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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (42 page)

—No tiene importancia.

Bajó y caminó lentamente por la calle Mayor contemplando los escaparates de las tiendas. Cuando llegó a la estación del ferrocarril, tenía el brazo muy cansado. Entró y dejó la maleta en un armario de veinticinco centavos. Luego, desembarazada, se dirigió a los terrenos de la universidad.

Había muchas cosas nuevas, pero otras estaban exactamente igual. Continuó andando hasta llegar a Severance, y entró. Sólo se veían unas cuantas chicas; a aquella hora, la mayor parte de las muchachas tenían clase en alguna parte. En el segundo piso, se dirigió sin vacilar a la puerta de la derecha, como si hiciera solamente media hora que había salido para ir a la biblioteca.

En cierto modo, había esperado que no hubiese contestación a su llamada, y cuando la muchacha abrió la puerta, se quedó un momento sin saber qué decir.

—Hola —logró articular al fin.

—Hola.

—Siento molestarte. Hace mucho tiempo ocupé esta misma habitación y pensé que sería divertido volver a verla.

La muchacha era china. Vestía un camisón corto, y sus piernas, gruesas y musculosas, eran como columnas de marfil.

—Pase, por favor —dijo.

Cuando Leslie entró, cogió una bata del armario y se la puso.

El mobiliario era distinto, desde luego, y los colores, completamente diferentes. En realidad, no parecía la misma habitación. Se acercó a la ventana, y el panorama que desde ella se divisaba la hizo retroceder realmente en el tiempo. El lago Waban no había cambiado. Estaba helado y cubierto de nieve, y, cerca de la orilla, donde la nieve había sido retirada, unas cuantas muchachas patinaban sobre el hielo.

—¿Cuánto tiempo vivió aquí? —preguntó cortésmente la muchacha.

—Dos años —sonrió—. ¿Siguen atascándose y desbordándose los retretes?

La muchacha pareció desconcertada.

—No. La instalación de fontanería parece ser muy buena.

Leslie experimentó de pronto la impresión de que se estaba portando como una tonta. Estrechó la mano de la muchacha y comenzó a dirigirse hacia la puerta.

—¿No quiere quedarse a tomar una taza de café? —preguntó la muchacha. Leslie se dio cuenta de que sentía alivio al verse libre de ella, le dio las gracias y salió de la habitación.

«El viejo Grad —pensó—. ¡Uf!».

Había un edificio nuevo, el Centro de Arte Jewett. Entró y vio que tenía una buena sala de exposiciones. Había un pequeño Rodin y un pequeño Renoir, así como un busto en piedra de Baudelaire, con grandes ojos ciegos que le agradaron. Pasó largo rato delante de un San Jerónimo de Hendrik van Somer. El cuadro representaba a un anciano de rugosa piel, cabeza calva, nariz ganchuda, barba larga y feroces ojos, los ojos más feroces que ella había visto jamás.

Pensó inmediatamente en la forma en que Michael describía a su abuelo.

Pasó a la otra ala del edificio y, nada más cruzar la puerta, se dio cuenta exactamente de dónde se encontraba.

Allí estaba la vieja Galen Stone Tower, y el patio y los árboles y los bancos de piedra, la mayoría de ellos cubiertos de nieve. Se sentó en el único que estaba limpio, de frente a Severance Hill, en la que una solitaria patinadora tropezó y cayó al suelo. Recordó cómo estaba la colina en mayo, el Día del Árbol, cuando Debbie Marcus hacía el papel de virgen vestal cubriéndose con una sábana.

Un hombre vestido con un gabán negro y una mujer con abrigo gris de cuello de piel de zorro salieron del edificio de la administración. El colorado rostro del hombre hizo pensar a Leslie, aun sin saber nada de él, que se trataba de un bebedor empedernido.

—Parece que éste es el único banco limpio de nieve —dijo la mujer a su marido.

—Hay sitio de sobra —dijo Leslie, corriéndose hacia un lado.

El hombre se sentó al otro extremo del banco, y la mujer lo hizo en el centro.

—Hemos venido a ver a nuestra hija —dijo la mujer—. Una visita sorpresa —añadió, mirando a Leslie—. ¿Usted también ha venido a visitar a alguna de las chicas?

—No —respondió Leslie—. He estado viendo el museo.

—¿En qué edificio está el museo? —preguntó el hombre.

Leslie se lo señaló.

—¿Es todo de ese arte moderno? —preguntó el hombre—. ¿Desperdicios de chatarrería y trapos pintarrajeados puestos dentro de un marco?

Antes de que Leslie pudiera contestar, llegó corriendo por el sendero una muchacha morena que llevaba pantalones azules y un Jersey.

—¿Cómo estáis? —dijo, besando a la mujer en la mejilla.

El hombre y la mujer se pusieron en pie.

—Queríamos darte una sorpresa —dijo la mujer.

—Bueno, pues me la habéis dado. —Los tres empezaron a alejarse por el sendero—. La cuestión es que tengo un invitado que se hospeda en la posada hasta mañana. Jack Voorsanger, el amigo del que os escribí.

—Nunca he oído hablar de ningún Jack Voorsanger —dijo el hombre—. Bueno, ¿Por qué no podemos visitarle juntos?

—Claro que podemos —repuso alegremente la muchacha.

Se alejaron. La muchacha hablaba animadamente y sus padres se inclinaban hacia ella escuchándola.

Leslie levantó la mirada hacia la torre y recordó el carrillón, cómo tocaba por las mañanas y antes y después de la cena. Siempre terminaba con la misma canción. ¿Cómo se llamaba? No podía recordar el título. Permaneció un rato sentada, deseando que tocara en aquellos momentos; luego, se puso de pie, recordando lo que le dijo el primer muchacho que la había besado. Era un chico alto y estudioso, alumno destacado en la escuela dominical de su padre, y ella le había dicho, lamentándose, que no lo había encontrado particularmente agradable ni desagradable, a lo que él había repuesto, enfadado: «¿Pues qué esperabas? ¿Un repique de campanas?».

Volvió a la estación del ferrocarril y cogió su maleta; luego, sacó un billete, y, al cabo de unos veinte minutos, llegó un tren, casi con el mismo aspecto que cuando ella solía tomarlo para ir a casa en vacaciones, pero un poco más sucio, como les ocurría ahora a todos los trenes. Inmediatamente después de que el revisor le taladrara el billete, se quedó dormida. Durmió intermitentemente, y cuando se despertó por última vez estaban ya a ocho minutos de Hartford. Entonces ella recordó, con una pequeña sensación de triunfo, el título de la canción; era El cambio de reina.

Leslie y su padre intercambiaron sus estupefactas miradas cuando él abrió la puerta en respuesta a su llamada. El estaba asombrado de su presencia, y ella se había quedado atónita ante el aspecto que ofrecía su padre. Llevaba una camisa azul marino y unos arrugados pantalones negros manchados de líneas blanquecinas y pequeños pegotes de algo que tal vez fuese cera. Sus blancos cabellos aparecían en desorden.

—Bien —dijo él—. Pasa. ¿Estás sola?

—Sí.

Pasó por delante de él y entró en el saloncito.

—Muebles nuevos —dijo.

—Los compré yo mismo. —Cogió su abrigo y lo colgó en el armario.

Durante unos embarazosos momentos, quedaron en pie el uno frente al otro.

—¿En qué estás trabajando? —preguntó ella, mirando de nuevo a las ropas que llevaba.

—¡Oh, Dios mío!

Dio media vuelta y se alejó apresuradamente en dirección a la cocina. Leslie le oyó abrir la puerta del sótano y bajar luego las escaleras. Le siguió.

Era un sótano cálido y seco, brillantemente iluminado, porque él había encendido todas las luces. En una enorme olla de hierro fundido relucían unas brillantes brasas, sobre las cuales había otro puchero lleno de algo espeso que hervía y burbujeaba.

—Tengo que vigilar esto —dijo—. Dejarlo desatendido es casi provocar un incendio.

De una bolsa de papel oscuro sacó un puñado de cabos de vela y los echó en el puchero pequeño. Contempló ansiosamente cómo se fundían y, luego, fue extrayendo los pabilos con una horquilla.

¿Senilidad?

Leslie se repitió la pregunta, sin dejar de mirarle atentamente.

«Desde luego, alguna especie de cambio de personalidad», se dijo.

—¿Qué haces con eso? —le preguntó.

—Fabrico cosas. Mis propias velas. Y otras cosas en moldes.

¿Quieres que te haga tus manos?

—Sí.

Complacido, usó dos hierros para sacar del fuego la cera fundida. Después, cogió un bote de vaselina del cajón de un armario y la miró atentamente mientras ella, siguiendo sus instrucciones, se untaba abundantemente las manos y los antebrazos con la viscosa gelatina. Entretanto, no dejaba de echar ansiosas miradas al puchero. Finalmente, movió la cabeza.

—Mételas dentro. Si se enfría demasiado, no se podría hacer.

Leslie titubeó mientras miraba a la cera caliente.

—¿No quemará?

Él movió la cabeza.

—Para eso es la vaselina. No dejaré que las tengas dentro el tiempo necesario para que te quemes.

Leslie hizo una profunda inspiración y hundió las manos en la cera. Las sacó al cabo de un momento y vio que tenía las manos recubiertas de gruesos guantes de cera. La cera estaba todavía muy caliente, pero sentía cómo se iba enfriando y endureciendo, al mismo tiempo que notaba el calor y la suavidad de la vaselina que se iba derritiendo, la más extraña combinación de encontradas sensaciones. Se preguntó cómo iba a quitarle de las manos aquella envoltura de cera sin romperla, empezó a reír entre dientes.

—Es tan impropio de todo esto… —dijo, y él sonrió.

—Supongo que sí. Cuando uno se hace viejo necesita hacer cosas extrañas.

Llenó de agua un cubo, utilizando alternativamente agua caliente y fría, mientras comprobaba la temperatura del agua del cubo con las puntas de los dedos.

—Deberíamos haber hecho esto juntos cuando yo tenía ocho años —dijo Leslie, buscando con sus ojos los de su padre—. Me habría encantado.

—Bueno… —Metió las manos en el cubo de agua y esperó ansiosamente—. La temperatura es muy importante. Si el agua está demasiado fría, la cera se rompe. Si está caliente, la cera se derrite.

El agua estaba templada. La cera adquirió la suficiente plasticidad como para que él pudiera estirársela en las muñecas, permitiéndole sacar las manos. Dio un tirón con la mano izquierda, y la cera se rasgó.

—Con cuidado —dijo él, enojado. Leslie retiró lentamente la mano derecha, y el guante de cera resultante era perfecto—. ¿Quieres hacer otra vez la izquierda? —preguntó su padre.

Pero Leslie denegó con la cabeza.

—Mañana —dijo.

Su padre asintió.

Dejaron el molde bueno endureciéndose en un cubo de agua fría.

—¿Cuánto tiempo vas a estar aquí? —preguntó él, mientras subían las escaleras.

—No lo sé —respondió Leslie. Entonces se dio cuenta de que no había cenado—. ¿Puedo tomar una taza de café, padre?

—Desde luego. Tendremos que hacérnosla nosotros mismos.

Hay una mujer que viene a preparar la cena y hacer la limpieza. El desayuno me lo preparo yo. Suelo comer fuera. —Se sentó en una silla de la cocina y la contempló mientras ella preparaba el café y las tostadas—. ¿Has reñido con tu marido?

—Nada de eso —respondió Leslie.

—Pero has tenido algún disgusto.

Leslie encontró tremendamente conmovedor que la comprendiera lo suficiente como para darse cuenta de ello; no lo había creído posible. Estaba a punto de decírselo cuando él volvió a hablar…

—Veo todos los días a personas afectadas por preocupaciones y disgustos.

Y se alegró de no haberlo hecho.

Su padre se echó un poco de sacarina en la taza de café que Leslie le sirvió y tomó un sorbo.

—¿Quieres hablar de ello conmigo?

—Creo que no.

—Estás en tu derecho.

Leslie sintió el primer impulso de ira.

—Podrías preguntarme qué tal están mi marido y mis hijos.

Tus nietos.

—¿Cómo está tu familia?

—Muy bien.

Guardaron silencio durante unos minutos, hasta que hubieron terminado el café y las tostadas y se encontraron sin nada más que hacer con las manos y la boca.

Ella probó de nuevo.

—Tendré que enseñarles a Max y a Rachel a hacer manos de cera —dijo—. Mejor todavía, tendré que traerles aquí para que tú les hagas una demostración.

—Excelente —dijo él, sin entusiasmo—. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que les vi? ¿Dos años?

—Dieciocho meses. Hace dos veranos. La última visita no fue una experiencia agradable para ellos, padre. Están muy encariñados con su otro abuelo. También podrían estarlo contigo, si tú les dejases. Les sorprendió oíros a los dos.

—Ese tipo —dijo su padre—. Todavía no comprendo cómo pudiste pensar que me alegraría recibirle en mi casa. No tenemos nada en común. Nada.

Leslie guardó silencio, recordando una tarde terrible en que se produjo el choque de dos encontradas personalidades.

—¿Puedo dormir en mi vieja habitación? —preguntó finalmente.

—No, no —respondió él—. Está llena de cartones y cosas.

Dormirás en el cuarto de los invitados. Procuramos que siempre tenga sábanas limpias.

—¿El cuarto de los invitados?

—El segundo de la izquierda al subir la escalera.

La habitación de su tía Sally.

—Hay toallas limpias en el armario —dijo su padre.

—Gracias.

—¿Tienes…, ah…, necesidad de ayuda espiritual?

«Toallas y ayuda espiritual dispensadas generosamente», pensó ella.

—No, gracias, padre.

—Nunca es demasiado tarde. Para nada. A través de Jesús. No importa cuánto tiempo ni hasta qué punto haya estado uno descarriado.

Leslie no dijo nada; hizo un pequeño ademán de súplica con la mano, tan pequeño que quizás él no lo vio.

—Aun ahora, después de todo este tiempo. No me importa cuánto tiempo lleves casada con él. No puedo creer que la muchacha que creció en esta casa fuera capaz de renunciar a Cristo.

—Buenas noches, padre —dijo ella, débilmente.

Se levantó y subió la escalera con su maleta. Encendió la luz, cerró tras de sí la puerta de la habitación y apoyó la espalda contra ella unos momentos. Paseó la mirada por la habitación, que recordaba de tantas noches en que se había introducido en la cama de tía Sally para dormir acurrucada contra su cuerpo de virgen reseca. Recordaba exactamente el contacto de su tía en sus brazos; incluso el ligero olor que emanaba de ella, olor a cuerpo y a rosas viejas, probablemente el aroma de un jabón perfumado que tía Sally usaba en secreto.

Se puso el camisón, preguntándose si todavía habría que encender el gas para disponer de la suficiente agua caliente para el baño, pero se sentía demasiado cansada para averiguarlo. Oyó a su padre subir la escalera y, luego, el sonido de su indecisa llamada en la puerta.

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