—Esos pantalones —dijo Phil—. Que no los vea la rabbitzen, la esposa del rabino.
—Así verá que por fin me gano el dinero que me da el rabinato.
—Se lo está ganando usted todos los días.
—No. Vamos, Phil. —Agitó el café en su vaso de papel—. No hago otra cosa que estudiar el
Talmud
. Me paso todo el día con los libros, buscando a Dios.
—¿Y?
—Si lo encuentro, mi congregación no se enterará hasta el próximo
Yom Kippur
.
Golden sonrió y, luego, suspiró.
—Ah, intenté decírselo —dijo—. Es esa clase de congregación.
—Puso la mano sobre el hombro de Michael—. Le quieren. Tal vez no lo crea, pero le quieren mucho. Van a ofrecerle un contrato por bastante tiempo. Con un sustancioso aumento anual.
—¿Para qué?
—Para que esté aquí. Para que sea su rabino.
Tal como ellos lo entienden, desde luego, pero su rabino. ¿Es mala cosa para un rabino tener seguridad económica y poder dedicar todavía al estudio la mayor parte de su tiempo?
Cogió el vaso de papel de la mano de Michael y lo echó al cesto, juntamente con el suyo.
—Permítame que le hable como si fuera usted uno de mis hijos —dijo—. Ésta es una buena posición. Descanse. Viva cómodamente. Enriquézcase. Deje que su hijo crezca con el resto de los lujuriosos y vaya a Stanford y desee solamente que viva bien.
Michael no dijo nada.
—Dentro de otro par de años, le compraremos un coche. Y después una casa.
—¡Dios mío!
—¿Quiere trabajar? —dijo Golden—. Pues vamos a fregar más suelos. —Su risa sonaba como un redoble de tambor—. Le garantizo que cuando diga a ese piojoso consejo quién ha hecho hoy de celador, se apresurarán a contratar mañana mismo a un hombre con carácter permanente.
Al día siguiente, sus músculos se resentían del desacostumbrado ejercicio. Se detuvo en Santa Margarita y se apoyó en la valla, mirando a los obreros que hormigueaban por el nuevo edificio. Los agarrotados tendones de sus muslos le hacían sentir una nueva afinidad con los trabajadores del mundo. El padre Campanelli no estaba allí. Ahora, el sacerdote salía raras veces a vigilar el trabajo; permanecía dentro de la vieja iglesia, atento al momento en que oyera el sonido de la bola de hierro.
Michael no podía censurarle. La iglesia nueva tenía un tejado que parecía un sombrero hongo de cemento. Sus paredes, de vidrio coloreado, se inclinaban hacia dentro en ángulo agudo, haciendo que aquella parte del edificio semejara un gigantesco cucurucho de helado con la punta rota. Un corredor de aluminio y cristal conducía a una edificación circular que tenía todo el aspecto espiritual de una central eléctrica. Sobre el tejado de la redonda estructura, los obreros estaban levantando una reluciente cruz de aluminio.
—¿Cómo está? —gritó uno de los hombres que se hallaban en el tejado.
Un hombre que se encontraba cerca de Michael se echó hacia atrás el sombrero y levantó la mirada.
—Muy bien —respondió.
«Muy bien», pensó Michael.
Ahora, nadie podría distinguirlo de un puesto de venta de salchichas.
Se alejo, sabiendo que no volvería por la misma razón por la que el sacerdote no iba ya a contemplar los trabajos. Era una casa de culto concebida sin el más mínimo gusto.
De todas maneras, no había nada más que mirar; estaba terminada.
También su investigación sobre arquitectura religiosa estaba terminada. Había obtenido lo que le parecía una razonable imagen verbal de lo que debía ser una moderna casa de oración. Puesto que la antigua iglesia de San Jeremías podía hacer frente cómodamente a las poco exigentes necesidades del templo Isaías, no parecía haber nada más que hacer con los datos acumulados: sólo publicarlos. Escribió un artículo que envió al periódico de la Conferencia Central de Rabinos Americanos, donde posteriormente fue publicado. Remitió ejemplares del periódico a su padre, a Atlantic City, y a Ruthie y Saul, a Israel; luego, metió todas sus notas en una caja de cartón y las llevó a casa, donde las guardó en el pequeño desván, de la cómoda del apartamento de sus padres, que Leslie y él no habían podido decidirse a vender.
Terminado su proyecto, se encontró con más tiempo libre que nunca. Una tarde, llegó a casa a las dos y media, y encontró a Leslie confeccionando la lista de compras.
—Hay carta —dijo ella.
Había llegado el nuevo contrato, tal como había aventurado Phil Golden. Lo examinó y vio que era muy generoso; abarcaba un lapso de tiempo de cinco años, y contenía un sustancioso aumento de sueldo al comienzo de cada año. Michael comprendió que al término de los cinco años habría un contrato vitalicio.
Leslie lo leyó sin hacer ningún comentario cuando él lo dejó sobre la mesa.
—Es tan bueno como una renta vitalicia —dijo Michael—. He estado pensando en empezar a escribir un libro. Tengo tiempo de sobra.
Ella asintió con la cabeza y volvió a ocuparse de la lista de compras.
Michael no firmó el contrato. En vez de ello, lo guardó en el cajón superior de la cómoda, en el dormitorio, debajo de su caja de gemelos.
Volvió a la cocina y se sentó a la mesa con Leslie, fumando y mirándola.
—Iré yo a hacer las compras —dijo.
—Puedo ir yo. Debes de tener muchas cosas que hacer.
—No tengo nada que hacer.
Leslie le miró y abrió la boca como si fuera a decir algo, pero cambió de opinión.
—Está bien —dijo.
La carta llegó dos días después.
Rabbi Michael Kind
Templo Isaías
20103 Hathaway Street
San Francisco, California
Estimado rabbi Kind:
23 Park Lane
Wyndham, Pensilvania
3 de octubre de 1953
El consejo ejecutivo del templo Emeth, de Wyndham, ha leído con interés su sugestivo articulo publicado en el excelente periódico de la CCRA, recientemente fundado.
El templo Emeth es una congregación Reformista establecida hace sesenta y un años en la comunidad universitaria de Wyndham, a cuarenta kilómetros al sur de Filadelfia. El número de sus miembros no es muy extenso, pero durante los últimos anos hemos desbordado las posibilidades de nuestro edificio, construido hace veinticinco anos. Enfrentados a la necesidad de decidir lo que debería ser un nuevo templo, hemos encontrado su articulo particularmente fascinante. Desde su publicación, ha sido aquí el tema de numerosas discusiones.
El 15 de abril de 1954, el rabbi Philip Kirschner, nuestro dirigente religioso durante los últimos dieciséis anos, comienza lo que espera haya de ser un feliz y sosegado retiro en su ciudad natal de St. Louis, Missouri Estamos buscando para sustituirle a quien sea, a la vez, un inspirado dirigente religioso y un hombre que haya reflexionado sobre la clase de lugar que debe ser un templo judío en la América moderna.
Le quedaríamos sumamente agradecidos si nos dispensara una oportunidad de tratar este tema con usted. Yo estaré en Los Ángeles del 15 al 19 de octubre para asistir a la reunión anual de la Asociación de Idiomas Modernos. Si usted pudiera acudir a Los Ángeles durante este periodo, a expensas del templo Emeth, le agradeceríamos que lo hiciese. Si ello es imposible, tal vez pueda ir yo a San Francisco.
He notificado al Comité de Colocación de la Asociación de Congregaciones Hebreas Americanas nuestra intención de tratar con usted acerca de nuestra necesidad de un rabino. En espera de sus noticias, le saluda muy atentamente.
(Firmado) Dr. FELIX SOMMERS
Presidente
Templo Emeth
—¿Vas a ir? —preguntó Leslie, cuando le enseñó la carta.
—Supongo que no pasaría nada si fuera a verle —repuso Michael.
La noche en que regresó de Los Ángeles entró sigilosamente, esperando que estuviese dormida, y la encontró tendida en el sofá, viendo el programa final de la televisión. Leslie le hizo sitio, y él se echó a su lado y le dio un beso.
—¿Bien? —dijo ella.
—Serían mil dólares menos de lo que gano ahora. Y el contrato sería por un año.
—Pero puedes tenerlo, si quieres.
—Habría el acostumbrado sermón de prueba. Pero puedo tenerlo, si quiero.
—¿Qué vas a hacer?
—Leslie, ¿Qué quieres tú que yo haga? —preguntó Michael.
—Eso tienes que decidirlo tú mismo —respondió Leslie.
—¿Sabes lo que les ocurre a los rabinos que recorren una serie de contratos a corto plazo? Se convierten en pelotas de fútbol. Solamente les aceptarán las congregaciones problema, y eso con sueldos mínimos. Como la de Cypress, Georgia.
Leslie no respondió.
—Le he dicho ya que iremos.
Leslie volvió bruscamente la cara, de modo que lo único que él podía verle era la nuca. Alargó la mano y le acarició el pelo.
—¿Qué es? —preguntó—. ¿la idea de enfrentarte con otro lote de mujeres? ¿los yentehs?
—Al diablo los yentehs —dijo ella—. Siempre habrá gente para la que tú y yo seamos dos ejemplares raros. Eso no importa. —Se volvió y le rodeó con sus brazos—. Lo que importa es que harás algo más que recibir un buen sueldo por ser rabino sólo de nombre. Porque tú eres mucho mejor que eso, ¿No lo comprendes?
Michael notaba en el cuello el húmedo contacto de su mejilla y se sintió lleno de admiración.
—Tú eres la parte mejor de mí mismo —dijo—. Lo más excelente.
Estaba rodeándola también con sus brazos, para impedir que se cayera del estrecho sofá, y la apretó con fuerza.
Leslie le puso las yemas de los dedos sobre la boca.
—Lo que importa es que se trata de algo que quieres realmente hacer.
—Así es —respondió él, acariciándola.
—Estoy hablando de Pensilvania —dijo ella, al cabo de un rato.
Pero dio la vuelta en sus brazos y levantó ansiosamente la cara.
Más tarde, en la cama, cuando él se estaba quedando dormido, ella le tocó en el hombro.
—¿le has hablado de mí? —preguntó.
—¿Qué quieres decir?
—Sabes lo que quiero decir.
—Oh. —Levantó la vista hacia el techo, en la oscuridad—. Sí, lo hice.
—Eso está bien. Buenas noches, Michael.
—Buenas noches, Leslie.
Fue sólo para pronunciar el sermón de prueba, y le agradó lo que vio cuando el comité designado para recibirle le llevó desde la estación del ferrocarril hasta la casa del doctor Sommers, para cenar antes del servicio del
Shabbat
. Era una ciudad pequeña, de aspecto engañosamente sosegado vista desde el automóvil, como suelen ser la mayoría de las ciudades universitarias. Había cuatro librerías y un tablón verde en la plaza de la ciudad, donde se anunciaban próximos conciertos y exposiciones de arte, y por doquier se veía gente joven. El aire palpitaba con el frío del otoño y la energía de los estudiantes. Sobre el estanque que se abría en el centro de los terrenos de la universidad había una delgada película de hielo. Las desnudas ramas de los majestuosos árboles se extendían rígidas y llenas de belleza.
Durante la cena, los dirigentes del templo le asediaron a preguntas respecto a sus ideas en relación con el nuevo edificio que proyectaban construir. Sus largas semanas de solitaria investigación le suministraban abundantes argumentos, y la franca admiración con que fueron acogidas sus palabras le hizo levantarse de la mesa rebosante de confianza en sí mismo, por lo que, cuando más tarde subió al
Bemá
, se encontraba en inmejorables condiciones para pronunciar un deslumbrante sermón. Les habló de por qué una antigua religión podía sobrevivir a todas las cosas que conspiraban en el mundo para extinguirla.
Cuando, a la tarde siguiente, se marchó de Wyndham, sabía ya que el puesto era suyo y, cuando menos de una semana después, recibió la llamada, no le produjo ninguna sorpresa.
En febrero, Leslie, él y el niño estuvieron cinco días en Wyndham. Pasaron la mayor parte del tiempo con agentes de fincas. Al cuarto día encontraron la casa, un edificio de estilo colonial, con ladrillos rojos y negros y remozado tejado de pizarra gris. El precio estaba dentro de los límites señalados por ellos, dijo el agente, porque la gente quería más de dos dormitorios. Había otros inconvenientes. Los techos eran altos, y las habitaciones serían difíciles de limpiar. No había trituradora de basuras ni lavaplatos, cosas ambas que tenía la casa de San Francisco. La instalación de fontanería era muy vieja, y las cañerías emitían gorgoteantes sonidos. Pero los suelos eran de madera de roble y habían sido amorosamente conservados. Había una vieja chimenea de ladrillo en el dormitorio principal, y otra de mármol en la salita de estar. Las altas ventanas de la fachada principal, de dieciocho cristales, daban sobre los terrenos de la universidad.
—Oh, Michael —dijo Leslie—. Es maravillosa. Esta casa puede ser nuestro hogar hasta que nuestra familia se haga demasiado numerosa. Max podría ir a la universidad desde aquí.
Esta vez, Michael tenía motivos para hacer algo más que asentir con la cabeza, pero sonrió mientras extendía un cheque para el agente de fincas.
En Wyndham, estuvo desde el principio muy atareado. Al cabo del día, había hablado con infinidad de personas. Hillel y la Federación Sionista Intercolegial de América tenían sucursales en la universidad, y se hizo capellán de ambas organizaciones. De vez en cuando, realizaba viajes con varios miembros del comité de edificación, inspeccionando los templos nuevos de otras comunidades. Leslie se matriculó en la universidad como estudiante especial de lenguas semíticas, y, dos veces a la semana, estudiaban juntos con varios de sus condiscípulos. El templo Emeth era una congregación intelectual encuadrada en una comunidad intelectual, y Michael se encontró con que pasaba la mayor parte del tiempo en discusiones con grupos similares de estudio. Observó que las reuniones de sociedad se asemejaban a las sesiones, enconadamente polémicas, de los antiguos talmudistas, con la diferencia de que estos modernos discípulos discutían sobre profetas tales como Teller, Oppenheimer o Herman Kahn. Las funciones sociales de las hermandades, tanto masculina como femenina, atraían a numerosos miembros. Los Kind se encontraron participando en una gran diversidad de actos; una noche de invierno sirvieron de carabinas a un grupo de jóvenes esquiadores en trineo, cogidos de la mano mientras se deslizaban sobre la nieve y confiando en que las risas contenidas y los crujidos de paja que sonaban a su alrededor en la oscuridad fueran sonidos de inocente diversión.