En el exterior iba aumentando la luz; el sol se remontaba sobre la ciudad, y ella se sintió mejor. Abrió la ventana, se apoyó en el alféizar y contempló, allá abajo, cómo los neoyorquinos comenzaban a abarrotar las aceras. Había olvidado lo excitante que podía ser Manhattan, y sintió deseos de salir a verlo. Se vistió, bajó la escalera, desayunó en un restaurante y leyó The New York Times, simulando que tenía que acudir al trabajo en una oficina. Después de desayunar, bajó por la calle 42 hasta el viejo edificio, pero ya no estaba allí la revista. Buscó su dirección en la guía de teléfonos y vio que radicaba en la avenida Madison. Recordó entonces haber leído en alguna ocasión que se había trasladado. De todas formas, no trabajaba allí nadie a quien conociera lo suficiente como para ir a echar un vistazo.
Echó a andar, aspirando por la nariz y espirando por la boca, y viendo cosas. Pasaba lo mismo que en la universidad; edificios que recordaba habían desaparecido y otros nuevos habían sido construidos en su lugar.
Cuando llegó a la calle 60, torció automáticamente hacia el oeste. Mucho antes de llegar a la casa de huéspedes, ya la estaba buscando, preguntándose si la reconocería, y la reconoció al instante; los ladrillos estaban recién pintados, pero tenían la misma tonalidad de rojo. En la puerta había un letrero: Se alquilan habitaciones. Subió la escalera y llamó a la puerta del conserje, el cual la envió al apartamento 1B, donde vivía el propietario. Resultó ser un hombrecillo delgado, de edad madura, con una pecosa cabeza calva y un bigote gris de aspecto sucio, cuyas guías mordía con las comisuras de la boca.
—¿Puedo ver un apartamento? —preguntó Leslie.
La condujo escaleras arriba. Al llegar al segundo piso, ella le preguntó si estaba libre el 2C, pero él le dijo que no.
—¿Por qué tiene interés en el 2C? —preguntó, mirándola a los ojos por primera vez.
—Viví en él hace mucho tiempo —respondió ella.
—Oh.
El hombre continuó subiendo la escalera, y ella le siguió.
—Puedo darle una habitación en el tercero. Exactamente igual que la 2C.
—¿Qué fue de la mujer que tuve aquí de patrona? —preguntó.
—¿Cómo se llamaba?
Pero ella no lo recordaba.
—No lo sé —repuso el hombre con indiferencia—. Compré esta casa hace cuatro años a un individuo llamado Prentiss. Tiene una imprenta en alguna parte de la ciudad.
La había llevado a lo largo del pasillo; las paredes estaban todavía pintadas de aquel color marrón oscuro, increíblemente feo.
Leslie había decidido pasar el resto de la semana hospedada allí y pensando en cómo era cuando había vivido antes en la misma casa, pero, al abrir la puerta y ver la suciedad y la incomodidad, se sintió anonadada. Fingió examinar la habitación, preguntándose cómo había podido soportar nunca tanta fealdad.
—Lo pensaré y ya volveré más adelante —dijo por fin.
Pero fue un error; debía haberle preguntado el precio antes de decirle aquello.
—Es usted una mujer remilgada —dijo él, mordiéndose el bigote.
Ella se despidió y, sin esperarle, bajó rápidamente las escaleras y salió del edificio.
Almorzó en un restaurante especializado en mariscos, donde tomó camarones y cerveza negra, y pasó la tarde en el Museo de Arte Moderno, pensando con regocijado desprecio en el hombre de la Universidad de Wellesley. Cenó en un pequeño restaurante francés y, después, fue a presenciar una picaresca comedia musical. Aquella noche, la pareja a la que ella denominaba mentalmente «los de la luna de miel», estaba de nuevo allí. Esta vez, el hombre pronunciaba rápidas palabras en voz baja, mientras la mujer continuaba con sus grititos, pero Leslie no pudo entenderlas.
El día siguiente lo pasó en el Museo Metropolitano de Arte y en el Guggenheim. El otro día, se dedicó a vagabundear por las salas de exposiciones. Pagó sesenta dólares por un cuadro pintado por un hombre llamado Leonard Gorletz. No había oído jamás ese nombre, pero quería el cuadro para regalárselo a Michael. Era el retrato de una niña con un gato. La niña tenía el pelo negro y no se parecía a Rachel, pero podía sentirse la clase de vulnerable felicidad de Rachel cuando se la miraba como ella estaba mirando al gato. Leslie estaba segura de que a Michael le gustaría el cuadro.
A la mañana siguiente vio a «los de la luna de miel». Estaba dándose unos toquecitos finales con el peine antes de bajar a desayunar, cuando oyó abrirse su puerta y, luego, cerrarse, y el sonido de sus voces. Dejó caer el peine, cogió el bolso y salió tras ellos. Quedó muy decepcionada al verles. Había imaginado que serían hermosos animales. El hombre era regordete y de aspecto blando, con caspa sobre el cuello de su traje azul, y la mujer era delgada y nerviosa, con un rostro afilado como el pico de un gorrión. Sin embargo, mientras bajaban juntos en el ascensor, Leslie no dejó de echarle furtivas miradas de admiración recordando la notable amplitud de registros de su voz de soprano.
Dedicó los dos días siguientes a hacer compras. Adquirió varias cosas que necesitaba y contempló en los escaparates muchas cosas que no deseaba, pero que eran agradables de mirar. En Lord Taylor compró una falda inglesa de mezclilla para Rachel y un grueso suéter de casimir azul para Max en Weber Hailbroner.
Pero, aquella noche, las cosas experimentaron un sutil cambio. No podía dormir, y estaba ya harta de las cuatro pequeñas paredes de la habitación del hotel. Era el sexto día, y quizá había llegado ya a saturarse subconscientemente de Nueva York. Para colmo, no se oían ya los apasionados sonidos de los enamorados; se habían marchado del hotel y la habían abandonado. En su lugar, había alguien que gargarizaba y accionaba continuamente la bomba del retrete, usaba maquinilla de afeitar eléctrica y ponía muy alto el aparato de televisión.
A primera hora de la mañana, empezó a llover, y se quedó hasta tarde en la cama, medio dormida, hasta que el hambre la hizo saltar de ella. Consumió toda la lluviosa tarde en un lugar llamado Ronald’s, una especie de Playboy Club para madres de familia, situado en Columbus Circle, donde las clientas, vestidas con túnicas multicolores, pasaban de la sauna a la masajista y a la peluquera. Se coció a 85 grados mientras los Boston Pops interpretaban Fiddle Faddle y, luego, una marquesa de Sade de musculosos dedos la amasó, la abofeteó y la pellizcó. Una muchacha llamada Theresa le aplicó un champú. Mientras una crema rosada empapaba sus poros faciales, una muchacha llamada Hélene le hacía la manicura, al mismo tiempo que otra muchacha, llamada Doris, le arreglaba las uñas de los pies.
Cuando salió del salón, había amainado la lluvia, pero seguía cayendo una ligera llovizna. Las luces de Broadway rielaban sobre las carrocerías de los automóviles y la superficie de la calle. Abrió el paraguas y echó a andar por la ciudad, sintiéndose descansada y muy atractiva. La cuestión vital era dónde iría a cenar. Su estado de ánimo le pedía un restaurante elegante, pero, de pronto, cambió de opinión; le parecía estúpido estar esperando a ser colocada en una mesa y pedir una gran comida para ella sola. Se detuvo bajo una parpadeante barra de neón y atisbó a través del mojado escaparate a un cocinero de gorro blanco que estaba echando una montaña de huevos amarillos en una sartén. Estaba tratando de decidir si entraba o no. Por fin, anduvo media manzana más y entró en Horn Hardartés, un restaurante de autoservicio. Cambió en moneda suelta un billete de dólar y recogió zumo de tomate, un plato de verduras, bollos Parker House y fruta. La cafetería estaba abarrotada. Pasó junto a una mesa tras otra hasta llegar a una de dos sillas ocupada por un hombre gordo de rostro parecido al de Stubby Kaye, que leía el Daily News sobre su taza de café, con la cartera de mano apoyada contra las piernas. Leslie dejó sobre la mesa el contenido de la bandeja y depositó ésta en la carretilla de un botones que pasaba en aquel momento. Luego, se dio cuenta de que había olvidado el café. La máquina expendedora de café estaba sólo a unos pasos de distancia; fue hasta ella, cogió una taza demasiado llena y la llevó cuidadosamente a la mesa.
Alguien había dejado una hoja de papel apoyada contra su vaso de jugo de tomate.
La cogió y leyó las letras, escritas a multicopista, del título:
EL VERDADERO ENEMIGO.
Empezó a leer mientras bebía el zumo de tomate.
El verdadero enemigo con que se enfrenta América en la actualidad es la conspiración judeocomunista para sojuzgarnos diluyendo nuestra raza blanca cristiana con la sangre de una raza negra inferior y caníbal.
Los judíos han controlado durante largo tiempo nuestros bancos y nuestros medios de propaganda a través de las maquinaciones de sus organizaciones económicas internacionales. Ahora, han puesto sus astutos ojos en la educación, para someter a un lavado de cerebro a nuestros hijos, en una época de su vida en que sus mentes son sumamente maleables.
¿Qué quiere usted para sus hijos?
—¿Conoce el número de comunistas que ocupan puestos de enseñanza en las escuelas públicas de Manhattan?
Dejó caer la hoja sobre la mesa.
—¿Es suyo esto? —preguntó al hombre gordo.
Él la miró por primera vez.
Ella cogió la hoja y se la tendió.
—¿Ha visto a alguien dejar esto?
—Señora, yo estaba leyendo el periódico. Jesús.
Cogió su cartera y se marchó. Una correa de la cartera estaba suelta. ¿lo había estado antes? Trató de recordar, pero no pudo. Miró a las personas sentadas en las mesas vecinas. Todas ellas comían con rostros inexpresivos, sin fijarse en ella. Cualquiera podía haber dejado caer la hoja.
«¿Por qué? —preguntó silenciosamente, hablando al desconocido rostro—. ¿Qué queréis? ¿Qué ganáis? Desapareced y dejadnos en paz. Id al bosque a celebrar misas negras a medianoche. Envenenad perros. Estrangulad pequeños animales peludos. Penetrad en el mar. O mejor, caed en un agujero y dejad que la limpia tierra se cierre sobre vosotros.
—¿Qué quiere para sus hijos?
—En primer lugar, quiero que tengan sitio para respirar —pensó—. Sólo respirar.
—Pero no se lo proporcionas ocultándote en la habitación de un hotel —se dijo a sí misma—. Empieza por volver a casa».
Pero se dio cuenta de que le quedaba por hacer una cosa muy importante. No había semejanza alguna entre su padre y la persona que había escrito aquella ponzoña. Tenía que mirar a los ojos de su padre y responder a la pregunta que él le había formulado de forma que le hiciera comprender.
A la mañana siguiente, en el tren, trató de recordar cuándo le había regalado algo por última vez a su padre, y sintió el deseo de hacerle un obsequio. Cuando el tren se detuvo en Hartford, se apeó y compró un libro de Reinhold Niebuhr. En el taxi, cuando se dirigía a la calle de Elm, vio por la fecha de impresión que había sido editado hacía varios años, y supuso que su padre ya lo habría leído.
En la parroquia, nadie respondió a su llamada, pero la puerta estaba abierta.
—¡Eh! —gritó.
Un hombre ya anciano salió de la biblioteca de su padre con una carpeta y una pluma en la mano. Tenía una cabellera blanca y leonina y erizadas cejas grises.
—¿Está aquí el señor Rawlins? —preguntó ella.
—¿Aquí? No. Ah… ¿No sabe? —le apoyó la mano en el brazo—. Hija mía, el señor Rawlins ha muerto.
—Vamos, vamos —prosiguió, con voz preocupada.
Ella oyó el ruido del libro al chocar contra el suelo y sintió que el hombre la llevaba a una silla.
Un tanto sorprendentemente, a los pocos minutos la dejó. Le oyó moverse por la parte trasera de la casa. Se levantó, se acercó a la chimenea y vio sobre la repisa una reproducción en escayola de su mano derecha.
Debió de utilizar la cera como molde, pensó. El hombre volvió con dos tazas de humeante té, y bebieron los dos lentamente; estaba muy bueno.
Se llamaba Wilson. Era un sacerdote jubilado y estaba ordenado los papeles de su padre.
—Es la clase de trabajo que dan a un viejo —dijo—. Debo decir que en este caso no se trata de una tarea.
—Era muy ordenado —dijo ella.
Se recostó en la silla, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. La había dejado sola de nuevo. Pero, al poco rato, él le preguntó si quería que la acompañase al cementerio.
—Sí, por favor —repuso Leslie.
Cuando llegaron, él le indicó el lugar en que se hallaba la tumba, pero aguardó en el coche, cosa que ella le agradeció.
Se notaba la tierra todavía recién removida.
Permaneció allí, mirándola y tratando de pensar en algo que decir que le hiciera saber a su padre cuánto le había querido a pesar de todo.
Le parecía oír el sonido de su voz entonando un himno, y cantó con él en silencio.
Mora conmigo; raudo desciende el ocaso;
se espesan las tinieblas; Señor, mora conmigo
cuando otros auxiliadores fracasan y no hay consuelo,
auxilio del desvalido, mora conmigo.
En el cuarto versículo le empezó a temblar la voz.
Levanta tu cruz ante mis cerrados ojos;
resplandece a través de las tinieblas
y muéstrame el firmamento.
Ya apunta la mañana de los cielos
y se esfuman las vanas sombras de la tierra.
En la vida, en la muerte, oh, Señor, mora conmigo.
Lo cantó entero; ése había sido el regalo. Luego, aunque era demasiado tarde para hacerle comprender, respondió a la pregunta con las oraciones que había estado rezando por su madre durante dieciocho años.
—
Yisgadal veyiskadash shamay raba, beolemo deebro hiréusay, veyamleeh malehusay…
La noche anterior se había acostado con una temperatura de diez grados bajo cero, pero, al despertarse por la mañana, se había producido uno de los deshielos clásicos de Nueva Inglaterra. Al cruzar en coche la ciudad, las cunetas estaban convertidas en arroyos y el suelo, a través de la nieve, presentaba manchas oscuras que semejaban agujeros de una manta.
En el templo, se reunieron a duras penas nueve hombres, uno a uno. Finalmente, tuvo que llamar a Benny Jacobs, presidente de la hermandad, y le pidió que fuera a completar el
Minyán
como un favor especial al rabino. Como siempre, Jacobs fue. Era la clase de persona que le hacía fácil a un hombre el ser rabino, pensó Michael. Cuando trató de darle las gracias después del servicio, Jacobs rechazó con un gesto sus palabras de agradecimiento.