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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (14 page)

Esperó un poco más, para asegurarse de que ella se había marchado; después, volvió a la caseta de salvavidas y cogió sus zapatillas de lona. Cuando estuvo de vuelta en el barracón, se quitó los pantalones y los colgó para que se secaran. A la luz de una cerilla vio que el reloj señalaba las cuatro y diez. Se tendió en su litera y escuchó los ronquidos de demasiados varones durmiendo bajo el mismo techo. Le ardían los párpados, pero estaba desesperadamente despierto.

«Santo Dios —pensé—. Estoy enamorado de una gentil, de una shickseh».

9

El martes siguiente amaneció lloviendo. Al despertarse por la mañana escuchó con una especie de fatalista resignación el tamborileo de la lluvia sobre el alquitranado techo. No había intentado ver a su palomita rubia, a su desnuda amazona, a su bailarina de la noche —a su Ellen— desde que estuvo espiándola en la playa. En lugar de ello, había estado soñando en cómo sería la tarde del martes. Y ahora lo sabía: lluviosa.

Bobby Lee se le quedó mirando cuando le preguntó si podría prepararle una merienda de picnic.

—¿Adónde vas a ir hoy de picnic?

—Tal vez escampe.

—No escampará.

Pero le preparó la merienda. Al mediodía, la lluvia había cambiado, se había vuelto más fina y suave, pero seguía cayendo con descorazonadora regularidad y el firmamento presentaba una uniforme y oscura tonalidad gris.

Había pensado pasar a recogerla a las dos. Pero no parecía tener objeto. No había ningún sitio adónde llevarla.

—Al diablo con ello —le dijo a la araña, y cogió el libro de Aristóteles. Reinaba un gran silencio en el barracón. Estaban solamente la araña, él y Jim Ducketts, el viejo conductor, que se hallaba tendido en su litera cerca de la puerta, hojeando una revista femenina. Ducketts estaba libre de servicio, y cuando, a eso de las tres, sonaron unos golpecitos en la puerta, se levantó de un salto y fue a abrir. Un segundo después, volvía a dejarse caer en la litera.

—Es para ti —dijo.

Ella llevaba un impermeable rojo, sombrero del mismo material y zapatos de goma. Sus mejillas estaban humedecidas por la lluvia, y diminutas gotas colgaban de sus cejas y sus pestañas.

—He estado esperando y esperando —dijo.

—La playa estará muy mojada…

Se sentía un poco azorado, pero muy contento de que ella hubiera ido a buscarle.

—Podríamos ir a dar un paseo. ¿Tienes impermeable?

Él asintió.

—Póntelo.

Lo hizo y cogió la merienda al salir. Caminaron juntos en silencio.

—Estás enfadado —dijo Ellen.

—No.

Torcieron por un sendero que atravesaba la arboleda en dirección al bosque. Sin poder contenerse, Michael dijo:

—¿No tienes miedo?

—¿De qué?

—El venir aquí sola. Conmigo.

Ella le miró tristemente.

—No te enfades. Trata de comprender cómo son las cosas.

Se detuvieron en medio del sendero. El agua de las ramas les goteaba sobre la cabeza.

—Voy a besarte —dijo él.

—Quiero que lo hagas.

Resultaba extraño. Ella tenía la cara mojada y ligeramente fría y la carne firme y con olor a limpio cuando él le aplicó la boca sobre la mejilla. La boca de ella era blanda y estaba ligeramente abierta. La muchacha le devolvió el beso.

—Tal vez esté enamorado —dijo él.

Era la primera vez que decía aquello a una chica.

—¿No estás seguro?

—No. Pero… me asusta un poco. Nunca he sentido esto antes.

Ni siquiera te conozco.

—Lo sé. A mí me pasa lo mismo.

Ellen puso la mano en la de él, como si le estuviera dando algo, y Michael la retuvo aun en lugares en donde el sendero se estrechaba tanto que tenían que andar en fila india.

Llegaron hasta un enorme pino cuyas ramas formaban una especie de techo. Había bajo él una espesa alfombra de agujas secas, y se sentaron allí a comer la merienda. Hablaron muy poco. Después de merendar, ella se tendió sobre las agujas de pino y cerró los ojos.

—Me gustaría apoyar la cabeza en tu regazo.

Ellen se desabrochó el impermeable. Llevaba pantalones cortos y un jersey. Él apoyó cuidadosamente la cabeza.

—¿Pesa demasiado?

—No.

Empezó a acariciarle el pelo. Su regazo era cálido y mullido. Cuando él volvió la cabeza, su mejilla se apoyó en la increíble piel de su muslo.

—¿No tienes frío? —preguntó él, sintiéndose culpable.

Ellen retiró la mano de su cabeza y le tapó suavemente la boca.

Tenía un gusto ligeramente salobre.

Durante toda la mañana siguiente, mientras hacía zumo y cortaba frutas y verduras, estuvo sentado de cara a las puertas oscilantes para poder verla. La primera vez que ella cruzó las puertas le dirigió una sonrisa. Después, ya no tuvo tiempo de fijarse en él. Las camareras trabajaban frenéticamente como esclavas, patinando prácticamente a través de las puertas con su pedido; luego, con la bandeja sostenida sobre las puntas de los dedos por encima de la cabeza, utilizaban sus caderas como arietes para abrir las puertas en el otro sentido y salían patinando de nuevo.

Ellen, entraba de vez en cuando en la despensa y, mientras cogía ensaladas o uvas, Michael se las arreglaba para decirle unas palabras:

—¿Esta noche?

—No puedo —respondió ella—. Voy a acostarme después de cenar.

Volvió a marcharse, dejándole como un puchero sobre el fuego.

Se sintió hervir. «¿Qué diablos es esto? —pensó—. Ayer estábamos hablando de amor, y hoy se preocupa de dormir».

La siguiente vez que Ellen se acercó, estaba enfurruñado. Ella se inclinó sobre él mientras cortaba limones. Tenía bajo la barbilla un suave repliegue que parecía ser el último de su vestigio de niñez.

—Voy a acostarme temprano para poder levantarme antes de amanecer e ir a bañarme en la playa del hotel. ¿Quieres venir?

Sus ojos estaban excitados con el secreto.

Se la habría comido.

—Supongo que sí —dijo.

Un insecto le zumbaba en el oído, y por mucho que moviera la cabeza no se marchaba. Abrió los ojos. El barracón estaba a oscuras. Introdujo la mano bajo la almohada. El despertador estaba envuelto en dos camisetas y una toalla, y su zumbido había quedado amortiguado, pero después de silenciarlo se quedó escuchando para observar si había despertado a alguien más. Sólo se oían ruidos de durmientes.

Se deslizó fuera de la cama. Había colgado su traje de baño sobre la cabecera de su catre, lo encontró en la oscuridad y lo sacó afuera antes de ponérselo. Todo estaba en silencio.

Ellen estaba esperándole en la arboleda. Se cogieron de las manos y echaron a correr hacia la playa.

—No grites ni chapotees demasiado —le dijo ella en un contenido susurro.

Entraron como ladrones, haciendo del océano Atlántico su piscina particular, no permitida a nadie más. Nadaron uno al lado del otro. Luego, él se volvió boca arriba y ella hizo lo mismo, y se quedaron flotando, cogidos de las manos y mirando al oscuro firmamento y a la luna menguante que sólo tenía ya una hora de vida.

Cuando salieron del agua se abrazaron, estremeciéndose bajo la brisa. Él empezó a hurgarle con los dedos en la cabeza.

—¿Qué estás haciendo?

—Soltándote el pelo.

Había un número increíble de horquillas y alfileres. Algunos cayeron en la arena.

—Cuestan dinero —dijo Ellen.

Michael no respondió.

Después de hurgar en ellas, las trenzas de Ellen quedaron libres. Ella sacudió la cabeza, y se desparramaron en una rubia melena que le llegaba más abajo de los hombros. El agarró dos puñados de espeso cabello mientras la besaba. Luego, soltó el pelo. Cuando la tocó con las manos, ella apartó la boca.

—No hagas eso —dijo, y le sujetó la mano.

—¿Quién lo va a decir primero?

—¿Decir qué?

—Te quiero.

Ellen dejó caer las manos a los costados. Pero sólo momentáneamente.

Y así fueron pasando los días. Michael hacía montañas de ensaladas de frutas y océanos de zumo. Después de cenar daban un paseo por el bosque. Luego se iban temprano a la cama, para despertarse mientras el mundo entero dormía aún, y nadar, besarse, acariciarse y atormentarse mutuamente con un deseo recíproco pero al que Ellen se resistía con firmeza.

En sus días de permiso visitaron Cape Cod. Un martes, hicieron a pie todo el camino hasta el Canal y vuelta, terminando el último tramo de su viaje a bordo de un carro tirado por un caballo, propiedad de un buhonero portugués, bajo una fuerte lluvia. Los dos iban acurrucados uno contra otro. Michael tenía la mano entre los cálidos muslos de Ellen, bajo una lona que olía a estiércol húmedo y a la colonia que ella usaba.

No pasaron inadvertidos. Una noche, mientras se cambiaba de pantalones, Al Jenkins se paró a charlar junto a la litera de Michael.

—Hola, hombre araña. ¿Estás liado de veras con ese carámbano de Radcliffe?

Michael se limitó a mirarle.

—Bueno —prosiguió el otro—, ¿Cómo está?

Uno de los chicos le dio a otro un codazo. Michael se sintió tenso y alerta. No había pegado a otro ser humano desde que era niño, pero ahora sabía para qué se había estado reservando. Se abrochó los pantalones y dio la vuelta alrededor de la litera.

—Di una palabra más y… —amenazó.

Jenkins había empezado a dejarse bigote. Michael sabía que le pegaría allí, en el leve vello que tenía entre la nariz y los sonrientes labios. Pero Jenkins le defraudó.

—Bueno —dijo, alejándose—, la gente se está volviendo muy sensible por aquí.

Se oyó un abucheo de los demás muchachos, pero no había duda ninguna de que no era a Michael a quien abucheaban.

Debería haberse sentido de buen talante, pero un par de minutos después se encontró caminando en dirección a la ciudad con un humor de mil demonios. Éste no se había disipado cuando llegó a la farmacia. Detrás del mostrador había una muchacha delgada y granujienta, y un hombre de pelo gris.

—¿Qué desea? —preguntó la muchacha.

—Deje que me atienda el patrón.

Ella asintió fríamente y se alejó.

—¿Tres o una docena? —le preguntó calmosamente el hombre.

Faltaban todavía tres semanas para que terminara la temporada.

—Una docena —dijo.

Aquella noche, al reunirse con Ellen, llevaba una cartera azul de cremallera.

—¿Piensas escaparte de casa?

Michael le dio la vuelta para que oyera el gorgoteo.

—Jerez, cariño. Para ti y para mí. Después del baño.

—Eres estupendo.

Nadaron un rato y permanecieron en el agua mientras se besaban y se acariciaban mutuamente murmurándose su amor. Luego, regresaron a la playa. Michael había contado con emplear el vino, pero se encontró quitándole el traje de baño sin que ella opusiera resistencia y sin que hubiera sido abierta la cremallera de la cartera.

—No, Michael, no —dijo ella como en sueños, mientras el bañador se deslizaba a lo largo de sus caderas.

—Por favor —susurró él—, por favor.

La mano de Ellen retuvo la suya. Los dedos de ella eran firmes.

Le besó, y las puntas de sus pechos le rozaron la piel.

—Oh, Dios mío —dijo él. Cogió uno de sus pechos, suave y cálido—. Sólo desnudarnos —añadió—. Nada más. Sólo quiero estar desnudo contigo.

—No me lo pidas —dijo ella.

Michael empezó a enfurecerse.

—¿De qué te crees que estoy hecho? —exclamó—. Si realmente, me quisieses…

—No te atrevas a poner esa clase de precio sobre nosotros.

Pero estaba haciendo algo con las manos en las caderas, y el traje de baño cayó sobre la arena en torno a sus pies.

Con dedos torpes, él se quitó el pantalón. Cayeron juntos sobre la suave arena. En la oscuridad, el cuerpo de Ellen estaba lleno de pequeñas sorpresas. Sus nalgas encajaban, suaves y firmes, en las manos de Michael. Eran mucho más pequeñas de lo que él había imaginado. Ella las flexionó, y él jadeó junto a su boca. No podía hablar. Alargó la mano para tocarla, pero ella le contuvo.

—Ahora, no. Por favor, ahora no.

Michael no podía creerlo. Sintió deseos de gritar. Deseos de descargarle un puñetazo en la boca y violarla. Le hundió los dedos en los hombros.

—¿Ahora, no? Bueno, ¿Cuándo? ¿Cuándo, por los clavos de Cristo?

—Mañana por la noche.

—¿Qué tiene de diferente mañana?

—Trata de comprender. Por favor.

Michael le sacudió ligeramente los hombros.

—¿Qué infiernos hay que comprender?

—No sé nada acerca del sexo. Casi nada.

Su voz era tan baja que él apenas podía entender lo que decía. Sentía bajo sus manos un estremecimiento que le hacía desear estrecharla contra sí hasta que desapareciese, y se sintió avergonzado y extrañamente temeroso. Atrajo la cara de ella hacia su hombro.

—¿De veras, Ellen?

—Quiero que me lo expliques todo. Todo. Cómo será exactamente. No dejes nada. Quiero pensar y pensar en ello desde ahora hasta mañana, sin parar. Entonces, estaré dispuesta.

El gimió.

—Ellen.

—Dímelo —dijo ella—. Por favor.

Quedaron tendidos juntos en la oscuridad, desnudos, ella con los labios sobre el hombro de Michael, y éste moviendo la mano en pequeños círculos en el hermoso hueco del final de la espalda de ella, que era el lugar menos inflamatorio que pudo encontrar. Cerró los ojos y empezó a hablar. Habló durante largo tiempo. Cuando terminó, continuaron tendidos, sin moverse, un par de minutos. Luego, ella le besó en la mejilla, recogió su traje de baño y echó a correr.

Michael continuó echado sobre la arena hasta mucho después de haber cesado el silbido de la ducha. Luego, sacó la botella de vino de la cartera, la abrió y se acercó al agua. El jerez sabía a corcho. Quiso decir una brocha, pero sospechó que sería sacrílego. La cálida marea alcanzó sus desprotegidos genitales y le hizo sentirse muy pagano. Bebió un largo trago de la botella y, luego, vertió un poco en el mar, una libación.

Ella había tenido razón. Pensar en lo que iba a suceder aquella noche era una tortura, pero era un dolor de la más placentera variedad. Vivía en un estado de éxtasis mientras esperaba el momento en que la divisara desde la despensa.

¿Se habría sentido Ellen disgustada por su pequeña conferencia? ¿Habría contribuido a aumentar sus lágrimas?

En cuanto la vio, comprendió que todo marchaba bien. Ella llegó apresuradamente en busca de una bandeja de zumo de naranja y le miró. Su mirada era cálida y suave, y sus labios le obsequiaron con una pequeña y secreta sonrisa antes de que se marchara con el zumo.

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