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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (44 page)

—Phil —dijo Rhoda Golden.

Phil recordó la presencia de Leslie y se sintió obligado a darle una explicación.

—El no se convirtió, ella no se convirtió, y los chicos no son nada. ¿A usted qué le parece? ¿Es bueno eso?

—Supongo que no —repuso Leslie.

—¿Cómo se llama su cuarto hijo? —preguntó Michael.

—Babe —respondió Ruthie, y los demás sonrieron.

—Hágase idea, rabbi —dijo Florence, que era rubia y bien formada, pero delgada—, un hombre guapo de treinta y siete años.

Todavía conserva todo su pelo. Gana mucho dinero. Es una persona muy cariñosa, incluso demasiado. Le encantan los niños, y los niños le quieren. Es todo un hombre. Camina por las calles de San Francisco sobre corazones destrozados, en vez de adoquines. Sin embargo, no quiere casarse.

—Babe, Babe, Babe —dijo Rhoda, moviendo la cabeza—. Mi Babe. Si pudiera bailar en su boda… Aunque fuese con música armenia. ¿Tiene demasiada pimienta el pescado?

El pescado estaba excelente, así como la sopa, el pollo asado, el derma relleno, las dos clases de kugel y la compota de frutas. Las luces de
Shabbat
ardían en un candelabro de bronce colocado sobre un piano en la habitación contigua. Era la clase de apartamento que Michael recordaba, pero en el que no había estado hacía mucho tiempo.

Después de cenar, se sentaron a tomar una copa, mientras las mujeres lavaban la vajilla. Luego, los dos matrimonios jóvenes se despidieron y arrastraron a sus soñolientos hijos en dirección a su casa. Antes de marcharse, Florence Golden prometió llevar al día siguiente a Leslie a comer y al De Young Memorial Museum, lo cual hizo recaer la conversación sobre cuadros y, después, sobre fotografías. Rhoda sacó un álbum gigante sobre el que ella y Leslie se inclinaron en la cocina, haciendo llegar de vez en cuando ráfagas de risas a la salita de estar, donde Michael y Phil se hallaban tomando otra copa.

—Así que ya es usted un californiano —dijo Phil.

—Un viejo californiano.

Golden sonrió.

—Zehr viejo —dijo—. Yo soy lo que usted llama un viejo californiano. Llegué aquí cuando era pequeño, con mi padre y mi madre, desde New London, Connecticut. Mi padre era viajante.

Quincalla naval. Siempre llevaba un camión cargado con cincuenta kilos. Cuando llegamos aquí probamos una serie de shuls en el viejo barrio judío, cerca de la calle de Fillmore. En aquellos tiempos, los yiddléj vivían juntos, como los chinos. Eso no duró mucho, desde luego —siguió diciendo—. Apenas si se puede notar ya diferencia alguna entre judíos, católicos y protestantes. Tres buenas bocanadas de aire de California, y todos quedan homogeneizados. Ah, rabí, es muy distinto ser judío hoy que en los viejos tiempos.

—¿En qué sentido?

Golden resopló.

—El
Bar misvá
, por ejemplo. Era una gran cosa para un chico.

Es llamado por primera vez al
Bemá
, canta un trozo de la
Torá
en hebreo, y como por obra de magia se convierte en hombre a los ojos de Dios y de sus compañeros judíos. Nadie ve a nadie más que a él, ¿Comprende?

—Hoy, en cambio, el muchacho está postergado. La función es lo importante. Se trata de un acto más profano que religioso. La congregación de su templo tiene más semejanza con la reunión de un cóctel. Jóvenes americanos modernos. ¿Qué saben ellos de la calle de Fillmore?

Movió la cabeza. Michael miró pensativamente y le preguntó a Golden.

—¿Por qué me previnieron contra usted?

—Soy la oveja negra del templo —repuso Phil—. Sigo insistiendo en que la razón de que construyéramos un templo fue para celebrar servicios en él. Que para ser judío hay que ser judaico. Eso no le hace a uno popular en el templo Isaías.

—Entonces, ¿Por qué es usted miembro de él?

—Le diré la verdad. Mis hijos ingresaron en él —respondió—. Mis hijos son tan malos como los demás. Pero yo pienso que una familia debe asistir a los servicios como tal familia. Pensé que no perjudicaría a los demás sentarse en el mismo templo, como un anticuado yiddel, cuando acuden a su servicio anual.

Michael sonrió.

—No pueden ser tan malas las cosas. Es imposible.

—Imposible, ¿Eh? —rió Golden—. Empezaron el templo Isaías hace ocho años. ¿Sabe por qué? Los otros templos
Reformistas
exigían demasiado tiempo. Demasiado compromiso personal. Las gentes que tiene usted en su congregación quieren ser judías, pero no hasta el punto de que ello les vaya a quitar nada del tiempo libre que vinieron a disfrutar a California.
Yom Kippur
y Rosh ha Shaná. Eso es todo, hermano.

—Pero —prosiguió, levantando su pesada mano, como un guardia de tráfico— no crea que no están dispuestos a pagar por este privilegio. Nuestras aportaciones son muy elevadas, pero esta es una joven y afortunada congregación. Los tiempos son buenos. Ganan dinero y pagan sus aportaciones para que usted pueda ser judío por ellos. Si quiere usted gastar dinero en algún proyecto razonable para el templo, le digo aquí y ahora que puede hacerlo. Sólo que no espere ver mucha gente en sus servicios. Sólo dése cuenta de que tiene enemigos, rabbi. Filas de asientos vacíos.

Michael reflexionó sobre ello.

—¿No les molesta el Ku Klux Klan?

Golden se encogió de hombros e hizo una mueca. ¿Bist mishugah?, decía su expresión.

—Entonces, no se preocupe por los asientos. Trataremos de llenarlos.

Phil sonrió.

—Eso haría de usted un taumaturgo —dijo con suavidad, alargando la mano hacia la botella. Volvió a llenar la copa de Michael—. Yo nunca he tenido dificultades con el rabino. Con el consejo directivo, sí. Con los miembros individuales de la congregación, también. Pero no con el rabino. Estaré allí si me necesita, pero no le importunaré. El niño es suyo.

—Aún faltan seis meses —dijo Michael, mientras Leslie y Rhoda entraban en la salita.

Y cambiaron de tema.

Al día siguiente llegaron algunos de los muebles. Michael se sentó en una butaca nueva delante del aparato de televisión que anteriormente había sido del rabino Kaplan. En la CBS, el noticiario presentaba escenas en las que se veían unos ejércitos que representaban a cuarenta millones de árabes de seis países dirigiendo su odio militar combinado contra 650.000 judíos. Por la pantalla desfilaban arrasados
Kibutzim
, cadáveres tendidos en tierra y mujeres israelíes agrupadas en los olivares, respondiendo al fuego jordano con largas ráfagas de balas trazadoras. Michael contempló atentamente el programa. Sus padres recibían muy de cuando en cuando noticias de Ruthie. Ésta se mostraba evasiva cuando le preguntaban en sus cartas qué hacía durante los combates. Decía solamente que Saul y los niños estaban bien y que ella estaba bien. ¿Estaba su hermana Ruthie, pensó Michael, tendida detrás de un tronco de olivo e intentando atravesar con un reguero de balas la carne de un invasor? Permaneció todo el día delante de la pantalla de televisión.

Leslie pasó la tarde fuera con Florence Golden. Volvió a casa con el nombre de un tocólogo excelente y con una litografía, en su correspondiente marco, de El sombrero roto, de Thomas Sully. Pasaron largo rato colgándola; luego, se quedaron de pie, enlazados por la cintura, contemplando el grave y sereno rostro del muchacho del cuadro.

—¿Deseas tener un hijo varón? —preguntó ella.

—No —mintió Michael.

—A mí me da igual, en realidad. Todo lo que pienso es que nuestro amor está haciendo un ser humano. Eso es lo único que importa. Es indiferente que tenga pene o no.

—Si es un chico, preferiría que lo tuviese —dijo Michael.

Aquella noche, soñó con árabes y judíos que se mataban entre sí, y, en su sueño, vio también el cuerpo muerto de Ruthie. A la mañana siguiente, se levantó temprano y se dirigió descalzo al patio trasero. Había una bruma espesa y pegajosa. Aspiró profundamente una bocanada de aire y sintió el regusto salino del océano Pacífico, que se extendía a siete kilómetros de distancia.

—¿Qué haces? —preguntó Leslie a su espalda con voz soñolienta.

—Vivir —respondió él.

Mientras miraban, el sol, como una máquina quitanieves, se abrió paso a través de la bruma.

—Creo que haré un pequeño jardín y plantaré unos tomates —dijo Michael—. Y tal vez un naranjo. ¿Estamos demasiado al norte para tener un naranjo?

—Creo que sí —repuso Leslie.

—Yo creo que no —replicó él.

—Entonces, plántalo —dijo Leslie—. ¡Oh, Michael, esto va a ser magnífico! Me encanta vivir aquí. Teníamos intención de quedarnos aquí para siempre.

—Como quieras, nena —dijo él.

Volvieron al interior de la casa, Michael para preparar el café y los huevos revueltos, y Leslie, para soportar las náuseas del embarazo.

32

En aquel primer
Shabbat
en su nuevo templo, comprendió, con un estremecimiento de triunfo, que Phil Golden estaba equivocado.

Su sermón había sido breve, brillante e inteligente, y había destacado en él la importancia de la identificación y la participación de todos los miembros.

Los asientos estaban ocupados en sus cuatro quintas partes y la congregación se mantuvo atenta. Después del servicio, manos amistosas estrecharon la suya y cálidas voces acariciaron sus oídos con palabras de apoyo, incluso de incipiente afecto. Tuvo casi la seguridad de que la mayoría de los miembros de su congregación volverían.

Muchos de ellos lo hicieron a la semana siguiente.

La noche del tercer viernes asistieron menos.

Cuando llevaba ya seis semanas como rabino del templo Isaías, los asientos vacíos se distinguían con toda claridad desde el
Bemá
. Los respaldos de los asientos eran de chapa de madera pulimentada que reflejaba las luces, semejando una multitud de burlones ojos amarillos.

Michael hacía caso omiso de ellos, centrando su atención en los fieles que ocupaban los otros asientos. Pero el número de fieles disminuía cada semana y aumentaba el número de asientos vacíos, tantos ojos de mirada fija y amarilla en los respaldos de las sillas que ya no pudo ignorarlos por más tiempo, y comprendió finalmente que Phil Golden tenía razón.

Sus enemigos.

Leslie y él se dieron cuenta de que era fácil convertirse en californianos.

Aprendieron a no circular detrás de los funiculares que subían las empinadas colinas.

Visitaban el parque de Golden Gate los domingos por la tarde, cuando el aire era de color de polen, se sentaban en el suelo, manchándose la ropa de hierba, y miraban a las parejas de enamorados que paseaban haciéndose caricias, mientras a su alrededor los niños jugaban, reían y gritaban.

El vientre de su mujer aumentaba de volumen, pero no se convertía en la cosa hinchada y horrible que había temido. Florecía como un grande y cálido capullo de carne, empujado hacia fuera por la vida que crecía en su interior. A veces, Michael retiraba por la noche las sábanas de la cama, encendía la luz de la mesilla y lo contemplaba mientras ella dormía, sonriendo en silencio y conteniendo la respiración cuando veía estremecerse súbitamente el vientre al agitarse dentro de él la criatura. Se sentía obsesionado por pensamientos de cosas terribles, de abortos fatales, hemorragias, manos en forma de garras, muñones en vez de piernas, mentes débiles, y pasaba largas e insomnes noches rogando a Dios que no les enviara nada así.

El tocólogo se llamaba Lubowitz. Era un rechoncho abuelo de mucha experiencia y sabía cuándo mostrarse cariñoso y cuándo áspero. Ordenó a Leslie un régimen de paseos y ejercicio que le daba un apetito voraz, y, luego, le impuso una dieta que la tenía hambrienta todo el tiempo.

A medida que progresaba su embarazo, Michael le hablaba lo menos posible acerca del templo, para no perturbarla. Él mismo se iba sintiendo cada vez más perturbado.

Su congregación le desconcertaba.

Podía confiarse en que la familia de Phil Golden y un puñado más de personas asistiesen regularmente a los servicios. Pero continuaba sin existir casi contacto alguno con el grueso de la gente que formaba parte de su templo.

Iba diariamente a los hospitales, en busca de judíos enfermos a los que pudiera confortar y llegar a conocer. Encontró algunos, pero rara vez eran de su congregación.

Al visitar las casas de los miembros del templo, los encontró corteses y amistosos, pero extrañamente remotos. En un apartamento de Russian Hill, por ejemplo, un matrimonio llamado Sternbane le miró con embarazo después de haberse presentado a sí mismo. Oscar Sternbane era importador de curiosidades orientales y poseía una pequeña participación en un café de la calle de Geary. Su esposa, Celia, daba lecciones de declamación. De cabellos negros y piel sonrosada, se sentía arrogantemente consciente de su tipo, con un pecho que abultaba suavemente el escotado suéter, flancos que merecían ser ceñidos por ajustados pantalones azules de Pucci y aletas de la nariz que costaban seiscientos dólares cada una.

—Estoy tratando de reorganizar la Hermandad —dijo Michael a Oscar Sternbane—. He pensado que podríamos empezar celebrando desayunos dominicales en el templo.

—Voy a serle franco, rabbi —dijo Sternbane—. Estamos muy contentos de pertenecer al templo. Nuestro hijo puede aprender hebreo todos los sábados por la mañana y todo lo referente a la Biblia. Eso está bien, eso es cultura. Pero, ¡esos desayunos! Nos alegramos de vernos libres de ellos cuando llegamos aquí desde Teaneck, Nueva Jersey.

—Olviden las cosas que se comen en ellos —dijo Michael—. Tenemos gente en el Templo. ¿Conocen a los Barrons?

Oscar se encogió de hombros. Celia movió la cabeza.

—Creo que les gustarían. Y hay otros. Los Pollock. Los Abelson.

—¿Freddy y Jan Abelson?

—¡Vaya! —dijo, complacido—. ¿Conocen a los Abelson?

—Sí —repuso Celia.

—Nosotros hemos estado allí una vez, y ellos han estado aquí otra —dijo Oscar—. Son muy buenas personas, pero…, para decirle la verdad, rabbi, demasiado formales. No… —Levantó la mano y la hizo girar lentamente, como si estuviera enroscando una bombilla invisible—, no se mueven lo bastante para nosotros. ¿Comprende? Mire —dijo amablemente—, todos tenemos nuestros propios grupos de amigos, nuestros intereses y aficiones, y no giran exclusivamente en torno al templo. Pero, ¿A qué hora empiezan los desayunos? Veré si puedo ir.

No fue. El domingo por la mañana sólo se presentaron ocho hombres, cuatro de ellos apellidados Golden. Solamente Phil y sus hijos volvieron a la semana siguiente.

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