El siguiente nombre era el de Melvin Burack, un vendedor de tejidos al por mayor, que en el momento de la visita de Michael se encontraba de viaje en uno de los tres coches de la familia. Mientras tomaba el té con el rabino en la sala de estar de estilo español, Moira Burack prometió no volver a olvidarse de enviar el cheque al templo.
No resultaba tan malo como había temido. Ni siquiera el séptimo nombre de su lista: Berman, Sanford. June le sirvió café con pastas; Sandy Berman le escuchó y, luego, le pidió una cita con el comité de penuria para conseguir un arreglo que le permitiera matricular a sus hijos en la escuela hebrea.
Lo que para Michael desequilibró la balanza fue que, unos días después, June y Sandy Berman, al verle, cruzaron de acera para evitar encontrarse con él.
No fue un fenómeno aislado. Si algunos de los otros no cambiaban de acera al divisar a su rabino, tampoco llenaban el aire de gritos de alegría cuando se apresuraban a saludarle.
Observó que cada vez iba recibiendo menos llamadas de su congregación en demanda de ayuda espiritual en momentos de crisis personal.
Comenzó a sentarse por las tardes en el todavía inconcluso templo, preguntando a Dios qué podía hacer, rezando, mientras el olor a cal húmeda y a cemento fresco llenaba su nariz. Por encima de él, los obreros dejaban caer ladrillos, rompían botellas de vino, maldecían entre sí y se contaban chistes verdes, creyendo que se encontraban solos en el templo.
Dos días después de la consagración del templo Emeth, el 18 de mayo, Felix Sommers sugirió que Michael preparase un discurso para pronunciarlo en una champagne party que iba a celebrarse antes de que empezaran las vacaciones de verano. Su finalidad sería asegurar promesas tempranas para las donaciones anuales de «
Kol Nidré
», cuya colecta se verificaría en el otoño. El templo necesitaba todo el dinero de
Kol Nidré
que pudiese obtener para hacer frente a los pagos hipotecarios que tenía que realizar en el banco, explicó Felix.
Mientras Michael estaba pensando en ello, sonó el teléfono.
—¿Michael? —dijo Leslie—. He empezado.
Masculló una despedida a Felix, fue a casa en el coche y la recogió. Había bastante tráfico en las salidas de los terrenos de la universidad, pero en las carreteras que conducían al hospital se circulaba con desahogo. Cuando llegaron, Leslie estaba pálida, pero sonriente.
La niña nació casi tan rápidamente como lo había hecho su hermano, ocho años antes: menos de tres horas después del primer dolor fuerte. La sala de espera estaba demasiado cerca de la sala de partos, de modo que, de vez en cuando, cuando una enfermera empujaba las oscilantes puertas situadas al extremo del pasillo, Michael podía oír los gritos y los gemidos de las mujeres, seguro de que reconocía entre ellos los gritos de Leslie.
A las cinco y veintiocho, entró el tocólogo en la sala de espera y le dijo que Leslie había dado a luz una niña que pesaba tres kilos y doscientos gramos. El médico le invitó a pasar a la cafetería del hospital.
Se sentaron a tomar café, y el doctor le explicó que la cabeza de la criatura se había hundido a través de la pared del cuello del útero, exactamente en el momento en que se hallaba dilatado al máximo por la mecánica del parto. El desgarrón había afectado también a una arteria, por lo que se habían visto obligados a practicar una histerotomía en cuanto la criatura hubo salido de su cuerpo y hubieron dominado la hemorragia.
Al poco rato, Michael se levantó y fue a sentarse a los pies de la cama de Leslie. Ésta tenía los ojos cerrados y azules los labios, pero no tardó en abrirlos.
—¿Es guapa? —le preguntó con un hilo de voz.
—Sí —respondió él, aunque, en su preocupación, no la había mirado, aceptando la palabra del doctor de que la niña se encontraba perfectamente.
—No tendremos más.
—No necesitamos más. Tenemos un hijo y una hija, y nos tenemos el uno al otro.
Le besó los dedos y sostuvo su mano entre las suyas hasta que se quedó dormida. Luego, fue a ver por vez primera a su hija. Era mucho más guapa de lo que había sido Max en el momento de nacer. Y tenía mucho pelo.
Volvió a casa con una caja de pasteles para la niñera, besó a Max dándole las buenas noches y, bajo un chaparrón de primavera, se dirigió en coche al templo, donde permaneció hasta la mañana siguiente; sentado, en la tercera fila, en una de las cómodas sillas tapizadas de espuma. Pensó en las cosas que en otro tiempo había querido hacer y en las cosas que había hecho con su vida, y pensó mucho en Leslie y en él mismo, y en Max y en la niña. En medio de sus conversaciones con Dios, descubrió que, aunque el templo tenía sólo unas cuantas semanas, un ratón jugueteaba sobre el
Bemá
cuando el edificio estaba en absoluto silencio.
A las seis menos veinticinco, salió del templo y se fue a casa, donde se dio una ducha, se afeitó y se cambió de ropa. Se encaminó a casa de Felix Sommers cuando éste estaba desayunando, y aceptó una mazal tob y una taza de café; luego, se dio cuenta de que estaba hambriento y aceptó un verdadero almuerzo. Por encima del plato de huevos revueltos, dijo a Felix que iba a dimitir.
—¿lo ha pensado bien? ¿Está absolutamente seguro? —preguntó Felix, sirviendo el café.
Y aunque Michael lo estaba, su ego sufrió un poco al ver que Sommers ni siquiera simulaba que tuviera interés en que se volviera atrás en su decisión.
Dijo que se quedaría hasta que se le hubiese encontrado un sustituto.
—Deberían contratar a dos personas —aconsejó—. Un rabino y alguien más, probablemente un lego, tal vez un voluntario. Con experiencia en cuestiones de administración. Dejen que el rabino sea solamente rabino.
Lo dijo sinceramente, y así se lo tomó Sommers. Felix le dio las gracias.
Esperó varios días antes de que, una tarde, se lo dijera a Leslie, mientras ésta amamantaba a la niña. No pareció sorprendida.
—Ven aquí —dijo.
Michael se sentó cuidadosamente en la cama. Leslie le besó, y le cogió la mano y se la pasó por la mejilla de la niña, de una suavidad tan singular que él la había olvidado ya.
Al día siguiente, las llevó a casa desde el hospital. A Leslie, la niña, media docena de botellas de leche condensada, porque la suya se le había cortado, y un frasco grande de cápsulas que el médico opinaba que le permitirían dormir. Las cápsulas cumplieron su misión durante unas cuantas noches; luego, perdieron su combate con el insomnio, que volvió para atormentar a la madre, aunque la niña dormía toda la noche.
El día en que Rachel cumplía las tres semanas de edad, Michael tomó por la mañana un tren con dirección a Nueva York.
El rabino Sher había muerto hacía dos años. Lo había sustituido Milt Greenfield, condiscípulo de Michael en el Instituto.
—Conozco una oportunidad que es un verdadero desafío —dijo el rabino Greenfield.
Michael sonrió.
—Tu predecesor, que en paz descanse, me dijo lo mismo en cierta ocasión, Milt. Sólo que la forma en que él me lo dijo fue:
«Tengo un piojoso trabajo para usted».
Los dos se echaron a reír.
—Es una congregación que acaba de votar por la Reforma —dijo Milt Greenfield—. Después de una especie de guerra civil.
—¿Ha quedado algo de ella?
—Casi la tercera parte de sus miembros son ortodoxos. Además de tus obligaciones regulares, tendrás que oficiar, probablemente,
Shajarité
,
Minjá
y
Maéarib
: todos los días. Tendrás que hacer de rabino piadoso, además de liberal.
—Creo que eso me gustará —dijo Michael.
Al final de la semana siguiente, fue en avión a Massachusetts, y, dos semanas después, él y Leslie se trasladaron en coche a Woodborough, con Rachel en un capazo y Max en el asiento posterior. Encontraron la vieja mansión victoriana, por la que parecía rondar el fantasma de Hawthorne, con ventanas que semejaban malignos ojos y un manzano frente a la puerta trasera. El árbol tenía varias ramas secas que era necesario podar, y había un columpio para Max, hecho con un viejo neumático colgado de una cuerda de una rama alta.
Y, lo que era lo mejor de todo, les agradó el templo. Bet
Shalom
era viejo y pequeño. No había en él obras de Chagall ni de Lipschit, pero olía a cera de suelo, a manoseados libros de oraciones, a tarima seca y a gente que, a lo largo de veinticinco años, se había congregado en él para buscar a Dios.
LA TIERRA PROMETIDA
Woodborough, Massachusetts
Diciembre de 1964
Asociación de Alumnos del Columbia College
Calle 116y Broadway
Nueva York, Nueva York, 10027
Muy señores míos:
Lo que sigue es mi aportación autobiográfica al Libro
del Cuarto de Siglo de la promoción del 41.
Es increíble que hayan pasado ya casi veinticinco años desde que abandoné Morningside Heights.
Soy rabino. He ocupado púlpitos Reformistas en Florida, Arkansas, Georgia, California, Pensilvania y Massachusetts, donde vivo en la actualidad en Woodborough, con mi esposa, de soltera Leslie Rawlins (Wellesley, año 46), de Hartford, Connecticut, nuestro hijo Max, de dieciséis años, y nuestra hija Rachel, de ocho.
Me encuentro ahora pensando con sorprendente anticipación en la vigésima quinta reunión. Estamos tan ocupados en el presente que no solemos tener con frecuencia oportunidad de volver la mirada al pasado. Y, sin embargo, es el pasado lo que nos guía hacia el futuro. Como clérigo de una religión con casi seis mil anos de antigüedad, voy adquiriendo cada vez mayor conciencia de ello.
Fruto de mi experiencia, he descubierto que la fe, lejos de ser un anacronismo, es más importante que nunca para facilitar al hombre moderno la búsqueda de su camino hacia el mañana.
Por lo que a mise refiere, agradezco a Dios que me dé la oportunidad de realizar esa búsqueda. Me he mantenido temerosamente atento al momento en que divisara el resplandor en el cielo; últimamente he dejado de fumar y he echado un poco de barriga; he observado recientemente que muchos hombres maduros han tomado la costumbre de utilizar el tratamiento de «señor».
Pero abrigo la intima confianza de que la bomba no llegará nunca a estallar. No creo que me vea nunca afectado de cáncer, al menos hasta que no sea muy viejo; a los cuarenta y cinco anos se es todavía un chiquillo. ¿Y quién quiere tener un estómago liso?, Es que somos una sociedad de chicos de playa?
Basta de sermones. Les prometo no abrir la boca en la reunión, excepto, naturalmente, para tomar otra copa y entonara coro con los demás ¿Quién es el dueño de Nueva York?
Su condiscípulo,
Rabbi MICHAEL KIND
Templo Bet Shalom
Por fin se había quedado dormido, medio derribado sobre su mesa y con la cabeza apoyada en los brazos.
El teléfono estuvo silencioso toda la noche.
A las seis y media, sonó.
—No la hemos visto —dijo el doctor Bernstein.
—Yo tampoco.
Era una mañana fría. Los radiadores gorgoteaban y rechinaban a impulsos del vapor. Se le ocurrió preguntar a Dan cómo iba vestida, si había salido protegida contra los elementos.
Según dijo Dan, su grueso abrigo azul, así como sus guantes, sus botas y su pañuelo de cabeza, habían desaparecido con ella. La información le tranquilizó; una persona tan bien equipada no podía ir como una Desdémona sobre la nieve.
—Me mantendré en contacto con usted —dijo el doctor Bernstein.
—Sí, por favor.
Haber dormido en la silla le hacía sentirse rígido e incómodo. Estuvo largo rato bajo la ducha caliente; luego, se vistió y arregló a los niños para la escuela.
—¿Vendrás a la escuela esta noche? —le preguntó Rachel—. Cada clase gana dos puntos por padre. Yo tomo parte. Mi nombre está en el programa.
—¿Qué haces?
—Si quieres saberlo, tendrás que ir.
—De acuerdo —prometió.
Se dirigió al templo a tiempo para encabezar el
Minyán
durante el
Qaddish
. Luego, se encerró en su despacho y trabajó en la preparación de un sermón. Estuvo muy ocupado.
Poco antes de las once, Dan le volvió a llamar.
—Según la policía del Estado, ha pasado la noche en la YWCA.
Firmó el registro con su propio nombre.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. El detective dijo que salió de allí esta mañana temprano.
Tal vez haya ido a casa, pensó; tal vez esté allí ahora. Los niños estaban en la escuela, y Anna no iría hasta la hora de preparar la cena.
Dio las gracias a Dan y colgó. Luego, le dijo a su secretaria que estaría trabajando en casa el resto del día.
Pero cuando salía del despacho, sonó el teléfono, y, un momento después, la muchacha salía corriendo detrás de él.
—Es la Western Union, rabbi —dijo.
QUERIDO MICHAEL. VOY A PASAR SOLA UNOS DIAS. NO TE PREOCUPES. TE QUIERE, LESLIE.
Volvió a casa, se sentó en la silenciosa cocina, tomó café y se puso a pensar.
¿Dónde encontraría el dinero para poder vivir mientras estaba fuera? Él tenía en el bolsillo el talonario de cheques. Y, por lo que sabía, ella sólo tenía unos cuantos dólares en el bolso.
Estaba enzarzado con la cuestión como un perro con un hueso, cuando sonó el teléfono. Al oír a la telefonista del servicio interurbano, empezó a rezar; pero luego reconoció la voz de su padre entre una serie de ruidos.
—¿Michael? —dijo Abe.
—Hola, papá. Apenas te oigo.
—Yo te oigo muy bien —dijo acusadoramente Abe—. ¿Quieres que llame a la telefonista?
—No, ya te oigo. ¿Cómo van las cosas por Atlantic City?
—Hablaré más alto —gritó Abe—. No estoy en Atlantic City. Estoy…
Sonaron ruidos de interferencias.
—¿Cómo?
—Miami. Lo decidí en el último momento. Te llamo para comunicártelo. No debes preocuparte. Estoy en el 12 de Lucerne Drive. —Deletreó Lucerne—. En la casa Aisner. —Y le deletreó también.
Michael tomó nota.
—¿Qué es, papá, una pensión? ¿Un motel?
—Una casa particular. Estoy visitando a unos amigos. —Abe titubeó—. ¿Qué tal están los chicos? ¿Y Leslie?
—Muy bien.
—¿Y tú? ¿Cómo estás tú?
—Muy bien, papá. Todos estamos bien. ¿Cómo estás tú?
—Michael, voy a casarme.