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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (45 page)

—Quizás un baile —sugirió Leslie, cuando él le confió, por fin, sus problemas después de haberse bebido tres Martinis una noche antes de cenar.

Pasaron cinco semanas entregados a los preparativos. Dispusieron un estrado, enviaron dos correos, dedicaron la primera página del boletín del templo al acontecimiento, alquilaron una orquesta, encargaron bebidas y, la noche del baile, contemplaron con heladas sonrisas cómo once parejas arrastraban los pies por el suelo de la amplia sala del templo.

Michael continuó visitando los hospitales. Dedicaba mucho tiempo a sus sermones, como si la gente se disputara cada una de las sillas del templo.

Pero esto le dejaba mucho tiempo libre. Había una biblioteca pública a dos manzanas de distancia. Tomó una tarjeta de lector y empezó a sacar libros. Al principio, volvió a los filósofos, pero pronto le tentaron las portadas de las novelas. No tardó en intercambiar sonrisas e inclinaciones de cabeza con las empleadas de la biblioteca.

Volvió al
Talmud
y a la
Torá
. Cada mañana estudiaba una parte diferente y la repasaba con Leslie cada noche. En la quietud de las tardes, cuando el edificio del templo yacía silencioso con el peso muerto del aire inmóvil, empezó a experimentar con la teosofía mística de la
Cábala
, como un chiquillo que metiera el pie en unas aguas peligrosamente profundas.

Santa Margarita, la parroquia católica en que vivían los Kind, estaba construyendo una nueva iglesia. Una mañana, al pasar por delante del lugar, detuvo el coche unos minutos para contemplar la excavadora, que arrancaba trozos gigantescos de tierra y rocas del agujero de los cimientos.

Volvió al día siguiente. Y al otro. Siempre que tenía un rato libre, cogió la costumbre de acercarse a mirar a los obreros de acerados cascos. Le resultaba sedante apoyarse contra la cerca de madera y contemplar los estruendosos monolitos mecánicos y el ajetreo de los obreros. Inevitablemente, conoció al párroco de Santa Margarita, el reverendo Dominic Angelo Campanelli, un viejo sacerdote de entornados ojos y un antojo de fresas, como un signo de divinidad, en la mejilla derecha.

—El templo Isaías —dijo, cuando Michael se presentó—. Antes era San Jeremías. Yo me eduqué en esa parroquia.

—¿De veras? —dijo Michael, añadiendo diez años a su primitiva estimación de la edad del templo.

—Canté en el coro para el padre Gerald X. Minehan, que después fue nombrado obispo coadjutor en San Diego —dijo el padre Campanelli. Movió la cabeza—. San Jeremías. Grabé mis iniciales en el campanario de esa iglesia. —Su mirada se perdió en lo lejos—. Justo debajo de una vieja lámpara de gas que colgaba de una de las paredes. —Se ruborizó y pareció hacer un esfuerzo por alejar sus recuerdos—. Sí —añadió—. Me alegro de conocerle.

Y se alejó, una ensotanada figura cuyos dedos se movían incansablemente sobre las ciento cincuenta cuentas del cordón que rodeaban su cintura.

Aquella tarde, Michael volcó sobre su mesa una vieja caja de zapatos, y fue examinando una a una las llaves que había contenido hasta que encontró una en cuya etiqueta ponía «campanario».

La estrecha puerta se abrió con un satisfactorio chirrido. El interior estaba oscuro, y se veía un tramo de escalones de madera, uno de los cuales crujió alarmantemente bajo su peso. «Resultaría muy embarazoso —pensó—, que se hundiera la escalera y me rompiese una pierna… o me ocurriera algo peor. ¿Cómo se lo explicaría a su congregación?».

La escalera de madera conducía a un descansillo. Una difusa luz gris penetraba a través de los sucios cristales de las ventanas, dejando ver pequeños platillos redondos de cebo para ratas, colocados en el suelo junto a las cuatro paredes.

Una escalera de caracol de hierro ascendía hasta una trampa en el techo que se abrió ruidosamente, pero sin dificultad. Varios pájaros aleteaban a su alrededor mientras subía. Contuvo el aliento ante el hedor que allí se respiraba. Las paredes estaban cubiertas de guano. Tres nidos de ramitas incrustadas de excrementos contenían gran cantidad de pajarillos increíblemente feos. Carecían de plumas, y eran del tamaño de un puño y con picos bulbosos.

La campana colgaba todavía. Era una campana grande. La golpeó con el dedo medio, consiguiendo solamente magullarse una uña y producir una sorda vibración. Al asomarse por un lado, cuidando de no tocar la sucia barandilla, divisó a sus pies la extensión de San Francisco, que le pareció más viejo de lo que le había parecido antes. Dos de los pájaros adultos regresaron aleteando ansiosamente a la par que emitían alarmados sonidos.

—Está bien —les dijo, caminando por entre la inmundicia.

Cerró sobre él la trampa mientras descendía, resoplando en un intento de ahuyentar de su nariz el penetrante hedor.

En el descansillo del campanario, se detuvo a mirar con más detenimiento. La vieja lámpara de gas continuaba todavía en la pared. Hizo girar la pequeña llave y se sintió alarmado al oír el silbido del gas y percibir su olor.

—Habrá que hacer algo respecto a esto —murmuró, volviendo a cerrarla.

La luz era demasiado escasa para que pudiese ver si continuaban allí las iniciales del sacerdote, pero sacó unas cerillas y, después de agitar enérgicamente las manos para dispersar el gas que pudiera quedar, encendió una.

Mientras sostenía la cerilla, vio a su oscilante llama un corazón grabado en la pared. Era un corazón muy grande. En su centro, figuraban, en efecto, las iniciales D A C.

—Dominic Angelo Campanelli —dijo, complacido, en voz alta.

Debajo de ellas, había otro grupo de iniciales. Pero habían sido tachadas con un lápiz negro, cuyos trazos mantenían su intensidad a lo largo de los años. En vez de ellas, escrita dentro del corazón con las iniciales de Dominic Campanelli, se veía la palabra Jesús.

La cerilla le quemó los dedos, y la dejó caer con un gruñido. Se llevó las yemas de los dedos a la boca hasta que desapareció el dolor y, luego, las pasó sobre las borradas iniciales. Aún se notaban las hendiduras. La primera letra era, sin lugar a dudas, una M. Había otra letra, una C o una O, no estaba seguro.

¿Cuál había sido su nombre?

¿María? ¿Myra? ¿Margarita?

Permaneció allí, preguntándose si el joven Dominic Campanelli habría llorado mientras tachaba las iniciales.

Después, bajó de la torre de la iglesia, salió del templo y se fue a casa para mirar el vientre de su mujer, cómicamente hinchado como un globo.

En la sosegada quietud de la madrugada, Michael y el sacerdote empezaron a hablar mientras se apoyaban en la cerca de madera, dejando que el humo de sus pipas se perdiera en la bruma y contemplando cómo la gigantesca excavadora arrancaba enormes pedazos de la colina. Mantenían su conversación al margen de la religión. Los deportes constituían un tema adecuado y nada peligroso; dependían de la forma de los Seals y de los partidos del equipo contra Los Ángeles. Mientras hablaban de tanteos y de goleadores, de la gracia animal de Williams y de la galantería de DiMaggio, contemplaban cómo iba tomando forma el agujero y se construían las estructuras.

—Interesante —dijo Michael, viendo emerger el esbozo de las formas: un cuadrilátero que conducía a un círculo mucho mayor.

El padre Campanelli no hizo ninguna indicación.

—Un alejamiento de lo estereotipado —dijo.

Y su cabeza se volvió involuntariamente para mirar a la calle donde la vieja iglesia de Santa Margarita marcada por el paso del tiempo y demasiado pequeña, pero construida de rojos ladrillos en líneas hermosas y sencillas, se alzaba en su majestuosa dignidad cubierta de yedra. Levantó la mano, y empezó a acariciarse con los dedos el antojo de fresas que manchaba su aquilino rostro Michael había observado ya en él este gesto siempre que trataban temas que proyectaban ominosas sombras: los Seals en una racha de partidos perdidos; Williams mancillando su magnificencia con un dedo erguido para sus hinchas; un decadente DiMaggio dejando oscurecerse su fulgor con un amor sin esperanzas hacia Marilyn Monroe.

Un domingo, yendo en coche con Leslie por la península de Monterrey, vio, a la dorada luz de la tarde, un templo que había sido construido sobre un rocoso acantilado asomado al océano Pacifico.

El emplazamiento era magnífico. El edificio, no. Construido con roja madera de pino y cristales, parecía fruto de un matrimonio entre una barraca y un castillo de hielo.

—¿No es horrible? —preguntó a Leslie.

—Hum.

—Me pregunto cómo irá a ser esa iglesia que están construyendo en la ciudad.

Ella se encogió de hombros con aire soñoliento.

Unos momentos después, Leslie se estiró y le miró.

—Si tuvieras que solicitar a un arquitecto que te diseñara un nuevo templo, ¿Qué le pedirías?

Esta vez fue él quien se encogió de hombros. Pero reflexionó largo tiempo sobre aquella cuestión.

A la mañana siguiente, después de haber estudiado el
Talmud
, se sentó en su despacho, tomó una taza de café y empezó a bosquejar el templo ideal.

Descubrió que era más divertido que leer, pero estaba lleno de frustraciones, como una partida de ajedrez con uno mismo. Trabajó con papel y lápiz, trazando toscos planos que desechaba al instante, estableciendo listas de cosas que había de tener en cuenta. Acudió a la biblioteca y retiró varios libros de arquitectura. Se encontraba constantemente metido en callejones sin salida que le obligaban a revisar su imagen de lo que debía ser el templo; hizo tantas revisiones que vació todo un archivador de su despacho para guardar las notas, volúmenes y los toscos dibujos que hacía una y otra vez. Ahora, llenaba fácilmente las horas vacías, pero con una especie de personal juego de salón, una versión rabínica de los solitarios.

De vez en cuando se producía alguna interrupción. Una mañana, un marinero borracho, sin afeitar y con un corte debajo de un ojo, cruzó la puerta.

—Quiero confesarme, padre —dijo, derrumbándose en una silla con los ojos cerrados.

—Lo siento.

El marinero abrió un ojo.

—No soy sacerdote.

—¿Pues dónde está?

—Esto no es una iglesia.

—Déjese de bromas. Me he confesado aquí durante la guerra.

Lo recuerdo perfectamente.

—Era una iglesia antes.

Empezó a explicarle los hechos concernientes a la transformación del edificio, pero el marinero le interrumpió.

—Está bien —dijo—. Jesucristo. —Se puso en pie y se alejó con paso vacilante—. Si esto no es una iglesia, ¿Qué diablos hace usted aquí?

Michael se quedó inmóvil, mirando a la puerta por la que había salido tambaleándose el hombre a la radiante luz del sol que brillaba en el exterior.

—No es una broma —murmuró, finalmente—. No estoy muy seguro de saberlo.

33

Una noche, al llegar a casa, encontró a Leslie con los ojos enrojecidos.

—¿Qué ocurre? —preguntó, mientras sus pensamientos pasaban de la familia de Ruthie a su padre y, luego, al padre de Leslie.

Ella le tendió un pequeño paquete.

—Es para ti. Lo he abierto.

Vio que había sido remitido por la Asociación de Congregaciones Hebreas Americanas. Contenía un libro de oraciones en hebreo encuadernado en bocací negro reblandecido por el tiempo. Había una nota escrita con finas letras spencerianas.

Estimado Rabino Kind:

Lamento tener que comunicarle el fallecimiento del rabino Max Gross. Mi amado marido murió de un ataque fulminante en la sinagoga, el 17 de julio, mientras recitaba la Minjá.

Max Gross no era un hombre muy comunicativo, pero me habló en varias ocasiones de usted. En cierta ocasión me dijo que, si nuestro hijo hubiese vivido, le habría gustado que fuese como usted, solamente ortodoxo.

Me tomo la libertad de enviarle el adjunto Siddur. Es el que él usaba en sus oraciones diarias. Sé que le habría gustado que usted lo tuviera, y me consolará saber que el Siddur de Max seguirá siendo utilizado.

Espero que usted y la señora Kind se encuentren bien y prosperen en un lugar tan encantador como California, con su clima tan agradable.

Reciba un afectuoso saludo.

L
EAH M. GROSS

Leslie le puso la mano sobre el brazo.

—Michael —dijo Leslie.

Él movió la cabeza, poco dispuesto a hablar de ello. Era incapaz de llorar como Leslie; nunca había podido llorar en presencia de la muerte. Pero se pasó toda la tarde solo, hojeando el
Siddur
página por página y recordando a Max.

Se arrastró finalmente hasta la cama y se tendió sin dormir junto a su esposa, rezando por Max Gross y por todos los que continuaban vivos.

Al cabo de un rato, Leslie le tocó ligeramente el hombro.

—Querido —dijo.

El despertador marcaba las dos y veinticinco de la madrugada.

—Duérmete —dijo él con suavidad—. No podemos ayudarle.

—Querido —volvió a decir ella, esta vez con un leve gemido.

Michael se incorporó.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó, con una clase diferente de oración.

—Tómalo con calma —dijo Leslie—. No hay necesidad de excitarse.

—¿Tienes dolores?

—Creo que es el momento de salir.

—¿Son muy fuertes? —preguntó, poniéndose ya los pantalones.

—Ni siquiera son dolores. Sólo…, contracciones.

—¿Con qué frecuencia?

—Cada cuarenta minutos al principio. Ahora, cada veinte minutos.

Michael llamó al doctor Lubowitz. Luego, sacó su maleta, volvió y la ayudó a subir al coche. La niebla era muy espesa, y se dio cuenta de que estaba muy nervioso. No podía hacer inspiraciones profundas y condujo muy lentamente, echado sobre el volante y con la cabeza junto al cristal del parabrisas.

—¿Cómo son? —dijo—. Me refiero a estas contracciones.

—No sé —respondió ella—. Como un ascensor que subiera muy despacio. Se quedan arriba unos momentos y, luego, empiezan a bajar otra vez.

—¿Como un orgasmo?

—No —dijo ella—. ¡Jesús!

—No digas eso —exclamó él, involuntariamente.

—¿Oh, Moisés? —dijo ella—. ¿Es mejor eso? —Movió la cabeza y cerró los ojos—. Hay veces que dices cosas de lo más necio.

Michael no respondió, conducía a través de las calles llenas de niebla, confiando en no perderse.

Leslie alargó la mano y le acarició suavemente la mejilla.

—Lo siento, querido —dijo—. Ah, otra vez.

Le quitó del volante la mano derecha y se la apoyó en el estómago. Mientras se la sostenía allí, la blanda carne se endureció y se puso rígida; luego, gradualmente, se ablandó de nuevo bajo las yemas de sus dedos.

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