—Yo no estaré aquí —dijo Michael.
—Algo de eso habíamos oído —dijo McNeil—. Bueno, quizá llueva mucho. —Volvió a llevar la azada y las semillas al coche—. Voy a decirle una cosa —añadió—. Me dejaré caer de vez en cuando por aquí para echarles un poco de líquido.
—Será estupendo —dijo Michael. De pronto, se sintió animado—. Tal vez estemos inaugurando una costumbre. En todo lugar donde sea quemada una cruz, brotará un macizo de flores.
—Será bueno para mi negocio —dijo McNeil—. Y, a propósito, ¿Qué le parece si tomamos un trago? Cuando trabajo se me seca la garganta.
—Desde luego —asintió Michael.
En la cocina, miró en el frigorífico, pero sólo encontró media botella de naranjada que había quedado de un
Bar misvá
celebrado hacía seis semanas. Estaba pasada.
—Me temo que no va a haber más que agua —dijo, vertiendo la rancia naranjada por la fregadera.
—Nunca he bebido nada con burbujas, excepto una botella de cerveza todas las noches después de trabajar para desempolvar la garganta —dijo McNeil.
Dejaron correr el agua del grifo hasta que salió fresca. Luego, Michael bebió dos vasos y McNeil cuatro.
—Espere un momento —dijo Michael.
Se dirigió al
Bemá
, apartó la cortina de terciopelo negro que había detrás del facistol y sacó media botella de oporto.
Echó un poco en cada uno de sus vasos. Los entrechocaron y se sonrieron el uno al otro.
—
Lejáyim
! —dijo Michael.
—No sé lo que ha dicho, pero el doble por mi parte —dijo McNeil.
Volvieron a chocar los vasos y se bebieron de un trago los tres dedos de Manischewitz puro y caliente.
Cuando llegó el momento de marcharse, Leslie fue a ver a Sally Levitt. Las dos se echaron la una en brazos de la otra y lloraron y prometieron escribirse. Ronnie no salió, ni tampoco nadie más. A Michael no se le ocurría pensar en nadie a quien quisiera realmente ver, excepto Dick Kramer, y se dirigieron a su casa al salir de la ciudad. Estaba cerrada y tenía corridas las persianas. Una nota clavada en la puerta rogaba que el correo fuese remitido a Myron Kramer, calle de Laurel, 29, Georgia.
Con Leslie al volante, pasaron por delante de la estatua, mancillada por las palomas, del general Thomas Mott Lainbridge, por el distrito negro, enfilaron la autopista, dejaron atrás la carpa de Billie Joe Raye y salieron de los límites de la ciudad.
Michael apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y se durmió. Cuando despertó, habían salido ya de Georgia. Permaneció largo rato en silencio, contemplando el paisaje de Alabama que desfilaba lentamente ante sus ojos.
—No fue acertada la manera de abordar el problema —dijo, finalmente.
—Olvídalo. Ya ha pasado —le aconsejó Leslie.
—Nunca debí haberlo atacado de frente. Si hubiera tenido un poco más de tacto, podríamos habernos quedado allí y haberlo ido socavando lentamente a lo largo del tiempo.
—De nada sirve pensar en lo que podría haber sido —dijo ella—. Es asunto terminado. Tú eres un buen rabino, y estoy orgullosa de ti.
Guardaron silencio durante varios kilómetros. Luego, ella empezó a reír entre dientes.
—Me alegro de que nos hayamos marchado —dijo.
Y le contó cómo se había comportado con ella Dave Schoenfeld la noche en que había llovido tanto.
Michael golpeó el salpicadero del coche con la palma de la mano.
—No lo habría intentado con la mujer del rabino, si tú hubieras sido una muchacha judía —dijo.
—Soy una muchacha judía.
—Sabes lo que quiero decir —replicó él al cabo de un rato.
—Demasiado bien —dijo ella.
La cuestión quedó establecida entre ellos, como un pasajero no invitado y odiado, y durante casi dos horas intercambiaron sólo breves y contadas frases. Luego, después de detenerse en un surtidor de gasolina de las afueras de Anniston para que ella pudiera ir al cuarto de baño, Michael se puso al volante y, cuando estuvieron de nuevo en la carretera, le pasó el brazo por el hombro y la atrajo hacia sí. Al poco rato, Leslie le dijo que iba a tener un hijo, durante los treinta kilómetros siguientes, de nuevo permanecieron en silencio. Pero esta vez se trataba de una clase distinta de silencio. Michael seguía enlazándola con el brazo, aunque se le había quedado dormido hacía tiempo, y Leslie apoyaba su mano izquierda, con los dedos extendidos, en el muslo de él, en una especie de ofrenda de amor.
LA EMIGRACION
Woodborough, Massachusetts
Diciembre de 1964
La ayudante a quien llamaban señorita Beverly era una muchacha enérgica y vivaz que trabajaba en el hospital para pagarse los gastos del Sargent College de Educación Física, de la Universidad de Boston. Tenía una gran fe en la importancia del ejercicio. Con el permiso del doctor Bernstein, se había llevado a Leslie y a una paciente llamada Diane Miller a dar un largo paseo por el campo. Incluso se habían cogido de las manos y jugado un poco, así que, al volver al hospital, tenían frío, estaban contentas y se hallaban dispuestas a tomar el chocolate caliente que Beverly les había prometido preparar.
Leslie se disponía a quitarse el abrigo cuando la mujer llamada Serapin se abalanzó sobre la señora Birnbaum, chillando como una gata. Vieron alzarse y descender por dos veces su brazo, en cuya mano cerrada relucía bajo la amarillenta luz la pequeña hoja de acero; luego, vieron la increíble mancha roja que se extendía por el suelo y oyeron el estremecedor gemido de la señora Birnbaum.
La señorita Beverly había agarrado de la muñeca a la señora Serapin y le retorcía el brazo por detrás de la espalda como un luchador de la televisión, pero la señora Serapin era mucho más alta y no soltaba la navaja. Finalmente, Beverly empezó a gritar, y comenzaron a acudir enfermeras de todas partes. Rogan, la enfermera de noche, llegó corriendo con la otra ayudante desde el cuarto de guardia, y Peterson acudió a toda velocidad desde el vestíbulo, con los ojos desencajados y el rostro de color de crema agria.
La señora Birnbaum siguió gritando y llamando a un tal Morty, y la señora Serapin continuó chillando. En el forcejeo con ella alguien había pisado la sangre del suelo, de tal modo que una extensa zona del mismo se hallaba cubierta de huellas rojas, como un absurdo diagrama de Arthur Murray.
Leslie sintió que se mareaba. Dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, que Peterson había dejado entornada. Al llegar a ella, se detuvo. Sólo la estaba mirando Diane Miller. Leslie le dirigió una sonrisa tranquilizadora; luego, salió de la sala y cerró la puerta tras de sí.
Cruzó el vestíbulo, pasó por delante de la mesa donde debía haber estado sentada Peterson leyendo su revista de televisión y entró en el pequeño recinto existente entre la puerta del vestíbulo y la puerta exterior. Permaneció allí, en la oscuridad, aspirando el fresco aire que penetraba por debajo de la puerta exterior, esperando que llegara alguien para decirle que no debía estar allí.
Pero no llegó nadie.
Al cabo de unos minutos, abrió la puerta exterior y salió.
Daría otro paseo, esta vez sola, se dijo a sí misma.
Caminó por la larga y serpenteante carretera, dejando atrás la puerta de la verja y los dos pequeños leones sedentes de piedra con anillos de hierro en las narices. Respiraba profundamente, aspirando por la nariz y espirando por la boca, como la señorita Beverly insistía que debían hacer.
Ya no se sentía mareada, pero estaba cansada por el ejercicio anterior y por la tensión. Cuando llegó a la parada del autobús, se sentó a descansar en el banco existente en el iluminado compartimiento instalado por la compañía de autobuses.
Al poco rato, llego un coche, se detuvo, y una agradable mujer bajó la ventanilla y le preguntó si podía rescatarla del frío.
Leslie se levantó. La mujer le dijo que eran de Palmer y que el servicio de autobuses no era precisamente el mejor del mundo. Les encantaría llevarla a la ciudad, dijo la mujer.
Eran las once menos cuarto cuando salió de su coche. La calle Mayor de Woodborough no estaba muy animada a aquella hora. El restaurante Maneyés y el bar estaban abiertos, brillaba una luz en el escaparate de la YWCAI y estaba iluminada la estación de autobuses, pero los escaparates de las tiendas situadas a ambos lados de la calle se hallaban a oscuras.
Entró en el bar y pidió un café. La gramola automática sonaba a pleno volumen, y, detrás de ella, se hallaban sentados tres muchachos, golpeando la mesa con las manos al compás de la música.
—Llámala, Peckerhead —dijo uno de los muchachos.
—No.
—Seguramente te está esperando.
«Animo, Peckerhead, llámala, sal con una chica esta noche», pensó Leslie. Eran sólo un poco mayores que Max.
Llego el café en una taza exactamente igual que las del hospital; hasta el color era el mismo. Pensó en coger un taxi y volver al hospital, pero comenzaba a sentirse asustada ante la idea de que se había escapado. Se preguntó qué diría el doctor Bernstein.
—Llámala, Peckerhead. Eres un gallina, si no lo haces.
—Yo no soy un gallina.
—Bueno, pues llámala.
—¿Tienes un dime?
Evidentemente, le dieron la moneda, porque oyó levantarse al muchacho a su espalda. Sólo había un teléfono en el establecimiento, y todavía lo estaba utilizando cuando Leslie terminó el café. Pero había una cabina telefónica en la calle, delante del edificio de la YWCA y se dirigió hacia ella, después de asegurarse de que tenía un dime en el monedero con el que llamar a Michael.
Pero, en el último momento, en vez de entrar en la cabina telefónica, pasó de largo y penetró en el edificio de la YWCA.
Una muchacha con pelos que parecían una peluca de los Beatles se hallaba sentada en la recepción, rascándose la cabeza con el extremo de un lápiz amarillo, mientras se inclinaba sobre un libro muy grueso que solamente podía ser un libro de texto.
—Buenas noches —dijo Leslie.
—Hola.
—Quisiera una habitación. Sólo para pasar la noche.
La muchacha le tendió una hoja de registro, y Leslie la rellenó.
—Son cuatro dólares.
Abrió su bolso. En el hospital, los gastos se pagaban directamente en administración. Los pacientes utilizaban vales. De vez en cuando, Michael le daba un par de dólares para la máquina de café y para comprar periódicos. En el bolso había tres dólares y 62 centavos.
—¿Puedo pagarle mañana con un cheque?
—Desde luego. O puede dármelo ahora.
—No puedo. No he traído el talonario.
—Oh —la muchacha apartó la vista—. Verá… No sé. Nunca me ha ocurrido esto antes.
—Soy miembro de la asociación. El año pasado estuve en las clases de gimnasia de la señora Bosworth —dijo Leslie, sonriendo—. Soy perfectamente respetable.
Rebuscó en el bolso y encontró su carnet de miembro de la asociación.
—Oh, estoy segura de eso —dijo la muchacha, examinando la tarjeta—. Lo único que pasa es que si usted se olvidara me despedirían, ¿Comprende? O tendría que pagar yo misma la habitación, lo cual está realmente fuera de mis posibilidades.
Sin embargo, le tendió una llave a la que iba unida una etiqueta con un numero.
—Gracias —dijo Leslie.
La habitación era pequeña, pero muy limpia. Colgó el vestido en el armario y se acostó en ropa interior. Se sentía muy agradecida a la muchacha de la recepción. A la mañana siguiente, lo primero que tenía que hacer era llamar a Michael, pensó soñolientamente.
Pero, a la mañana siguiente, el más absoluto silencio reinaba en la habitación; no había ninguno de los ruidos matutinos del hospital que la despertaban todos los días; así que permaneció durmiendo casi hasta las nueve.
Cuando abrió los ojos, continuó tendida en el cálido lecho y pensó en lo bueno que era no tener que sufrir un tratamiento de electroshock, que sabía era lo que habría sucedido aquella mañana si hubiera estado en el hospital.
Cuando fue a devolver la llave, en la recepción había una mujer madura de ojos dulces y cabellos blancoazulados.
Una vez fuera del edificio, llamó a un taxi. En vez de decirle al chofer que la llevara al hospital, le dio la dirección de su casa.
«Soy una fugitiva», pensó mientras subía al coche. La idea debía haberla aterrorizado, pero era tan absurda que le hizo sonreír.
La casa estaba silenciosa y desierta. Encontró la llave donde la dejaban siempre, en el pequeño reborde de la puerta trasera. Entró, se cepilló los dientes, se bañó y, luego, una vez que se hubo cambiado de ropa, se preparó un opíparo desayuno a base de huevos, bollos y café y se lo comió todo, sin dejar una migaja.
Sabía que tenía que volver al hospital, que casi había terminado su estancia allí, pero la idea le resultaba desagradable.
«Deberían tener previstas vacaciones de una semana para los pacientes que hubieran de permanecer mucho tiempo», pensó.
Cuanto más consideraba la idea, más atractiva le resultaba. En el tercer cajón de su cómoda, debajo de sus bragas, encontró el talonario de cheques de la cuenta en que tenía el dinero de tía Sally. Metió unas cuantas cosas en una maleta y, luego, escribió Te quiero en una hoja de papel, que colocó en la cómoda de Michael, sobre sus camisas blancas.
Llamó luego a otro taxi y dijo al chofer que la llevase a la ciudad. Después de pagar le quedaban once centavos, pero en el banco retiró casi seiscientos dólares.
En la YWCA averiguó que la joven empleada de noche se llamaba Martha Berg y dejó, para que se lo entregaran, un sobre conteniendo un billete de diez dólares.
Se le ocurrió pensar que la nota que le había dejado a Michael era muy poco tranquilizadora, por lo que se detuvo en la Western Union y le envió un telegrama.
El primer autobús que salía de la estación iba a Boston. Subió al vehículo y pagó el billete. No deseaba realmente ir a Boston, pero no había reflexionado sobre ello, no sabía en realidad adónde quería ir. Era un viejo autobús rojo. Se sentó en la parte izquierda, dos asientos detrás del chofer, tratando de decidirse entre Grossinger y un viaje a Miami.
Pero cuando el autobús llegó a Wellesley, se levantó y tiró del cordón. El chofer tenía una expresión hosca cuando ella le entregó el billete.
—Está pagado hasta Boston —dijo—. Si quiere rembolsarse la diferencia, tendrá que escribir a la compañía.