—Eh, largo de ahí —gruñó el hombre. Un gran perro amarillo abandonó bostezando y de mala gana el estrecho catre—. A su disposición, señor —dijo.
Cuando el hombre se marchó, cerrando la puerta tras de sí y llevándose la linterna, Michael decidió no quitarse la ropa. Hacía mucho frío. Se descalzó y se metió en la cama, bajo unas raídas mantas que no daban suficiente calor. Despedían un intenso olor a perro.
El colchón era delgado y lleno de pliegues y abultamientos. Estuvo varias horas tendido en él, sin dormir. Sentía en el boca el grasiento gusto del guiso, estaba helado de frío y lleno de incredulidad respecto al lugar en que se encontraba. A medianoche, oyó que alguien arañaba en la puerta. El perro, pensó, pero se abrió impulsada por una mano humana, y vio, no sin alarma, que era el dueño de la casa.
—¡Chist! —dijo el hombre, llevándose un dedo a los labios.
En la otra mano llevaba una jarra. La dejó y desapareció sin pronunciar palabra.
Era la peor bebida que Michael había tomado jamás, pero fuerte como una explosión y muy reconfortante. Bastaron solamente cuatro tragos para hacerle dormir tan pesadamente como si estuviese muerto.
Cuando se despertó por la mañana, no se veía en la casa ni mujer, ni hombre, ni perro. Dejó tres dólares al pie de la cama. Le dolía la cabeza, y no quería beber más licor, pero temió que la mujer lo encontrase. Llevó la jarra a los bosques, al otro lado de la cabaña, y la dejó en la nieve, esperando que el hombre pasara por allí antes de que la descubriera su mujer.
El coche arrancó sin muchas dificultades. Antes de recorrer un kilómetro, se dio cuenta de lo sensatamente que había obrado al detenerse para pasar la noche. La carretera se estrechaba progresivamente. Ascendía. A la izquierda del coche se elevaba siempre la ladera de la montaña. A la derecha, se abría casi verticalmente un precipicio, al fondo del cual se extendía un nevado valle rodeado de afilados picos y cadenas montañosas. Las cerradas curvas estaban fangosas y cubiertas a trechos por hielo fundido. Él las tomaba con precaución, seguro de que a cada recodo la carretera terminaba en un precipicio por el que se despeñarían él y su coche.
Llegó a Spring Hollow después de mediodía. George Lilienthal estaba en los bosques con los trabajadores, pero su mujer, Phyllis, recibió a Michael como a un pariente al que no hubiese visto en mucho tiempo. Llevaban varios días esperando la llegada del rabino, le dijo.
Los Lilienthal vivían en una casa de tres habitaciones propiedad de la Ozarks Lumber Corporation. Tenía un buen sistema de agua caliente, frigorífico y congelador, y un aparato de alta fidelidad que afirmaban se estaba desgastando. Cuando George Lilienthal volvió a casa a la hora de la cena, el rabino se había pasado una hora en un baño de agua caliente, se había afeitado y cambiado de ropa. Con un vaso en la mano, estaba escuchando a Debussy. George, que tenía treinta y siete años, era un hombre corpulento y vivaz que había trabajado anteriormente en los servicios de repoblación forestal de Syracuse. Phyllis era una pulcra e inmaculada ama de casa que delataba en la suave redondez de sus caderas lo mucho que le gustaban las comidas que ella misma cocinaba. Durante la cena, Michael recitó las bendiciones.
Después, dirigió la oración, compartiendo un
Siddur
con Bobby, el hijo del matrimonio. El chico tenía ya once años; le faltaban solamente veinte meses para su
Bar misvá
; sin embargo, era incapaz de leer una sola palabra en hebreo. Al día siguiente, Michael pasó con él toda la tarde enseñándole el alfabeto hebreo. Le dejó un Alefbet y le señaló unas tareas que debía realizar antes de su siguiente visita.
A la mañana siguiente, George le llevó a una carretera que le conduciría hasta su próximo destino.
—No tendrá mal viaje —dijo ansiosamente el maderero mientras se estrechaban las manos—. Desde luego, tendrá que vadear dos o tres arroyos, y el agua está un poco alta en esta época del año…
En un lugar llamado Swift Bend, el almacén daba al río, cuyas frías aguas se movían rápidamente, moteadas de grises trozos de hielo. Un hombre barbudo, vestido con una cazadora marrón, estaba descargando fardos de la trasera de un cupé Ford modelo de 1937. Los fardos se componían de montones de pieles, atadas con cuerdas, de alguna especie de pequeño animal, o quizá de varias especies. Las pieles estaban rígidas por el frío, y el hombre iba disponiendo los fardos en montones en el porche del almacén.
—¿Es éste el almacén de Edward Gold? —preguntó Michael.
El hombre continuó trabajando.
—Sí.
Dentro, había una estufa y se notaba calor. Michael esperó, mientras la mujer que estaba al otro lado del mostrador metía tres libras de harina sin refinar en una bolsa de papel y se la daba a una muchacha. Cuando ella le miró, Michael se dio cuenta de que era una mujer sumamente corpulenta, o, más bien, una muchacha, flaca y llena de pecas, pero con piel áspera y labios resquebrajados.
—¿Está por aquí Edward Gold?
—¿Quién quiere saberlo?
—Soy el rabbi Michael Kind. El señor Gold recibió una carta diciéndole que yo vendría a visitarle.
Ella le miró con frialdad.
—Está usted hablando con su mujer. No queremos aquí ningún rabino.
—¿Está aquí su marido, señora Gold? ¿Podría hablar con él unos instantes?
—No necesitamos su religión —contestó ella, agresivamente—. ¿Es que no lo comprende?
Michael se llevó la mano a la gorra y salió.
Al subir a la furgoneta, el hombre que estaba amontonando pieles en el porche le llamó suavemente. Michael se sentó y dejó que el motor se calentara mientras se acercaba el hombre.
—¿Es usted el rabino?
—Sí.
—Yo soy Edward Gold.
El hombre se sacó el grueso guante de la mano derecha estirando de él con los dientes y rebuscó en el bolsillo del pantalón, debajo de la cazadora. Le puso algo a Michael en la mano.
—Es todo lo que puedo hacer —dijo, mientras volvía a ponerse el guante—. Será mejor que no vuelva más por aquí.
Echó a andar rápidamente hacia el Ford y se alejó en él.
Michael se quedó mirándole. En la palma de la mano tenía dos billetes de un dólar.
En el primer poblado al que llegó se los devolvió al hombre por correo.
Al completar su circuito, tenía diecinueve estudiantes de hebreo, cuya edad oscilaba entre los siete y los sesenta y tres años, este último un campero que no había sido
Bar misvá
de niño y que quería serlo antes de cumplir sesenta y cinco años. Dondequiera que Michael encontraba un judío con buena disposición, dirigía los servicios religiosos. Los miembros de su «congregación» se hallaban separados por grandes distancias. En una ocasión tuvo que recorrer ciento cuarenta difíciles kilómetros entre un hogar judío y otro. Aprendió a abandonar la carretera al primer indicio de nieve, y encontró cobijo en una gran variedad de albergues de montaña. Una noche en que habló de eso con Stan Goodstein, un molinero cuya casa era uno de sus habituales puntos de parada. Goodstein le dio una llave y varias direcciones.
—Cuando pase por Big Cedar Hill, quédese en mi cabaña de caza —dijo—. Está provista de latas de conserva en abundancia. Lo único que debe recordar es que si nieva tiene que marcharse al instante, o quedarse hasta que la nieve se funda. Hay que pasar por un puente colgante. Cuando éste se cubre de nieve, resulta imposible pasar en coche por él.
En su siguiente viaje, Michael se detuvo en la cabaña. El puente salvaba una sima abierta a lo largo de los años por un riachuelo de raudas y blanquecinas aguas. Al cruzarlo, se mantuvo rígido, apretando fuertemente el volante y esperando que Goodstein hubiera hecho revisar recientemente el puente. Éste superó la prueba sin manifestar señales de debilidad. La cabaña se alzaba en lo alto de una montaña. La cocina y el armario se hallaban bien provistos. Se preparó una comida adecuada, a la que puso fin con tres tazas de té fuerte y caliente que bebió delante del rugiente fuego encendido en la chimenea de piedra. Al caer el crepúsculo, se puso prendas de abrigo y echó a andar hacia el cercano bosque, preparándose para recitar la
Shemá
. Los corpulentos árboles que daban nombre al lugar respondían con murmullos y suspiros al empuje del viento contra sus ramas. Las frondas se alzaban y descendían, como si los árboles fuesen ancianos entregados a la plegaria. Caminando bajo ellos y rezando en voz alta, no se sentía en absoluto desplazado.
En la cabaña, encontró una docena de pipas sin usar, puestas en una taza, y un recipiente lleno de tabaco rancio. Se sentó delante del fuego, fumando y pensando. Afuera, el viento aumentó un poco de intensidad. Se sentía cómodo, abrigado, sereno. Cuando le empezó a entrar sueño, atizó el fuego y acercó la cama.
Poco después de las dos de la madrugada, algo le hizo despertarse. Al mirar por la ventana comprendió enseguida de qué se trataba. Comenzaban a caer ligeros copos de nieve. Se dio cuenta de que la nevada podía hacerse más intensa en cuestión de unos minutos. Se echó hacia atrás en la cama y gimió. Por un momento, sintió la tentación de cerrar los ojos y volver a dormirse. Si quedaba bloqueado por la nieve, podría descansar hasta que la nieve se fundiese dentro de tres o cuatro días. La perspectiva resultaba seductora; había provisiones de sobra en la cabaña, y estaba cansado.
Pero sabía que si quería alcanzar éxito en las montañas, tenía que convertirse en una figura familiar para las personas a las que visitaba. Hizo un esfuerzo, abandonó el caliente lecho y se vistió rápidamente.
Cuando llegó al puente, éste se hallaba ya cubierto por una delgada capa blanca. Conteniendo el aliento y rezando en silencio, condujo lentamente el coche sobre la sima. Las ruedas se mantenían firmes; al cabo de unos instantes, había cruzado.
Veinte minutos después, llegó hasta una cabaña cuyas ventanas estaban iluminadas. El hombre que le abrió la puerta era moreno, delgado y con escaso cabello. Escuchó imperturbable la explicación que le dio Michael acerca de cómo no quería conducir sobre la nieve y, luego, le invitó a entrar. Eran ya casi las tres de la madrugada, pero en la cabaña brillaban tres linternas, ardía el fuego de la chimenea y, a su alrededor, se hallaban sentados un hombre, una mujer y dos niños.
Michael había esperado encontrar una cama. Le ofrecieron una silla. El hombre que le había abierto la puerta se presentó a sí mismo como Tom Hendrickson. La mujer era su esposa. La niña, Ella, era su hija. El hermano de Tom, Clive, estaba sentado con su hijo Bruce.
—Éste es el señor Robby Kind —dijo Hendrickson a los otros.
—No, rabbi Kind —aclaró Michael—. Mi nombre es Michael.
Soy rabino.
Se le quedaron mirando.
—¿Qué es eso? —preguntó Bruce.
Michael dirigió una sonrisa a los adultos.
—Lo que hago para ganarme la vida —dijo al chico.
Volvieron a sentarse en sus sillas. De vez en cuando, Tom Hendrickson echaba un leño al fuego. Michael echó una ojeada a su reloj y se preguntó qué iría a pasar.
—Estamos levantados con nuestra madre —dijo Hendrickson.
Clive Hendrickson cogió del suelo, junto a su silla, un violín y su arco. Se echó hacia atrás, con los ojos cerrados, y empezó a tocar suavemente, llevando el compás con los pies. Bruce sacaba virutas con una navaja a un pedazo de blanca madera de pino, dejándolas caer en el fuego, junto al que se hallaba sentado. La mujer estaba enseñando a su hija a hacer una labor de punto. Se hallaban inclinadas sobre sus agujas, hablando en susurros. Tom Hendrickson contemplaba el fuego.
Sintiéndose más solo de lo que había estado nunca en los bosques, Michael sacó una pequeña Biblia del bolsillo de su chaqueta y empezó a leer.
—Señor…
Tom Hendrickson estaba mirando fijamente la Biblia.
—¿Es usted predicador?
En la estancia, cesó bruscamente todo movimiento. Cinco pares de ojos se clavaron en él.
Michael comprendió que no sabían qué era un rabino.
—Podríamos llamarlo así —dijo—. Una especie de predicador del Antiguo Testamento.
Tom Hendrickson cogió una de las linternas y le hizo una seña con la cabeza para que le acompañase. Desconcertado, Michael le siguió. Al entrar en una pequeña habitación situada en la parte posterior de la cabaña, quedó explicado el hecho de que en la casa no durmiera nadie. La anciana era alta y delgada, como sus hijos. Tenía el pelo blanco, cuidadosamente peinado y recogido en un moño. Sus ojos se hallaban cerrados. Sus inmóviles facciones mostraban un aire de serenidad.
—Lo siento —dijo Michael.
—Tuvo una vida buena —dijo Hendrickson con voz clara—. Fue una buena madre. Vivió setenta y ocho años. Es mucho tiempo. —Miró a Michael—. La cosa es que tenemos que enterrarla. Lleva muerta dos días. El predicador que frecuentaba estos parajes falleció hace un par de meses. Clive y yo estábamos pensando llevarla montaña abajo por la mañana.
—Ella quería ser enterrada aquí —prosiguió—. Le quedaría muy agradecido si usted tuviera la bondad de rezar las preces por…
Michael sintió ganas de reír y de llorar al mismo tiempo. Naturalmente, no hizo ninguna de las dos cosas. En su lugar, en tono indiferente, dijo:
—¿Se da cuenta de que soy un rabino? ¿Un rabino judío?
—El nombre no importa. ¿Es usted un predicador? ¿Un hombre de Dios?
—Sí.
—Entonces le agradeceríamos su ayuda, señor —dijo Hendrickson.
—Será un honor —dijo resignadamente Michael.
Regresaron a la habitación delantera.
—Clive, tú eres el mejor carpintero. En el cobertizo tienes todo lo necesario para hacer la caja. Yo bajaré a cavar la fosa.
—Hendrickson se volvió a Michael—. ¿Necesitará algo especial?
—Sólo unos libros y varias cosas que tengo en el coche.
Hablaba con más confianza de la que sentía. Había ayudado en dos funerales; los dos, judíos. Aquél sería el primero en que actuase como clérigo oficiante.
Fue hacia la furgoneta y regresó con su cartera. Luego, se sentó de nuevo frente al fuego, esta vez solo. Bruce había salido con su padre para hacer el ataúd. Ella y su madre estaban en la cocina preparando una masa de pastel para el desayuno del funeral. Michael hojeó sus libros, buscando pasajes que resultaran apropiados.
Desde el exterior, llegaba el ahogado sonido de un instrumento que golpeaba la helada tierra.
Leyó largo rato la Biblia, sin decidirse. Luego, atraído por el ruido, cerró el libro y se puso la chaqueta, la gorra y las botas. Una vez fuera, echó a andar en dirección al lugar en que se oía el ruido, hasta que vio el resplandor de la linterna de Hendrickson.