todos los hijos con que Dios quiera bendecirme en la lealtad a las creencias y prácticas judías, en la fidelidad a las esperanzas judías y en la forma judía de vida.
¡Escucha, oh Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor es Uno!
Eternamente bendito es su glorioso y soberano Nombre.
Lo firmó con mano que no temblaba más de lo que era comprensible y justificado. Los rabinos firmaron como testigos y la señora Rubin volvió a besarla; ella la besó a su vez y dio las gracias a los rabinos, y se estrecharon las manos. El rabino más joven le dijo que era la conversión de aspecto más atractivo en que había esperado participar jamás. Todos se rieron, y ella volvió a darles las gracias y se marchó de la sinagoga.
Soplaba el viento, y el cielo seguía estando gris. No se sentía cambiada, pero sabía que su vida iba a ser muy distinta de cualquier existencia que ella hubiera soñado jamás para sí. Por un momento, pero sólo por un momento, pensó en su padre y la invadió un sentimiento de tristeza por el hecho de que su madre no existiera. Luego, mientras caminaba a pasos rápidos por la calle, sintió una creciente urgencia, la necesidad de una cabina telefónica en la que pudiese abrir los labios y murmurar su tremendo secreto.
Michael llegó a Nueva York al día siguiente, después de dirigirse en coche a Little Rock y tomar allí un bamboleante avión de línea que osciló violentamente en medio de una tormenta de primavera durante todo el trayecto hasta La Guardia. Leslie le estaba esperando en el aeropuerto. Mientras corría hacia ella, a Michael le pareció que siempre que la veía era como si fuese la primera vez, que nunca se acostumbraría a mirarla a la cara.
—Lo que no comprendo es lo de la
Miqvá
—dijo en el taxi cuando dejó de besarla—. Si hubieras sido convertida por un rabino
Reformista
, habrías prescindido de todo eso.
—Fue maravilloso —dijo ella tímidamente—. Quería hacerlo de la manera más difícil. Así sería algo perdurable.
Pero, a la tarde siguiente, cuando fueron juntos a la Shaéaré Shamáyim, Max Gross palideció.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó a Leslie—. Créeme que, si hubiese sabido que el hombre con quien estabas relacionada era Michael Kind, nunca te habría convertido.
—Pero no me lo preguntó —replicó ella—. No trataba de engañarle.
—Max —dijo Michael—, estoy haciendo solamente lo que hizo Moisés. Es judía. Tú la has hecho judía.
El rabino Gross movió la cabeza.
—Tú no eres Moisés. Tú eres un nahr, un necio. Y yo te he ayudado a cometer este error.
—Quiero que nos cases tú, Max —dijo Michael—. Nos gustaría mucho a los dos.
Max Gross cogió una Biblia de la mesa y la abrió. Balanceándose, empezó a leer en voz alta, desentendiéndose de ellos, como si estuviera solo en la shul.
Michael apretó los labios al escuchar las palabras hebreas.
—Vámonos —dijo a Leslie.
Cuando se encontraron en la calle, ella le miró.
—¿No pueden… volverse atrás ni nada, Michael?
—¿Te refieres a la conversión? No, claro que no. —Cogió su mano y se la apretó—. No te apures, querida.
Mientras volvían en el taxi, Leslie sentía aún en sus dedos la presión de la mano de él.
—¿A quién le pedirás ahora que realice la ceremonia?
—A uno de mis compañeros del Instituto, supongo. —Reflexionó unos momentos y, luego, decidió—. Milt Greenfield tiene una congregación en Bethpage.
Le llamó aquella tarde desde la cabina telefónica de un establecimiento de la avenida de Lexington. Milt Greenfield se mostró afectuoso al principio, deshaciéndose en felicitaciones; luego, guardó silencio unos momentos y, sopesando las palabras, le dijo:
—¿Estás seguro de que es eso lo que quieres, Michael?
—No seas tonto. Si no estuviese seguro, no te habría llamado.
—Bueno, entonces me halaga que me hayas llamado, bala perdida —dijo, por fin, Greenfield.
Aquella noche, después de que sus padres se hubieron acostado, Michael se sentó en su vieja habitación y buscó en la Biblia del lector moderno la traducción inglesa del pasaje que Max Gross le había leído en voz alta para expulsarle de la sinagoga. Al cabo de un rato, lo encontró. Proverbios 5, 3.
… Miel destilan los labios de la mujer extraña,
y es su boca más suave que el aceite.
Pero su fin es más amargo que el ajenjo,
punzante como espada de dos filos.
Van sus pies derechos a la muerte,
llevan sus pasos al sepulcro.
No va por el camino de la vida,
va errando por el camino sin saber adónde.
Pensó que le costaría conciliar el sueño, pero se quedó dormido mientras rezaba. Si soñó algo, cuando a la mañana siguiente se despertó no recordaba nada.
Durante el desayuno miró a su madre con inquietud.
Leslie había telefoneado a su padre y, luego, había estado llorando largo rato en silencio. Cuando Michael sugirió que visitasen al reverendo John Rawlins y hablaran de la cuestión, ella había movido la cabeza. Con una sensación de alivio, Michael no la había instado a que cambiase de opinión.
Él, por su parte, no quería decírselo inmediatamente a sus padres, ya que sabía que se produciría una escena, y prefería retrasar el momento.
Cuando empezaba a tomar su segunda taza de café, sonó el teléfono. Era el rabino Sher.
—¿Cómo sabías que estaba en Nueva York? —preguntó Michael después de intercambiar los saludos de rigor.
—Me lo comentó Milt Greenfield —respondió el rabino Sher.
«El bueno de Milt», pensó Michael.
—¿Puedes pasar por las oficinas de la Asociación para charlar un rato?
—Estaré ahí esta tarde —respondió.
—Estoy seguro de que has enfocado la cuestión desde todos los puntos de vista —dijo rabbi Sher con mucha suavidad—. Sólo quiero cerciorarme de que te das cuenta de las posibles consecuencias de semejante matrimonio.
—Voy a casarme con una judía.
—Estás echando a perder lo que, indudablemente, sería una brillante carrera pastoral. Siempre que te des cuenta de ello, tu decisión es válida, aunque, tal vez…, imprudente. Simplemente, quiero cerciorarme de que no has pasado por alto las consecuencias en un estado de… —Pugnó por encontrar las palabras adecuadas.
—Irreflexiva pasión.
El rabino Sher asintió con la cabeza.
—Algo así.
—Durante toda nuestra vida insistimos, frente a la corrupción que se extiende en todas las sociedades del mundo, en que los judíos son tan buenos como cualquier otro grupo, en que, como individuos, todos nosotros somos iguales a los ojos de Dios. En respuesta a las fantásticas historias tejidas en torno a los Protocolos de los Sabios de Sión, explicamos cuidadosamente a nuestros hijos que somos Elegidos solamente para llevar la gran carga de la Alianza entre Dios y el hombre. Pero, en el fondo, el miedo nos ha convertido en el pueblo más lleno de prejuicios que existe sobre la faz de la Tierra. ¿Por qué es así, rabbi?
Desde la calle, llegaba lejano un rumor de bocinas. Milt Sher se acercó a la ventana y miró el embarullado tráfico de la Quinta Avenida. Taxis. «Demasiados taxis. Menos cuando se necesita uno un día de lluvia», pensó. Se volvió.
—¿Cómo crees que hemos sobrevivido durante más de cinco mil años?
—La muchacha con la que voy a casarme es judía. Su padre no.
Pero, ¿Es el judaísmo una estirpe de sangre? ¿O una ética, una teología y un estilo de vida?
El rabino Sher cerró los ojos.
—Nada de discusiones, Michael, por favor. Tu situación no es única, como sabes. Nos hemos enfrentado a otras similares antes de ahora. Siempre ha presentado grandes dificultades. —Se apartó de la ventana—. ¿Estás decidido?
Michael afirmó con la cabeza.
—Entonces, buena suerte.
Le tendió la mano, y Michael se la estrechó.
—Otra cosa —dijo Michael—. Será mejor que encuentres a alguien para los Ozarks.
Sher asintió.
—Con una esposa, no querrás estar viajando todos los días —dijo, juntando las yemas de los dedos—. Eso plantea la cuestión de tu empleo futuro. Tal vez te interesara probar algo de tipo académico. Una capellanía o un puesto en una de nuestras fundaciones culturales. Tenemos muchas solicitudes en ese sentido. —Hizo una pausa—. La mentalidad universitaria es más comprensiva.