Michael se guardó el cheque.
—Quiero una placa en la galería principal —dijo Elkins—. «En memoria de Martha Elkins, nacida el 6 de agosto de 1888 y muerta el 2 de julio de 1943». Mi primera esposa —dijo.
En el sofá, la señora Elkins volvió una página de su libro.
Se estrecharon la mano y se dieron las buenas noches.
Fuera ya, cuando se disponían a subir al coche, oyeron un portazo.
—¡Rabbi Kind! ¡Rabbi Kind! —llamó la señora Elkins.
Esperaron, mientras ella corría hacia el lugar donde se encontraban, levantándose el vuelo de la bata para no tropezar.
—Ha dicho —informó, jadeando— que quiere ver el modelo exacto de la placa antes de que sea fundida.
Michael prometió que así se haría, y ella dio media vuelta y volvió a la casa.
Puso el motor en marcha. A su lado, Kahners rió brevemente, como un hombre que acaba de sacar un as a los dados.
—Así es como se hace, rabbi.
—Sólo ha conseguido la mitad de lo que quería —dijo Michael—. ¿No reducirá esto a la mitad todas las aportaciones importantes?
—Le dije que pediríamos, cien de los grandes —dijo Kahner—. Esperaba conseguir cuarenta.
Michael permaneció silencioso e inexplicablemente deprimido, sintiendo la presencia de los cincuenta mil dólares en su cartera.
—Llevo aquí de rabbi dos años y medio —dijo finalmente—. Esta noche ha sido la tercera vez que le he puesto los ojos encima a Harold Elkins. Durante todo este tiempo, ha estado dos veces en el interior del templo. En bar misvás, me parece. O, tal vez, en bodas. —Condujo un rato en silencio—. La gente que utiliza el templo… —prosiguió—, los que asisten a los servicios y envían a sus hijos a la escuela hebrea… Me sentiré mucho mejor recibiendo dinero de ellos.
Kahners le dirigió una sonrisa, pero no dijo nada.
A la mañana siguiente, sonó el teléfono en su despacho del templo, y una voz femenina, vacilante, un poco apagada y ligeramente ronca, preguntando por el rabino.
—Soy Jean. Jean Elkins —añadió, revelando que había reconocido la voz de Michael.
—Oh, señora Elkins —dijo Michael, consciente de que Kahners había levantado la mirada al oír el nombre y que estaba sonriendo—. ¿En qué puedo servirla?
—La cuestión es en qué puedo servirle yo a usted —repuso ella—. Me gustaría ayudarle en la recaudación de fondos.
—Oh —dijo él.
—Sé mecanografía y puedo hacer labor de archivo y manejar una sumadora. Harold piensa que es una buena idea —añadió, tras una breve pausa—. Va a emprender un viaje y piensa que esto me impedirá hacer travesuras.
—¿Por qué no viene por aquí siempre que quiera? —dijo Michael.
Mientras colgaba el aparato, observó que persistía la misma sonrisa en el rostro de Kahners, sonrisa que le turbaba por razones que no acertaba a definir.
Un representante de la casa Buick, llamado David Bloomberg, hizo donación, en memoria de sus padres, de casi dos hectáreas de tierra para la erección del templo. Cuando Michael y los miembros del comité visitaron el lugar, se dieron cuenta de que era una zona ideal, completamente boscosa, situada en la cumbre de un elevado montículo de las afueras de la ciudad y a menos de un kilómetro de la universidad. Hacia el este se divisaba una dilatada pradera, atravesada por un serpenteante arroyo que desaparecía entre un grupo de árboles.
—Di Napoli puede edificar su templo sobre una altura y de frente al sol, como Salomón —dijo Sommers.
Michael asintió con la cabeza, mostrando su satisfacción con su silencio mejor de lo que hubiera podido hacerlo con palabras…
La adquisición del solar suministró a Kahners un nuevo tema de conversación, y programó una serie de fiestas para facilitar la colecta.
La primera fue un desayuno dominical para hombres, al que Michael no pudo asistir por tener que oficiar un funeral.
La segunda fue un champagne party en casa de Felix Sommers. Cuando llegaron los Kind, la sala de estar se hallaba atestada de personas que permanecían de pie bebiendo champaña. Michael cogió al paso dos copas de una bandeja, mientras se sumergían en el murmullo de conversaciones. Él y Leslie se encontraron charlando con un joven biólogo y un médico especialista en alergia.
—Hay un doctor en Cambridge —decía el biólogo— que se halla trabajando en técnicas de hibernación en un intento de conseguir una rápida congelación de los seres humanos. Ya sabe, suministrarles una violenta ráfaga de frío y mantenerlos en un estado de vida en suspenso.
—¿Y para qué diablos? —preguntó Michael, probando el champaña. Estaba caliente y flojo.
—Piense en las enfermedades incurables —repuso el biólogo—. ¿Que algo no se puede curar? Pues se congela al individuo y se le mantiene así hasta que se encuentra un remedio. Luego, se le despierta y se le cura.
—Es lo que nos faltaba; eso, y la explosión demográfica —intervino el alergista—. ¿Dónde iban a guardar a todos los individuos congelados?
El biólogo se encogió de hombros.
—Frigoríficos. Almacenes. Casas de huéspedes refrigeradas, la respuesta natural a la escasez de clínicas.
Leslie hizo una mueca y tragó un sorbo de champaña caliente.
—Piense en un corte de la energía eléctrica. ¿Qué pasaría con todos los inquilinos despertándose a derecha e izquierda y golpeando los radiadores para pedir menos calor?
Como un efecto de sonido, alguien empezó a golpear una cucharilla contra una jarra de cristal en petición de silencio. Leslie se sobresaltó, y los tres hombres se echaron a reír.
—Ahora viene el discurso —anunció el biólogo.
—La parte comercial —dijo el médico—. Ya la he oído, rabbi.
Hice mi oferta en el desayuno del domingo. Estoy aquí esta noche sólo de gancho.
Michael no le comprendió, pero la gente se estaba moviendo hacia la habitación contigua, en la que habían sido dispuesta largas mesas. Sobre ellas se habían colocado tarjetas individuales para impedir que los concurrentes se sentaran de una forma desordenada. Encontraron sus nombres junto a un matrimonio que les agradaba, Sandy Berman, profesor ayudante de inglés en la universidad, y su esposa June. Felix pronunció una breve bienvenida y, luego, presentó a Kahners («un experto financiero que nos está ayudando desinteresadamente en la campaña»), el cual habló de la importancia de sus aportaciones y pidió que se hicieran ofertas verbales. El primero que se puso en pie fue el alergista. Ofreció tres mil dólares. Fue seguido por otros tres hombres, ninguno de los cuales ofreció menos de $1.200 dólares.
Cada una de las cuatro ofertas fue hecha rápida y animosamente. Demasiado deprisa y demasiado a propósito, obra de actores aficionados. Un embarazoso silencio quedó suspendido en la habitación, como el pecho de una opulenta señora. Michael vio que Leslie le estaba mirando y se dio cuenta de que ella también comprendía ahora lo que había querido significar el médico al decir que era un gancho. Cada una de esas ofertas había sido hecha antes. Y se estaban repitiendo en un esfuerzo mecánico de crear una atmósfera de generosidad.
—Bien —dijo Kahners—. No sean vergonzosos, amigos míos.
Ahora es la oportunidad. Ahora existe la necesidad de sacrificio.
Un hombre llamado Abramowitz se levantó y ofreció mil dólares. El rostro de Kahners se iluminó, hasta que consultó la lista que tenía en la mano y trazó una señal junto a su nombre. Evidentemente, había esperado más del señor Abramowitz. Cuando Abramowitz se sentó, otro hombre que estaba en su misma mesa se inclinó hacia delante y se enzarzó con él en una animada conversación. En todas las mesas, un hombre situado al efecto dio comienzo a su labor de captación. En la mesa de Michael, nadie urgía a nadie para que hiciese una oferta. Permanecían sentados, mirándose unos a otros en medio de un violento silencio. ¿Podría ser, se preguntaba Michael, que el comité hubiese esperado que él tomase la palabra para colaborar en la colecta? Pero Kahners se acercaba ya a ellos, con una amplia sonrisa en su rostro.
—La frustración llena la tierra, el apresuramiento frustra el botín allá donde la riqueza se acumula y degeneran los hombres.
—Goldsmith —dijo sombríamente, Sandy Berman.
—Ah, un erudito.
Kahners colocó delante de él una tarjeta de suscripción en blanco.
—Peor, un profesor.
Berman no hizo ningún movimiento para coger la tarjeta.
Kahners sonrió. Depositó una tarjeta delante de cada uno de los hombres sentados a la mesa.
—¿Qué temen, caballeros? —dijo—. Sólo son promesas. Saquen sus plumas y firmen. ¡Firmen!
—Mejor es no prometer que dejar de cumplir lo prometido —sentenció Berman.
—Eclesiastés —dijo Kahners, esta vez sin sonreír. Paseó la vista por la mesa—. Escuchen —agregó—, hemos estado trabajando como mulas en esta campaña. Como mulas. Para ustedes. Para ustedes y para sus hijos. Para su comunidad.
—Hemos recibido aportaciones de importantes donantes que podrían abrirles los ojos. Solamente de un hombre, de Harold Elkins, hemos recibido cincuenta mil dólares. Cincuenta mil. Así, pues, sean justos. Sean justos con ustedes mismos. Es un templo democrático el que estamos tratando de edificar. Tiene que ser mantenido por los pequeños, tanto como por los grandes.
—Lo malo es que no es democrático en absoluto —dijo un joven de cara de lechuza que estaba sentado a la cabecera de la mesa—. Cuanto más pequeño económicamente sea uno, más carácter de carga personal tendrá su aportación.
—Todo es proporcionado —dijo Kahners.
—No, no lo es. Mire, yo soy contable. A sueldo. Mi sueldo es de diez mil dólares al año, por ejemplo. Eso me sitúa en un escalón impositivo de un veinte por ciento. Si doy al templo quinientos dólares, puedo deducir cien dólares en impuestos, por lo que mi donación me cuesta en realidad cuatrocientos.
—Pero tomemos a otro individuo, un negociante que gana cuarenta mil dólares al año —siguió diciendo, ajustándose nerviosamente las gafas—. En su escalón deduce el 44,5 %. Si da dos mil dólares, lo que le hace cuatro veces más generoso que yo, se ahorra casi la mitad de su donación.
Los que estaban sentados cerca de él empezaron a discutir este fenómeno.
—Eso es un sofisma. Las matemáticas pueden decir lo que uno quiera. Caballeros —dijo Kahners—. ¿Hay alguien dispuesto a firmar ahora su tarjeta de suscripción?
Nadie se movió.
—Entonces, dispénsenme. Ha sido un placer conocerles.
Se fue hacia otra mesa. A los pocos minutos, la reunión empezó a disgregarse.
—¿Vamos a tomar café? —dijo Leslie a June Berman—. ¿Al Howard Johnson’s?
June miró a su marido y, luego, asintió.
Al pasar junto a Kahners, Michael observó que estaba hablando con Abramowitz, el hombre que había prometido mil dólares.
—¿Vendrá mañana, a las ocho y media de la noche, a casa de David Binder? —estaba diciendo—. Es muy importante; si no, no se lo pediríamos. Muchas gracias.
En el restaurante, encargaron sus consumiciones sin entusiasmo.
—Rabbi —dijo Sandy—, no quiero turbarle, pero no me ha parecido nada bien.
Michael hizo un gesto de asentimiento.
—Los ladrillos y el cemento cuestan dinero. Procurar sacarlo de alguna parte es un trabajo penoso y desagradecido. Pero tienen que hacerlo.
—No dejen que les impongan nada —intervino Leslie—. Sólo ustedes pueden decir lo que pueden dar. Den lo que puedan permitirse, y olvídenlo.
—¿Qué podemos permitirnos? —dijo June. Esperó a que se marchara la camarera, después de haber dejado el café y los emparedados—. No es ningún secreto cuánto se paga en Wyndham a los profesores ayudantes. Sandy recibe 5.100 de la universidad.
—Junie… —dijo Sandy.
—$5.100, más otros $1.200 por dar clases durante el verano.
Como necesitamos un coche, este otoño llevará dos clases nocturnas de inglés comercial; otros $1.800. Eso supone unos ingresos anuales de $8.100 dólares, y esos… necios… sugieren que aportemos 750 dólares para el templo.
—Eran sugerencias preliminares —dijo Michael—. Sé con certeza que el comité se sentiría encantado recibiendo menos.
Mucho menos.
—$250 dólares —propuso Sandy.
—Si es eso, entonces extiéndales el cheque y, cuando le den las gracias, dígales que está a su disposición —dijo Leslie.
Michael movió la cabeza.
—Van a fijar un mínimo de 750 dólares.
Se produjo un breve silencio.
—Yo no aceptaré, rabbi —dijo Sandy.
—¿Y qué hará respecto a las clases de hebreo para sus hijos?
—Pagaré las clases, como he hecho siempre. Ciento cincuenta dólares al año por los tres, más treinta dólares al mes por el transporte.
—No puede. El comité ejecutivo ha acordado que sólo los miembros que efectúen su aportación podrán enviar a sus hijos a la escuela hebrea.
June Berman soltó una exclamación.
—¿Qué ha sido de la antigua gran idea de que la shul era un lugar en que cualquier hombre, aunque fuese pobre, podía buscar a Dios? —preguntó Sandy.
—Estamos hablando de la cualidad de miembro, Sandy. Usted no será expulsado nunca del templo.
—Pero puede que no haya un asiento para mí.
—Puede que no.
—¿Y si alguien no puede, simplemente, pagar 750 dólares? —preguntó June.
—Han nombrado un comité de penuria —dijo Michael con voz cansada—. No será una prueba difícil. Yo figuro en él. Y su amigo Murray Engel, Felix Sommers, el jefe de su marido, Joe Schwartz. Todos personas razonables.
Leslie había estado observando el rostro de Berman.
—Es horrible —dijo en voz baja.
Sandy se echó a reír.
—Comité de penuria. ¿Sabe lo que puede hacer el comité ejecutivo? Yo no soy un caso de penuria. Soy un profesor. Un profesor universitario.
Terminaron el café y los emparedados. Cuando llegó la cuenta, Michael trató de hacerse cargo de ella. Por fin, sabiendo que esa noche Sandy insistiría interminablemente, le dejó pagar.
Una hora después, Leslie y él discutían mientras se disponían a acostarse.
—No critiques la colecta delante de los miembros de la congregación —dijo él.
—¿Tiene que ser esta clase de colecta? Los cristianos recaudan dinero para sus edificios sin esta… pérdida de dignidad. ¿No podían fijar diezmos, o algo?
—No son cristianos. Yo soy un rabbi, no un sacerdote.
—Pero es un sistema equivocado. Yo creo que los métodos que están utilizando son ofensivos. Un insulto a la inteligencia de los miembros de la comunidad.