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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (54 page)

—¡Eh! —dijo una voz.

Un hombre se alzaba en la orilla, mirándole. Michael ignoraba cuánto tiempo hacía que estaba allí vigilándole.

—Hola —dijo.

El hombre vestía como un granjero, jersey azul desvaído, botas manchadas de leche y una camisa azul con manchas de sudor. La barba que le crecía en el rostro tenía el mismo color grisáceo que el maltratado sombrero que llevaba y que le estaba demasiado grande, de tal modo que el ala del mismo descansaba casi sobre sus orejas.

—Éste es terreno acotado —advirtió.

—Oh, lo siento —dijo Michael—. No he visto ningún cartel.

—Mala excusa. El cartel está bien visible. No está permitido cazar ni pescar en este terreno.

—Yo no estaba cazando ni pescando —arguyó Michael.

—Saque sus cochinos pies de mi arroyo antes de que le suelte los perros —amenazó el granjero—. Conozco a la gente de su calaña. No respetan la propiedad ajena. ¿Qué diablos está haciendo con sus malditos pantalones remangados, como un crío de cuatro años?

—He entrado en el bosque —dijo Michael—, porque quería vivir deliberadamente, enfrentarme sólo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que tenía que enseñar y no descubrir, en la hora de la muerte, que no había vivido.

Salió del riachuelo y se detuvo cerca del granjero para secarse lentamente los pies con su pañuelo, que, afortunadamente, estaba limpio. Luego, volvió a ponerse los calcetines y los zapatos y se bajó las perneras de los pantalones, que estaban completamente arrugadas. Echó a andar por el bosque, pensando en Thoreau y en lo que él habría dicho al granjero.

Cuando había recorrido la mitad del can1ino que le separaba de la carretera, empezó a llover. Continuó andando durante unos momentos y, luego, al arreciar la lluvia a medida que los árboles se distanciaban unos de otros, echó a correr. Hacía mucho tiempo que no corría, y, aunque no tardó en jadear y respirar con dificultad, siguió corriendo hasta que salió del bosque y tuvo que bajar la cabeza para no tropezar con un gran cartel que anunciaba al mundo que aquella tierra era propiedad de Joseph A. Wentworth, y que quienes transpusieran sus límites serían perseguidos por la ley. Jadeante y empapado, subió a su coche. Sentía una punzada en el costado, una pequeña palpitación en la boca del estómago y la impresión de que se había salvado por un pelo.

Tres noches después, él y Leslie asistieron a un seminario que se celebraba en la Universidad de Pensilvania. El coloquio versaba sobre La religión en la era nuclear y reunió a teólogos, científicos y filósofos en una atmósfera de prudente camaradería de la que surgieron respuestas a las cuestiones morales planteadas por la fisión nuclear. Max había quedado a cargo de una alumna de Wyndham que había accedido a pasar la noche en la casa. Así, pues, no tenían prisa por regresar. Después de la reunión, aceptaron la invitación de un rabino de Filadelfia para ir a tomar café a su casa.

Eran las dos de la madrugada cuando se acercaban en el coche a las proximidades de Wyndham.

Michael creía que Leslie estaba dormida. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, pero, de pronto, habló.

—Es como si todo el mundo se hubiese vuelto judío —dijo—. Sólo que, en vez de los hornos crematorios, nos enfrentamos ahora a la bomba.

Michael pensó en ello, pero no respondió. Conducía lentamente y, sin pensar en ello, trató de olvidar el problema de si Dios estaría allí Si el mundo se disolviera súbitamente en polvo atómico Era una noche serena, y una luna de agosto brillaba baja en el cielo como una rodaja de zanahoria. Permanecieron en silencio, y, al poco rato, ella empezó a canturrear. El no tenía ganas de volver a casa.

—Quieres ver el emplazamiento del templo?

—Sí —repuso ella, incorporándose al instante.

La asfaltada carretera que serpenteaba colina arriba se estrechaba, convirtiéndose en polvoriento sendero, a la mitad del camino, y desaparecía poco antes de llegar a los terrenos del templo. Condujo el coche hasta donde le fue posible, poco más allá de una casa, en la que la luz de uno de los dormitorios se encendió para apagarse luego al pasar el coche.

Ella se echó a reír, con un cierto deje de amargura.

—Deben de creer que somos amantes —dijo.

Michael detuvo el coche al final de la carretera, franquearon una valla, pasaron junto a la fantasmal sombra que proyectaba un montón de apiladas maderas y se encontraron en el terreno del templo. La luna proyectaba su acogedora luz, pero el suelo estaba resbaladizo por las hojas caídas en años pasados y presentaba una superficie irregular, por lo que ella tuvo que detenerse y quitarse los zapatos. Michael se metió uno en cada uno de los bolsillos de la chaqueta y la cogió de la mano. Vieron un sendero y lo siguieron lentamente; al poco rato, estaban en la cumbre de la colina. Él la levantó hasta una roca, y ella permaneció allí, en pie, con la mano apoyada en el hombro de su marido, contemplando el oscuro paisaje que se extendía a sus pies, sobre el que descendía la luz de la luna, como el escenario de un buen sueño. Leslie no dijo nada, pero su mano se cerró con fuerza sobre el hombro de Michael hasta hacerle daño. Y él la deseó como mujer por primera vez en muchos meses.

La hizo descender de la roca y la besó, sintiéndose joven. Y ella correspondió a su beso, hasta que vio lo que él estaba haciendo y le empujo hacia atrás.

—Tonto —dijo—, no somos chiquillos que necesiten adentrarse en los bosques en medio de la noche. Soy tu mujer, tenemos una amplia cama en casa y sitio de sobra para luchar desnudos, si es eso lo que quieres.

Pero no era eso lo que él quería. Luchó contra las manos de ella, que se agitaban rechazándole, primero riendo y, luego, repentinamente serio, hasta que ella dejó de resistir. Le cogió la cara entre las manos y le besó como una novia, deteniéndose sólo para hablarle en un susurro de la gente que estaba en la casa. Pero a su marido no le importaba nada.

Al principio, Leslie empezó a seguir las instrucciones del doctor Reisman, pero él la contuvo ásperamente.

—Esto no es para tener un hijo. Es para que tú y yo experimentemos un cambio —dijo.

Y se entregaron al amor a la sombra de la roca, sobre las crujientes hojas secas, dulcemente, pero como dos animales salvajes, como una pareja de patos, como leones. Después, ella volvió a ser su amada, su bebelé, su nena, su novia, la dorada muchacha para la que había cogido el gran pez.

Regresaron al coche con una cierta sensación de culpabilidad. Michael escudriñaba las oscuras ventanas de la casa en busca de posibles curiosos insomnes. Durante el viaje de vuelta, ella se mantuvo muy cerca de él. Cuando llegaron a la casa, Michael insistió en que se cepillaran concienzudamente antes de entrar; y estaba quitándole trocitos de hojas y ramitas del vestido, con los zapatos asomándole todavía de los bolsillos, cuando se encendió la luz de la puerta y la muchacha que se había quedado de niñera les dijo, temblorosa, que había creído que eran ladrones. Diez días después, Leslie se acercó a él y le pasó la mano por la nuca.

—Me ha faltado la regla —dijo.

—Se te habrá retrasado unos días. Suele ocurrir.

—La mía llega con toda puntualidad. Y me siento como la chica del «antes de» de los anuncios de vitaminas.

—Vas a coger un resfriado —dijo él con ternura.

Dos días después, por la mañana, las náuseas le hicieron entrar precipitadamente en el cuarto de baño para vomitar.

Cuando la hormona de su orina hizo a una rana de laboratorio tan viril como un toro en primavera, el doctor Reisman, lleno de júbilo, dio pleno crédito a su embarazo. A ellos no les importó.

42

Siete semanas después de que Kahners entrara en la ciudad como un paladín transportado por un negro Buick en vez de por un caballo blanco, el colector de fondos embaló sus cajas, embaucó a tres desconocidos para que las sacaran del edificio, aceptó un cheque por $1.938 dólares y desapareció de sus vidas.

La línea roja había alcanzado la parte superior del termómetro instalado frente al templo.

Doce familias habían renunciado a la calidad de miembros.

Trescientos cincuenta y un miembros habían firmado promesas de aportar sumas cuya cuantía oscilaba desde quinientos dólares hasta los cincuenta mil de Harold Elkins.

Paolo Di Napoli regresó de Roma con unos bellos bocetos al pastel que revelaban la influencia de Nervi y de Frank Lloyd Wright. El comité los aprobó inmediatamente.

En octubre, pesadas máquinas remontaron lentamente la colina en la que había de construirse el templo. Roturaron la roja tierra en grandes pedazos, derribaron árboles que tenían más de dos siglos de edad, arrancaron viejos tocones de sus profundos hoyos y removieron rocas que no habían cambiado de sitio desde que el último gran glaciar las había arrojado allí.

Para el día de Acción de Gracias, el suelo se había endurecido hasta el límite de congelación, y había caído la primera nevada. Las máquinas fueron llevadas al pie de la colina. El gran agujero abierto para la instalación de los cimientos quedó forrado de una blanca y delgada capa de nieve.

Un día, el rabino subió la colina llevando un atractivo letrero blanco y negro en el que se informaba que aquél era el solar del nuevo templo Emeth. El propio Michael lo había pintado y clavado. Pero el suelo estaba tan helado que le fue imposible hincar el palo en la dura tierra; decidió, pues, esperar a que llegara la primavera y de nuevo se lo llevó.

Pero volvió allí con frecuencia.

Guardaba en el coche sus botas de pesca y, a veces, cuando necesitaba estar absolutamente a solas con Dios, iba en automóvil hasta el pie de la colina, se ponía las botas de goma y subía hasta la cumbre, sentándose bajo la roca donde él y su mujer habían hecho el amor. Contemplaba la helada excavación y se dejaba mecer por el viento. Se veían en la nieve muchas huellas de conejos y de otros animales que no llegaba a identificar. Confiaba en que la construcción del templo no los ahuyentara. Siempre se hacía el propósito de llevarles comida la próxima vez que fuera allí, pero nunca llegó a hacerlo. Imaginaba una secreta congregación de seres peludos y alados que le miraban con ojos que relucían en la oscuridad mientras él predicaba la palabra de Dios, una especie de Francisco de Asís judío en Pensilvania.

Sobre la gran roca había un montículo de nieve que fue aumentando de volumen durante todo el invierno. Al aproximarse la primavera, empezó a achicarse en proporción inversa al crecimiento del vientre de su mujer, hasta que la nieve de la roca desapareció casi por completo y el vientre de Leslie quedó henchido y pleno, su milagro privado.

Siete días después de que hubiera desaparecido totalmente la nieve de la roca, los hombres y las máquinas regresaron a la cumbre de la colina para trabajar en el templo. Al principio, Michael se atormentaba al contemplar el lento y laborioso tendido de los cimientos, y recordaba la decepción del padre Campanelli cuando vio terminada su nueva iglesia de San Francisco. Pero desde el comienzo mismo resultó evidente que el templo sería un bello edificio y que él no quedaría defraudado.

Di Napoli había utilizado la dureza del hormigón para evocar el rudo esplendor de los antiguos templos. En el interior, las paredes eran de porosos ladrillos rojos, curvadas en el
Bemá
para favorecer la acústica. «Anime a sus fieles a pasar las manos a lo largo de estas paredes para ver cómo son —le dijo a Michael el arquitecto—. Esta clase de ladrillo necesita ser tocado para vivir».

Había diseñado reproducciones en cobre recubierto en oro de las Tablas de la Ley, que se elevaban sobre el arca, crudamente iluminadas contra el oscuro ladrillo por la llama eterna.

En el piso superior, las aulas de la escuela hebrea estaban pintadas en cálidos tonos apastelados, con salpicaduras, por doquier, de colores suaves. Las paredes exteriores de cada aula eran de vidrio deslizante para aprovechar mejor la luz y disfrutar de una mayor ventilación, con un enrejado exterior de finos bloques de hormigón para mantener a los niños dentro y evitar que entrara el resplandor del sol.

Un grupo de viejos pinos que se alzaba en las inmediaciones fue convertido en bosquecillo de meditación, y Di Napoli había diseñado una sukká permanente, que fue erigida detrás del edificio del templo, no lejos de la gran roca.

Harold Elkins, que estaba haciendo los preparativos para emprender una segunda luna de miel en el Mediterráneo con su mujer de cabellos castaños, anunció que había adquirido una obra de Chagall, que regalaría al templo.

Las mujeres de la hermandad femenina empezaron a hacer planes para una colecta independiente: recaudar dinero para un bronce de Lipchitz con destino al nuevo césped.

Tras un mínimo de educado regateo por ambas partes, el edificio del viejo templo fue vendido a los Caballeros de Colón por setenta y cinco mil dólares, y tanto el vendedor como el comprador terminaron las negociaciones altamente complacidos. La venta debería haber producido un superávit en los fondos del comité correspondiente, pero éste se vio obligado a enfrentarse con el hecho de que, aunque Archibald S. Kahners había reunido multitud de ofertas, el recibir los pagos que hiciese honor a tales promesas era cosa muy distinta. Las repetidas cartas cursadas al efecto obtuvieron escasa respuesta de los que no habían pagado enseguida.

Por fin, Sommers se volvió al rabino. Dio a Michael una lista de las familias que no habían dado cumplimiento a sus promesas o que no habían prometido nada en absoluto.

—Si usted quisiera visitarlas… —sugirió con delicadeza.

Michael se quedó mirando a la lista, como si le desconcertara.

Era muy larga.

—Yo soy un rabino, no un cobrador —dijo.

—Desde luego, desde luego. Pero usted podría incluir estos nombres en su programa de visitas pastorales, sólo para recordarles que el templo conoce su existencia. Una discreta insinuación.

Sommers, por su parte, hacía insinuaciones. Después de todo, Michael había escrito un artículo indicando que él había sido llamado a Emeth en calidad, sobre todo, de «rabino de edificación». Y ahora necesitaban su ayuda para convertir en realidad el edificio.

Guardó la lista.

El primer nombre que figuraba en ella era Samuel A. Abelson. Cuando visitó a los Abelson, encontró cuatro niños pequeños, dos de ellos con un fuerte resfriado. Vivían en un apartamento sin muebles. Su madre, de veintidós años, había sido abandonada por su marido tres semanas antes. Había muy pocos alimentos en la casa, que olía muy mal. Comunicó el nombre y la dirección al director de la agencia familiar judía, el cual prometió enviar una asistenta social aquella misma tarde.

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