—Te escapas cuando intento hablar contigo —dijo.
—Lo siento, padre.
—¿Qué es lo que te da tanto miedo?
—Estoy cansada —dijo ella a través de la puerta cerrada.
—¿Puedes decirme que te sientes uno de ellos? —preguntó.
Leslie no respondió.
—¿Eres judía, Leslie?
Pero ella continuó en silencio.
—¿Puedes decirme que eres judía?
«Márchate», pensó Leslie, sentándose en la cama en que había muerto su tía.
Al poco rato, le oyó dirigirse a su habitación, al otro extremo del pasillo. Alargó la mano y estiró del cordón para apagar la luz. En vez de acostarse enseguida, se acercó a la ventana y se sentó en el suelo, con los pechos aplastados contra el alféizar y el rostro apoyado en el frío cristal, como solía hacer antes, contemplando a través de los vidrios la calle que en otro tiempo había formado parte de su prisión.
Por la mañana, cuando se reunieron para desayunar, era como si nada hubiera sucedido la noche anterior. Leslie le preparó huevos con tocino, que él comió con apetito, incluso un poco vorazmente. Cuando le sirvió el café, su padre carraspeó.
—Desgraciadamente —dijo—, tengo muchas cosas que hacer esta mañana en la iglesia.
—Entonces, será mejor que me despida ahora, padre. He decidido coger temprano el tren.
—¡Ah! Como quieras.
Antes de salir de la casa, él se detuvo en su habitación y le entregó dos largas velas amarillas.
—Un pequeño obsequio —dijo.
Cuando se hubo marchado, Leslie pidió un taxi por teléfono y se dirigió en él a la estación. En ésta, compró una novela de la colección Robert Frost y la estuvo leyendo durante veinte minutos. Cuando faltaban cinco minutos para la llegada del tren, puso la maleta sobre el banco de la sala de espera y la abrió, levantando las amarillas velas para colocar el libro. Una de las velas se le rompió en la mano, dejando al descubierto en su centro un trozo de cera mal fundida al resquebrajarse la cubierta exterior. Disgustada, recogió lo mejor que pudo los trocitos de cera que habían caído dentro de la maleta y los tiró, juntamente con los pedazos de vela, en una papelera.
Una vez en el tren, empezó a preguntarse qué podía hacerse con una sola vela y, al pasar por Stanford, la sacó de la maleta y la dejó caer por el hueco existente entre el brazo del sillón y la pared del departamento. Sin saber por qué, se sintió mejor después de haberlo hecho.
Mientras se acercaba a Nueva York, contemplaba el paisaje que discurría ante sus ojos, como si se tratara de un reportaje de televisión encaminado a propugnar la renovación urbana. Era un día cálido para ser de invierno. Una ligera neblina gris se levantaba de la nieve. Leslie pensó en las mañanas de San Francisco, donde mirar por las ventanas era saber que la tierra estaba vacía y desolada, y la oscuridad se tendía sobre la faz de la tierra, y el espíritu de Dios se movía sobre la faz de la Tierra y la faz de las aguas, disfrazado de bruma color de madreperla.
San Francisco, California
Enero de 1948
La casa, un estrecho edificio de tres pisos rodeado por una cerca de blancas estacas, se aferraba con las garras de sus cimientos a la ladera de una empinada colina que dominaba la bahía de San Francisco. El hombre era de edad madura, bajo y corpulento. Tenía el pie apoyado en el estribo de un camión cargado de cuerdas, escaleras de mano y cubos manchados de tiznones de pintura. Tenía un cierto aire agranujado y vestía un mono blanco, limpio, pero con manchas de pintura, y una gorra de pintor con la palabra «Holandés» sobre la visera.
—Bueno —dijo, satisfecho pero sin sonreír, con voz de bajo profundo—, lo han conseguido. Han tenido suerte de encontrarme en casa. Ahora mismo iba a salir a trabajar.
—¿Puede decirnos cómo podemos llegar a nuestro nuevo domicilio, señor Golden? —preguntó Michael.
—No lo encontrarían nunca. Está muy lejos de aquí. Yo iré en mi camión, y ustedes me siguen.
—No queremos interrumpir su trabajo —dijo Michael.
—Lo interrumpo todos los días para ir al templo. Es la única manera de que allí se haga algo. No un oficial, como los machers, los tipos importantes que hablan, hablan y hablan todo el tiempo. Simplemente, un trabajador. —Abrió la portezuela y subió al camión. Apoyó el pie sobre el pedal, y el motor se puso en marcha—. Síganme —dijo.
Siguieron, agradecidos, al camión que marchaba delante, porque Michael encontraba dificultades para ver las luces de tráfico; estaban situadas en lugares que a un habitante del este le resultaban disparatados.
Marcharon durante largo rato.
—¿Dónde está? ¿En Oregón? —dijo Leslie, cuchicheando, como si el señor Golden estuviese sentado en el asiento de atrás en vez de en el camión que marchaba delante.
Penetraron, finalmente, en una calle de pequeñas casitas campestres, todas con su correspondiente trozo de recortado césped.
—Michael —dijo Leslie—, son todas iguales.
Calle tras calle, era la misma casa, construida de la misma manera sobre idénticos lotes de tierra.
—Los colores son diferentes —dijo Michael.
La casa delante de la cual se detuvo el señor Golden era verde. Estaba situada entre una blanca a la derecha y otra azul a la izquierda.
Dentro, tenía tres dormitorios, una salita de estar bastante amplia, un comedor, una cocina y un cuarto de baño. Las habitaciones estaban amuebladas a medias.
—Es muy bonita —dijo Leslie—. Pero todos esos cientos de casas iguales que ésta…
—Un gran país —afirmó el señor Golden—. Todo producido en serie. Así sale todo más barato. —Se acercó a una pared y la acarició—. He pintado yo mismo estas habitaciones. Buen trabajo. No encontrarán paredes más bonitas si deciden echar un vistazo por ahí.
Estudió astutamente el rostro de Leslie.
—Si no se quedan, se la alquilaremos a otra persona. Pero éste sería un buen negocio para ustedes. El templo compró esta casa a nuestro anterior rabino, Kaplan, que marchó al templo Bené Israel, de Chicago. No tenemos que pagar impuestos por ella. Institución religiosa. Así que no les costará mucho.
Desapareció tras la puerta.
—Tal vez podamos vivir en una casa grande. O en un apartamento de una de las colinas altas —sugirió Leslie en voz baja.
—Según me han dicho, hoy en día es difícil encontrar buenas casas en San Francisco —contestó Michael—. Y son muy caras. Además, si nos quedamos con ésta, eso significará un quebradero de cabeza menos para la congregación.
—Pero todas esas copias idénticas…
Michael sabía lo que quería decir.
—A pesar de eso, es una casa muy bonita. Y, si luego resulta que no nos gusta vivir en ella, podemos buscar otra con tranquilidad y mudarnos.
—De acuerdo —asintió ella y, acercándose a él, le besó justo en el mismo momento en que Phil Golden volvía a la habitación—. Vamos a vivir aquí —dijo.
Golden movió la cabeza.
—¿Quiere ver el templo? —le preguntó.
Fueron a los coches y marcharon de nuevo hasta llegar a un edificio de ladrillo amarillo. Michael lo había visto solamente la noche de su servicio de prueba. A la luz del día parecía más viejo y destartalado.
—Era una iglesia. Católica. Santa Jerry Myer. Una santa judía.
El interior era espacioso, pero oscuro. Michael pensó que olía ligeramente a viejo y a confesionario. Había olvidado cómo era un templo feo. Trató de disipar la decepción que sentía. Un templo era gente, no un edificio. Pero algún día, pensó sin poder evitar cierta arrogancia, tendría un templo lleno de luz y de aire, de belleza y de maravillas.
Pasaron la tarde recorriendo tiendas en busca de muebles. Compraron varias piezas por más dinero del que habían pensado gastar, lo que produjo una alarmante merma en la cuenta bancaria.
—Déjame utilizar los mil dólares que me dejó tía Sally —dijo Leslie.
Michael recordó la cara de su padre.
—No —replicó.
—¿Por qué no?
—¿Es importante el motivo?
—Creo que podría ser importante. Sí —respondió Leslie.
—Ahórralo y utilízalo algún día para algo que nuestros hijos necesiten realmente —dijo Michael.
Era la respuesta adecuada.
La casa estaba inmaculadamente limpia, y esta vez habían ido preparados con toallas y sábanas limpias. Sin embargo, al llegar la noche, yacieron tendidos en la oscuridad de la desconocida habitación, sin poder conciliar el sueño. Leslie se agitó.
—¿Qué ocurre? —preguntó Michael.
—Detesto reunirme con esas mujeres —respondió Leslie.
—¿De qué estás hablando? —preguntó él, regocijado.
—Sé de qué estoy hablando. Recuerda que ya he pasado por ello. Esas… yentehs… acuden al templo, no para rezar, ni siquiera para oír al nuevo rabino, sino para ver a la shickseh.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Michael.
—Es así. Le miran a una de pies a cabeza. «¿Cuánto tiempo lleva casada?», preguntan. Y, luego, «¿Tienen hijos?» Y una puede ver sus mentes dispuestas a funcionar como pequeñas computadoras para ver si su rabino tenía que casarse conmigo.
—No me daba cuenta de que lo pasaras tan mal —dijo él.
—Bueno, te das cuenta ahora.
Continuaron tendidos uno al lado del otro, en silencio.
Pero, un momento después, Leslie se volvió hacia él y le cubrió la cara de besos.
—Ah, Michael —dijo—. Lo siento. No sé qué es lo que me pasa.
Él hizo ademán de cogerla en sus brazos, pero ella se apartó súbitamente, saltó de la cama y corrió hacia el cuarto de baño. Michael escuchó unos momentos y, luego, la siguió.
—¿Estás bien? —preguntó, dando unos golpecitos en la puerta.
—Vete —dijo ella, con voz ahogada—. Por favor.
Volvió a la cama y se puso la almohada sobre los oídos, tratando infructuosamente de amortiguar el torturado ruido de sus náuseas. Se preguntó cuántas veces habría ocurrido eso mismo mientras él dormía tranquilamente.
«Lo que nos faltaba —pensó.
—Náuseas matutinas.
—Su hermoso vientre se hinchará como un globo.
—Está equivocada respecto a las mujeres —pensó—. Esto lo resolverá todo. Se sentará en la primera fila, y durante los servicios de los viernes por la noche, las mujeres pasarán la vista desde su abultado estómago hasta mí, y sus labios sonreirán con ternura, pero sus ojos dirán: Bestia, nos hiciste eso a todas nosotras».
Grande. Muy pronto ya.
—¿Tendremos que dejar de hacer el amor?
Cuando ella volvió, caminando con lentitud, sudorosa y con la boca oliendo a Listerina, él la abrazó y acarició cuidadosamente su estómago con las yemas de los dedos, descubriendo que continuaba liso y firme.
La miró a la creciente luz. La náusea había desaparecido. Inesperadamente, Leslie sonrió con una satisfecha sonrisa femenina, orgullosa de encontrarse en situación de tener náuseas matutinas. Mientras él la rodeaba con sus brazos y se juntaban sus mejillas, ella eructó en su oído y, en vez de excusarse, rompió a llorar. Había terminado la luna de miel, se dijo Michael, mientras le acariciaba la cabeza y besaba sus párpados, que estaban húmedos y suaves como dos pequeñas flores.
Pasó dos días reuniéndose y hablando con la gente, los empleados y los machers del templo. La secretaria del rabino anterior se había casado y vivía en San José. Pasó mucho tiempo, tratando, simplemente, de localizar las cosas. Encontró una lista de los miembros de la congregación y empezó a desarrollar un programa de visitas personales para conseguir relacionarse con los miembros menos activos de la congregación.
El segundo día, Phil Golden entró en el templo al mediodía.
—¿le gusta la comida china? Hay un restaurante muy bueno al otro extremo de la calle. Es de uno de nuestros miembros.
Golden llevaba un atildado traje azul que parecía hecho a medida.
—¿No va a trabajar hoy? —preguntó Michael.
Golden hizo una mueca.
—Hace años, cuando era joven, trabajaba como una mula.
Pintar, pintar, pintar. Total, para ganarme a duras penas la vida. Con el paso de los años, mi mujer y yo tuvimos cuatro hijos, todos chicos fuertes y sanos, gracias a Dios. Les enseñé a pintar casas. Soñaba que algún día sería contratista y mis chicos trabajarían para mí. Sólo que ahora todos los chicos son contratistas. Yo soy el presidente de la compañía familiar, pero eso es lo que es. Una compañía familiar. La única vez que cojo una brocha es cuando hago algo para el templo.
Soltó una breve risita entre dientes.
—Bueno, eso no es del todo verdad. Cada seis meses, o así, no puedo aguantar ya más y salgo como un ladrón y me encargo de algún pequeño trabajo. Alquilo un ayudante, un muchacho mexicano, y le doy todas las ganancias. No se lo diga a los chicos.
—Descuide.
El restaurante se llamaba Moy Sheh.
—¿Está Morris? —preguntó Golden al camarero chino que les llevó el menú.
—Ha ido al mercado —repuso el camarero.
Tenían hambre, y los picantes alimentos eran buenos. Hablaron poco, pero, finalmente, Phil Golden se echó hacia atrás en su asiento y encendió un cigarro.
—Bueno, ¿Qué tal le va? —preguntó.
—Creo que esto va a gustarme.
El hombre movió la cabeza en silencio.
—Hay una cosa curiosa —dijo Michel—. He hablado con mucha gente. Y cuatro hombres diferentes me han dado el mismo consejo.
Golden exhaló una bocanada de humo.
—¿Qué consejo fue?
—«Vigile a Phil Golden —me dijeron—. Es un salvaje».
Golden examinó la ceniza de su cigarro.
—Podría decirle los nombres de los cuatro. ¿Y qué les contestó usted?
—Que le vigilaría.
El rostro de Golden se mantuvo inexpresivo, pero en las comisuras de sus ojos se dibujaron unas arruguitas.
—Para hacerle más fácil la vigilancia, rabbi, vengan mañana usted y su mujer para la cena de la noche del viernes —dijo.
Eran once personas en torno a la mesa del comedor. Además de Phil y Rhoda Golden, estaban dos de los hijos, Jack e Irving, sus esposas, Ruthie (la de Jack) y Florence (la de Irving), y tres de los nietos de Phil, cuyas edades oscilaban entre tres y once años.
—Henry, nuestro otro hijo casado, vive en Sausalito —explicó Phil—. Tiene dos chicos y una bonita casa. Se casó con una muchacha armenia. Tienen dos pequeños William Saroyan, de oscuros ojos, grandes y sensibles, y narices más grandes de lo que se pueden permitir los simples judíos. Les vemos muy poco. Están siempre en Sausalito, haciendo no sé qué, tal vez cogiendo uvas.