Decidió no decir nada a Max y Rachel. El jueves, después del Shajarit, cogió el coche y se dirigió solo a Hatford.
Dos policías uniformados ordenaban el aparcamiento. Dentro de la iglesia, vibraban suaves himnos en el órgano, y casi todos los bancos estaban llenos.
Recorrió lentamente los pasillos que quedaban entre las filas de bancos, pero si Leslie estaba allí él no la vio. Finalmente, ocupó un asiento —uno de los pocos que quedaban libres— en la penúltima fila, junto al pasillo, desde donde podría verla si llegaba con retraso.
Vio con alivio que el ataúd, cubierto de flores, estaba cerrado.
En los dos asientos contiguos al suyo, una mujer de cierta edad estaba hablando de su difunto suegro con otra más joven que se parecía notablemente a ella. Se dio cuenta enseguida de que eran madre e hija.
—Bien sabe Dios que no era perfecto. Pero durante más de cuarenta años ha desempeñado aquí su ministerio. Deberías haber ido a la casa mortuoria. Creo que puedes dejar a Frank solo una tarde.
—No me gusta ver muertos —replicó la hija.
—No te habrías dado cuenta de que estaba muerto. Tenía un aspecto distinguido, elegante. Su rostro no parecía maquillado ni nada. Nunca te habrías dado cuenta.
—Me habría dado cuenta —dijo la hija.
Aparecieron los clérigos. Uno era joven, otro, viejo, y el tercero, de una edad intermedia.
—Tres —murmuró roncamente la hija, mientras se ponían en pie para la invocación—. El señor Wilson, retirado, y el señor Lovejov, de la Primera Iglesia. Pero, ¿Quién es el joven?
—Han dicho que es de la Iglesia Peregrina, de New Haven. He olvidado el nombre.
El clérigo de edad intermedia recitó la invocación. Su voz era pastosa y bien modulada, una voz acostumbrada a flotar sobre cabezas inclinadas.
Un himno: «Oh, Dios, nuestra ayuda en los tiempos pasados». Las voces se elevaban a su alrededor.
La madre cantó sólo unos cuantos versos con cansado graznido. La hija tenía una dulce voz de soprano, sólo ligeramente desafinada.
Una cosa pido a Yahvé, y ésa procuro; habitar en la casa de Yahvé todos los días de mi vida…
Salmo 27. «Nuestro», pensó Michael, reconociendo que su orgullo era absurdo.
Los días del hombre son como la hierba; como flor del campo, así florece; pues sopla sobre ella el viento, y ya no es más, ni se sabe siquiera dónde estuvo…
Alzo mis ojos a los montes. ¿De dónde me ha de venir el socorro? Mi socorro ha de venirme de Yahvé, el Hacedor de los cielos y de la Tierra…
Salmo 103 y Salmo 121. ¿En cuántos funerales los había recitado el mismo?
Pero alguno preguntará: «¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?» ¡Necio! Lo que tu siembras no nace si no muere. Y lo que siembras no es el cuerpo que ha de nacer, sino una simple simiente, de trigo, por ejemplo, o de algún otro grano. Pero Dios le da un cuerpo según ha querido, y a cada clase de semilla su cuerpo propio…
«Nuevo Testamento, ahora. Si tuviera que adivinar, diría la primera epístola a los corintios». A su lado, la mujer mayor se revolvió en el asiento, pasando el peso de su cuerpo de la nalga derecha a la izquierda.
En la casa de mi padre hay muchas moradas; si no fuera así, os habría dicho que voy a preparar un lugar para vosotros? Y, cuando me haya ido y os haya preparado el lugar, de nuevo volveré y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros. Y vosotros conocéis el camino del lugar adonde yo voy…
El clérigo de edad madura pronunció el panegírico del fallecido, y dio las gracias a Dios por la promesa de vida eterna y por el hecho de que el difunto reverendo Rawlins hubiese trabajado en su favor y en favor de la comunidad entera de almas.
Luego, volvieron a ponerse en pie y cantaron otro himno. «Por todos los santos que descansan de sus trabajos». Las voces se elevaban y descendían en torno a Michael, quien comprendió lo que había sentido Rachel en la escuela durante el canto de los villancicos.
El clérigo anciano dio la bendición, empezó a tocar el órgano y la muchedumbre confluyó en los pasillos, dirigiéndose hacia las puertas de salida. Michael permaneció en pie, buscando en vano a Leslie, hasta que hubieron salido todos los asistentes y quedaron sólo los componentes del duelo en torno al féretro; luego, salió, entornando los ojos para protegerlos del sol invernal. No sabía dónde estaba el cementerio Érase, pero subió a su coche, aguardó unos momentos y se agregó a la fila de vehículos, bastante por detrás del coche fúnebre, que era un Packard negro, de brillante carrocería ligeramente salpicada de barro.
A ambos lados de la calle había montones de nieve sucia apilada a lo largo de las cunetas. El cortejo fúnebre atravesó lentamente la ciudad, entorpeciendo el tráfico a todo lo largo de su ruta.
Dos coches detrás de Michael, un conductor desistió y se salió de la fila. Era un Chevrolet blanco azul. Al pasar junto a él, la divisó fugazmente, sentada en el asiento delantero, medio vuelta de espaldas y hablando con el joven que estaba al volante: el pequeño sombrero le era desconocido, pero no los bronceados cabellos, ni el abrigo azul, ni la forma en que ella inclinaba la cabeza.
—¡Leslie! —gritó.
Bajó la ventanilla y la volvió a llamar.
El coche torció a la izquierda en la esquina siguiente. Cuando él logró sacar su coche de la fila y torcer a su vez a la izquierda, no se le veía ya por ninguna parte. Dejó atrás una furgoneta, rozando casi con sus ruedas la cuneta, adelantó velozmente a un autobús y fue detenido por la luz roja de un semáforo en el cruce con una ancha avenida.
El coche azul y blanco había dado la vuelta allí. Lo vio a dos manzanas de distancia, empezando a moverse mientras la luz roja cambiaba a verde.
No se atrevió a saltarse su luz roja; el tráfico era muy denso.
Cuando la luz cambió, dio la vuelta a la esquina sobre dos ruedas, como un alocado adolescente. Había una pequeña cuesta, y no divisó al otro coche hasta que llegó a la cima. Lo vio entonces girar a la izquierda, y, cuando él llegó a aquella esquina, torció por la bocacalle y se lanzó a toda velocidad, más de prisa de lo que había conducido nunca por la ciudad, serpenteando entre el tráfico.
Cuatro o cinco manzanas más abajo, tuvo suerte; estaban detenidos por otro disco rojo, y frenó en seco tres coches detrás de ellos.
—¡Leslie! —gritó, mientras bajaba.
Corrió hacia su coche y golpeó la ventanilla con la mano.
Pero, cuando ella se volvió, vio que no era su cara. Tampoco era su abrigo, de corte distinto y tono diferente, con grandes botones dorados, cuando los de Leslie eran más pequeños y negros. La mujer bajó el cristal de la ventanilla. Ella y el hombre se le quedaron mirando. No dijeron nada.
—Perdone —dijo él—. Creí que era usted otra persona.
Volvió a su coche y subió a él en el preciso momento en que se encendía la luz verde. El Chevrolet azul y blanco continuó en línea recta, y Michael hizo girar en redondo su coche. Regresó lentamente por el camino que había seguido, tratando de rehacer la ruta, pero, cuando hubo dado todas las vueltas, no vio ni rastro del cortejo fúnebre.
Sin embargo, no tardó en llegar a un cementerio, y atravesó con el coche las abiertas puertas de la verja.
Era un cementerio grande que se extendía en bloques cercados por una maraña de carreteras. Enfiló una de ellas, y cambió luego de dirección, tratando de divisar el funeral. Las carreteras eran de tierra cubierta de arena.
Pero no se veían más que tumbas; ni una sola persona.
Luego, divisó un Mogen Doved. Y, luego, otro. Redujo la velocidad del coche y leyó algunas de las inscripciones.
Israel Salitsk, 2 Feb. 1895-23 Jun. 1947.
Jacob Epstein, 3 Sep. 1901-7 Sep. 1962.
Bessie Kahn, 17 Ag. 1897-12 Feb. 1960. Una buena madre.
«Oh, te has equivocado de cementerio».
Paró el coche. Sentía deseos de desistir y volverse a casa. Pero, ¿Y si ella estaba allí, junto a la tumba?
Avanzó durante otro bloque más de tumbas. Vio a un anciano que estaba sentado en una silla metálica plegable junto a una de las tumbas, envuelto en un largo abrigo marrón y con un gorro de punto sobre las orejas. Michael detuvo el coche a su lado.
—Ah, guten Tag.
El hombre movió la cabeza, mirándole escrutadoramente por encima de sus gafas de montura de concha apoyadas en la punta de la nariz.
—Cementerio Érase. ¿Cómo podría llegar hasta allí?
—El de los skotzim es el de al lado. Éste es
Bené Berit
.
—¿Hay una puerta que comunique los dos?
Se encogió de hombros, señalando con el dedo hacia delante.
—Tal vez al final.
Se sopló las manos desnudas.
Michael vaciló. ¿Por qué estaba el anciano sentado allí, junto a la tumba? No se decidió a preguntárselo. Tenía los guantes junto a él, en el asiento del coche. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, los cogió y se los tendió por la ventanilla.
El anciano le miró con suspicacia. Finalmente, los cogió y se los puso.
—Mañana hará más calor —dijo Michael, furioso consigo mismo.
—Gott Sedahnken.
Puso el coche en marcha. Había tumbas a ambos lados de la carretera en toda la extensión que alcanzaba la vista; era un ilimitado mundo de tumbas; se sentía como una especie de maléak hamávet de la era del motor, el ángel de la muerte.
Llegó al final del cementerio. Había un camino junto a la verja. Quince metros más allá de ésta, vio a los asistentes al funeral, de pie con las cabezas inclinadas, disponiéndose a enterrar a su suegro.
Detuvo el coche. No parecía haber ninguna puerta. ¿Necesitaban una verja inexpugnable para impedir la mezcla del polvo y de las almas?, se preguntó enfurecido.
Estaba seguro de que, si daba la vuelta al coche y deshacía todo el camino recorrido por el cementerio
Bené Berit
y cruzaba la puerta del cementerio Érase, el funeral habría terminado ya cuando él llegara.
Condujo el coche a lo largo del camino que corría junto a la verja. Al otro lado, había tumbas y algún que otro mausoleo. Detuvo el coche tan cerca de la verja como pudo, junto a una impresionante cripta de granito, y se apeó. El funeral quedaba oculto por los monumentos y una pequeña elevación del terreno. Se subió al motor del coche y, luego, al techo del mismo, desde donde le era posible izarse hasta la parte superior de la verja. Las romas puntas de metal le lastimaron el cuerpo a través de la ropa.
Había nieve sobre el tejado de la cripta. Caminó sobre ella hasta el otro lado y miró pensativamente por el borde. El suelo estaba a unos dos metros y medio de distancia. Pero no parecía haber otra forma de bajar.
¡Zas!
Aterrizó torpemente, como un tronco derribado; sus tacones resbalaron en la suave nieve y cayó de espaldas. Al abrir los ojos, vio detrás de él y por encima de su cabeza la inscripción que aparecía grabada en la piedra de la tumba.
(…)
Parecía que no se había roto nada. Se levantó y trató de sacudirse la nieve de la ropa. Frías partículas se le habían escurrido por el cuello.
—Perdonen —dijo a los Buffington.
No había ningún sendero, bajo la espesa capa de nieve, hasta el camino existente dentro del cementerio. Se le introdujo más nieve dentro de los zapatos y en los dobladillos de los pantalones; luego, pudo avanzar por el camino hasta el lugar donde se celebraba el funeral.
Se detuvo detrás de la multitud. Había mucha gente. Sin duda, ella estaría junto a la tumba. Se abrió paso hacia delante.
—Perdón… Dispense…
Una mujer se le quedó mirando.
—Miembro de la familia —murmuró él.
Pero la gente estaba demasiado apiñada y le fue imposible abrirse paso.
Oyó al clérigo recitar la bendición.
«La paz de Dios, que sobrepasa toda comprensión, guarde vuestros corazones y vuestras mentes en el conocimiento y en el amor de Dios, y de su hijo Jesucristo, nuestro Señor. Y la bendición de Dios Omnipotente. Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros y permanezca con vosotros siempre. Amén».
Pero no pudo ver cuál de los tres clérigos era, ni a nadie de los que estaban junto a la tumba, y comprendió que habría dado lo mismo que se quedase en el cementerio
Bené Berit
.
Se imaginó súbitamente a sí mismo metiendo la nariz entre los hierros de la verja, contemplando el funeral, un miembro del duelo igual a los demás pero separado de ellos; y, contra su voluntad y pese al horror que ello le inspiraba, sintió como si una burbuja de gas se estuviera formando en su interior: un deseo de reír, una incontrolable excitación a la risa, una necesidad de desatarse en carcajadas, mientras, a sólo unos pies de distancia, su suegro estaba a punto de ser depositado en su tumba. Se clavó las uñas en la palma de la mano, pero las cabezas que tenía delante empezaron a moverse, y pudo ver que el clérigo era el más joven. No había junto a él nadie que Michael conociese.
«Oh, Dios —clamó en silencio.
—Leslie, ¿Dónde estás?».
Cuando bajó del tren en la Grana Central Station, se dirigió directamente al hotel y alquiló una habitación que era más pequeña que la que había ocupado en la YWCA de Woodborough, y no tan limpia, con platos y vasos usados por todas partes y toallas sucias en el cuarto de baño. El botones dijo que llamaría a alguien para que lo pusiera todo en orden. Pero al cabo de casi una hora aún no había aparecido nadie. Harta de la confusión que reinaba, llamó al gerente y le dijo que por catorce dólares y sesenta centavos al día tenía derecho a una habitación limpia. Inmediatamente, llegó una doncella.
Cenó sola en la cafetería Hector’s, frente a Radio City. Todavía era un lugar decente para comer a solas. Mientras tomaba el postre, un hombre trató de entablar conversación con ella. Era un hombre educado, sin nada repulsivo en su aspecto, aunque, probablemente, un poco más joven que ella, pero ella le ignoró hasta que hubo acabado su pastel de chocolate y, luego, se marchó. Él empezó a seguirla, y ella perdió la paciencia. Había un policía sentado a una mesa cerca de la puerta, mojando un buñuelo en su café, y ella se detuvo a su lado y le preguntó la hora, mirando al hombre por encima del hombro. Este dio media vuelta y subió apresuradamente las escaleras que conducían al segundo piso del restaurante.
Volvió al hotel, todavía furiosa, pero conscientemente halagada, y se acostó temprano. Las paredes eran muy delgadas, y en la habitación contigua oyó cómo hacía el amor una pareja. La mujer era muy ruidosa y emitía constantemente pequeños y agudos grititos. El hombre no producía ningún sonido, pero se oía el ruido de la mujer y de la cama, y a Leslie le costó dormirse. Cuando, por fin, logró conciliar el sueño, próxima ya la mañana, fue por muy poco tiempo; los ruidos la despertaron de nuevo a eso de las cinco, y no pudo hacer nada más que escuchar.