—Éste parece bueno —dijo ella.
El anuncio ofrecía plazas de ayudante de cocina en un hotel de los Catskills. Él se hallaba más interesado en el anuncio que figuraba inmediatamente debajo. Era para ayudante de cocina en un lugar llamado Las Arenas, en las afueras de Falmouth, Massachusetts.
—¿Contestamos los dos a éste? —preguntó Mimi—. Sería divertido pasar el verano en los Catskills.
—De acuerdo —dijo él—. Apunta el número del anuncio, y yo me llevo el periódico a casa.
Ella garrapateó las cifras en el bloc que había junto al teléfono; luego, se acercó a él y le besó levemente en la boca.
—La película me ha encantado.
La galantería le obligaba a tomar la iniciativa. Trató de besarla con tanto abandono como Clark Gable había besado a Claudette Colbert en la película que acababan de ver juntos.
Luego, involuntariamente, sus manos empezaron a interesarse en su suéter. Ella no ofreció resistencia. Sus pechos parecían pequeños cojines que algún día se convertirían en cojines grandes.
—La escena en que cuelgan la manta entre ellos en el motel era estupenda —le dijo ella al oído.
—¿Dormirías tú con un chico si estuvieses enamorada de él?
Ella guardó silencio un momento.
—¿Quieres decir realmente dormir con él? ¿O hacer el amor?
—Hacer el amor.
—Creo que sería una tontería. Desde luego que no, hasta que estuviésemos prometidos para casarnos… Y aun entonces, ¿Por qué no esperar?
Dos minutos después, él entraba en su apartamento al otro lado del pasillo. Cuidando de no hacer ningún ruido innecesario que pudiera despertar a su familia, sacó papel y pluma y escribió una carta de solicitud de empleo a Las Arenas.
Un coche esperaba en la estación de autobuses de Falmouth. El conductor era un hombrecillo canoso de cara hosca que dijo llamarse Jim Ducketts.
—Te esperábamos en el otro autobús —dijo acusadoramente.
El hotel Las Arenas se levantaba a la orilla del mar. Era una estructura blanca, grande, circundada de amplios porches que daban a bellas extensiones de césped y a una playa carente de blancas arenas.
Había un barracón en la parte trasera de los terrenos del hotel, para albergar al personal contratado. Ducketts señaló un desvencijado catre de hierro.
—El tuyo —dijo, y salió por la puerta sin decir adiós.
El barracón estaba construido con planchas de madera sujetas con clavos y cubiertas de papel alquitranado. El catre de Michael estaba en un rincón. El rincón estaba habitado también por una enorme tela de araña que contenía, como una iridiscente joya situada en su mismo centro, una araña negra de largas y peludas patas y motas azules y anaranjadas.
Se le puso la carne de gallina. Miró a su alrededor en busca de algo que le permitiese matar al monstruo, pero no vio nada que pareciera servir para ello.
La araña no se movió.
—Está bien —le dijo—. Mantente alejada de mí, y yo haré lo mismo contigo.
—¿Con quién estás hablando?
Michael se volvió en redondo y, luego, sonrió con aire avergonzado. El otro muchacho estaba de pie en el umbral de la puerta y le miraba con suspicacia. Era un joven rubio, de pelo muy corto, con una piel tan intensamente curtida como la de Abe Kind. Iba vestido con zapatos de lona, pantalones ajustados y una camiseta que tenía impresa la palabra «Yale» en grandes letras azules.
—Con la araña —dijo Michael.
Le miró asombrado, pero Michael decidió que cuanto más lo explicase más ridículo parecería. El otro muchacho se presentó y le estrechó la mano con innecesaria fuerza.
—Al Jenkins —dijo—. ¿Tienes algo de comer?
Michael tenía una barra de caramelo que había estado guardando, pero la dio por espíritu de comunidad. El muchacho se tendió sobre el colchón de Michael y mordió la mitad de la barra, después de tirar la envoltura debajo del catre de Michael.
—¿Estudias? —preguntó.
—En otoño voy a empezar a ir a Columbia. ¿Cuánto tiempo llevas tú en Yale?
El otro echó hacia atrás la cabeza y soltó una risotada.
—Diablos, no voy a Yale, voy a la Nordeste. Eso está en Boston.
—¿Por qué llevas la camiseta de Yale?
—Para darme pisto. Para ligar.
—¿ligar?
—Sí, hombre; para montármelo, echar un polvo, ponerme las botas. ¿Es la primera temporada que pasas en un lugar de veraneo?
Michael confesó que así era.
—Tienes mucho que aprender, amigo.
Terminó la barra de caramelo. Luego, se incorporó de repente en la cama de Michael.
—¿Estabas de verdad hablando con esa condenada araña?
Se levantaban a las cinco y media de la mañana. En el barracón, eran veinte. Los chicos y las chicas gruñían y maldecían al personal de la cocina por despertarles varias horas antes de tener que ir a trabajar. Después de las primeras mañanas, el personal de la cocina no se molestó en devolver las maldiciones.
El cocinero era un hombre alto y enjuto llamado señor Bousquet. Michael nunca oyó su nombre de pila, ni se le ocurrió preguntar cuál era. El señor Bousquet tenía un rostro alargado, de velados ojos e inmóviles rasgos, y pasaba el tiempo probando los guisos y dando de vez en cuando órdenes con tono monótono.
La primera mañana, fueron llevados a la cocina por el jefe de personal del hotel. Michael fue puesto a las órdenes de un coreano de edad indeterminada que le fue presentado como Bobby Lee.
—Yo soy empleado de despensa —dijo—. Tú eres chico de despensa.
Había tres cestas de naranjas sobre una mesa. Bobby Lee le dio unas pinzas y un cuchillo. Abrió las cestas y cortó naranjas por la mitad hasta que llenó tres grandes tinas.
Descubrió con alivio que el exprimidor era automático. Apretó media naranja contra el cilindro giratorio hasta que no quedó dentro de la naranja nada más que piel blanca. Luego, la tiró a un cesto y cogió otra media naranja. Una hora después, todavía estaba apretando naranjas contra el exprimidor. Tenía agarrotados los músculos del brazo, y sus dedos estaban tan rígidos que se hallaba seguro de que iba a parecer como si su mano derecha estuviera dispuesta a agarrar el pecho de cualquier mujer lo suficientemente estúpida como para ponerse a su alcance. Cuando terminó con el zumo de naranja, tuvo que cortar melones y racimos de uvas, abrir latas de higos y llenar mesitas de servicio con zumo, frutas y trocitos de hielo. Cuando, a las siete y media, llegaron los cocineros, Bobby y él estaban cortando verduras para la ensalada del almuerzo.
—Enseguida desayunamos —dijo Bobby.
Como mientras trabajaba estaba frente a la puerta de la despensa, había podido ver a las camareras bullir de un lado a otro a través de la puerta oscilante que separaba el comedor de la cocina. Las había de todas clases, desde feas hasta deslumbrantemente hermosas. Le agradaba mirar a una de ellas en particular. Tenía un cuerpo fuerte y bello que al andar se movía bajo el uniforme, y espesos cabellos dorados recogidos en un moño que la hacían parecer salida de un anuncio de cerveza sueca.
Bobby vio que la miraba y sonrió.
—¿Comemos con las camareras? —preguntó Michael.
—Ellas comen en el zoo.
—¿En el zoo?
—Lo que llamamos comedor para la servidumbre. Nosotros comemos hache mismo, en la despensa.
Advirtió la decepción de Michael, y su sonrisa se ensanchó.
—Alégrate. La comida del zoo es para animales. Nosotros comemos lo mismo que los huéspedes.
Demostró sus palabras unos minutos después. Michael desayunó higos y leche cuajada, huevos revueltos con salchichas, fresas azucaradas del tamaño de pelotas de tenis de mesa y dos tazas de excelente café caliente. Volvió a ponerse al trabajo lleno de satisfacción.
Bobby le miró aprobadoramente mientras partía rajas de pepinos.
—Trabajas bien. Comes bien. Eres un buen tipo.
Él asintió modestamente.
Aquella tarde, se sentó en un taburete de piano alabeado por el agua de lluvia frente a la puerta del barracón. Estaba cansado y se sentía muy solo. En el interior, alguien tocaba vacilantemente un banjo, alternando entre En lo alto de una nube de humo y Me paso toda la noche soñando contigo. Tocó cuatro veces cada pieza.
Michael observó la fusión de la servidumbre masculina y la femenina. Se les había prohibido mezclarse con huéspedes, pero él se dio cuenta inmediatamente de que la dirección no tenía por qué temer nada. La mayoría de los contratados parecían ser veteranos de veranos anteriores que habían vuelto a Cape Cod para reanudar relaciones amorosas en el punto en que habían quedado interrumpidas al final de las vacaciones anteriores. Él era un testigo envidioso de numerosas y sucesivas reuniones.
El barracón estaba separado de la sección destinada a las mujeres por una arboleda de pinos, la cual cruzaban senderos que conducían al interior del bosque. Todos los encuentros seguían inevitablemente el mismo patrón. Chico y chica se reunían en la arboleda, charlaban unos minutos y, luego, se alejaban paseando por el sendero. No vio a la chica de las trenzas suecas. «Tiene que haber alguien —pensó— que esté sin pareja».
Estaba empezando a oscurecer cuando una muchacha salió del sendero, andando en dirección a él. Era una morena alta y segura de sí misma que llevaba un jersey Wellesley. La primera y la última «I» de su «Wellesley» estaban como mínimo un palmo más cerca de él que el resto de las letras.
—Hola —dijo—, soy Peggy Maxwell. Eres nuevo esta temporada, ¿No?
Él se presentó.
—Te he visto hoy en la despensa —dijo ella. Se inclinó hacia delante. Resultaba una mujer impresionante cuando se inclinaba—. ¿Querrías hacerme un favor? La comida del zoo es espantosa. ¿Podrías traerme algo de la despensa mañana por la noche?
Se disponía él a brindarle sus servicios de abastecimiento para todo el verano, cuando el banjo que sonaba en el interior del barracón enmudeció y Al Jenkins apareció en la puerta. Llevaba un jersey con la insignia de Princeton.
—¡Peggy! —gritó alegremente.
—¡Allie!
Se echaron uno en brazos del otro, riendo y balanceándose mientras se sobaban. A los pocos segundos, desaparecieron, cogidos de la mano, por uno de los senderos. Michael se les quedó mirando mientras quedaban ocultos por el follaje, preguntándose si Peggy Maxwell iba realmente a Wellesley, o si el jersey no sería más que un cebo para ligar. Podía morirse de hambre; le tenía sin cuidado.
Permaneció sentado en el taburete de piano hasta que anocheció; luego, entró en el barracón y encendió la desnuda bombilla.
Michael tenía un libro en su cartera: Las obras de Aristóteles. Lo sacó y se tendió sobre la cama. Dos moscas zumbaban en torno a un pedazo de chocolate que Al Jenkins había dejado en su colchón cuando se comía la única barra de caramelo. Michael las aplastó con el libro y echó los cadáveres en la tela tejida por su amiga. Una pequeña polilla había caído en la red y yacía allí rígida, aprisionada mortalmente cerca de la araña.
—Escucha:
Difícilmente se encuentran personas que desdeñan los placeres y se complacen en ellos menos de lo que deben, pues tal insensibilidad no es humana. Incluso los demás animales distinguen diferentes clases de alimentos y gustan de unos y no de otros; y si existe alguno que no encuentra nada especialmente agradable o atractivo, tiene que ser algo completamente distinto de un hombre; esta clase de persona no ha recibido un nombre porque es muy difícil de encontrar.
Cuando hubo terminado el párrafo, las dos moscas habían desaparecido y la araña estaba de nuevo inmóvil. La polilla continuaba ilesa.
—Escuchas bien. Comes bien. Eres un buen tipo —dijo.
La araña no lo negó.
Apagó la luz, se desnudó y se metió en la cama. Se quedaron los dos dormidos, la araña y él.
Durante tres semanas, trabajó en la despensa, comió, durmió y se sintió solo. En cuanto Al Jenkins le vio leyendo a Aristóteles, no pudo por menos de difundir la noticia de que Michael hablaba también a las arañas, y al cabo de cinco días se vio estigmatizado como el tipo raro del hotel. Ello no le importaba en absoluto. No había uno solo entre todos aquellos cretinos con quien deseara mantener una conversación de cinco minutos.
El nombre de la chica de trenzas era Ellen Trowbridge. Lo descubrió tragándose su orgullo y preguntándoselo a Jenkins.
—Ese bomboncito no es para ti, muchacho —dijo Jenkins—. Es una frígida de Radcliffe que no está disponible. Hazle caso a uno que sabe.
Ella tenía libres los martes por la tarde. Obtuvo la información sobornando a Peggy Maxwell con una chuleta de cordero. Él tenía libres los jueves, pero Bobby Lee accedió al cambio de día libre sin la menor objeción.
Aquella noche fue al barracón de las chicas, llamó a la puerta y preguntó por ella. Cuando salió, se la quedó mirando con el ceño ligeramente fruncido formándole dos pliegues en la frente.
—Soy Mike Kind. Los dos tenemos libre la tarde de mañana; así que he pensado que podríamos ir juntos a un picnic.
—No, gracias —dijo ella en tono tajante.
Alguien se rió en el interior del barracón.
—En la playa de la ciudad —dijo él—. Suele haber mucha gente, pero no está mal.
—No pienso salir con nadie este verano.
—Oh. ¿Estás segura?
—Estoy segura —contestó—. Gracias por invitarme.
Se metió dentro. Mientras él empezaba a marcharse, salieron Peggy Maxwell y una pequeña pelirroja que se las daba de graciosa.
—¿Quieres otra compañía distinta para mañana por la tarde? —preguntó Peggy.
La otra chica soltó una risita, pero él estaba ya en guardia. Se lo había preguntado con demasiada dulzura.
—No, gracias —dijo.
—Iba a sugerirte la de Aristóteles. O la de tu araña. ¿Es una araña hembra, o se trata de unas relaciones homosexuales?
Las dos se echaron a reír a carcajadas.
—Iros al infierno —dijo él.
Giró sobre sus talones y echó a andar por el sendero.
—¡Señor Kind!
Era la voz de Ellen Trowbridge. Se detuvo y la esperó, pero no dijo nada cuando ella le alcanzó.
—He cambiado de opinión —dijo ella.
Él sabía que había oído las palabras cruzadas con Peggy.
—Mira, no quiero que me hagas favores.
—Me gustaría salir mañana contigo. De veras.
—Bueno, entonces…, estupendo.
—¿Nos encontramos en la arboleda? ¿A las tres?
—Te recogeré en tu barracón.