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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (7 page)

—¿En
Shabbat
? ¿En sábado celebra una fiesta ese chico? ¿Qué le pasa a su gente?

—¡Oh, Zaydeh! —dijo Ruthie.

—¿Cómo se apellida su padre, el de ese Joey?

—Se apellida Morello.

—¿Morello? ¿Un italiano? —Volvió a ponerse las gafas sobre la nariz y sacudió el Forward—. No irás.

El angustiado grito de Ruthie rasgó el aire, haciendo que su madre acudiese apresuradamente desde su cuarto, con un pañuelo de hierbas alrededor de la cabeza y un trapo en la mano. Escuchó mientras su hija sollozaba y, luego, dejó el trapo en el suelo.

—Vete a tu cuarto, Ruth —dijo.

Cuando hubo salido su hija, Dorothy miró a su suegro, que había vuelto de nuevo la vista al Jewish Forward.

—Va a ir a esa fiesta de cumpleaños —dijo.

—En sábado, no.

—Si usted quiere quedarse en casa en sábado, quédese, o váyase a la shu, la sinagoga, con los otros viejos. Ella es una niña que ha sido invitada a una fiesta de cumpleaños. Va a sentarse a una mesa con otras niñas y niños a tomar pasteles y helado. No hay ningún pecado en ello.

Él volvió hacia Dorothy sus ojos de águila.

—¿Con shkosim? ¿Cristianos?

—Con chicos y chicas.

—El primer paso —dijo Isaac Rivkind—. El primer paso, y tU le empujas a darlo. Y cuando sea un poco mayor y tenga pechos, y un italiano venga un día y le ponga entre ellos una cruz colgada de una cadena de oro, ¿Qué dirás entonces? —Dobló el periódico y se levantó—. ¿Qué dirás entonces, mi querida nuera?

—Por amor de Dios, es una fiesta infantil de cumpleaños, no una boda —replicó Dorothy.

Pero él estaba ya saliendo de la cocina.

—No irá —dijo, dando un portazo.

Dorothy se quedó en medio de la cocina, con el rostro intensamente pálido. Luego, corrió a la ventana y la abrió. Dos pisos más abajo. Isaac salía en aquel momento a la acera.

—¡Irá! —gritó Dorothy—. ¿Me oyes, viejo? ¡Irá!

Luego, cerró de golpe la ventana y se echó a llorar.

Aquella noche, el Zaydeh de Michael se quedó hasta muy tarde en su tienda, que mantuvo abierta hasta mucho después de la hora habitual de cierre. Cuando el padre de Michael llegó a casa, él y Dorothy hablaron largo rato en su cuarto. Ruth y Michael podían oírles discutir. Finalmente, su padre salió, con su redondo rostro torcido en una mueca, como un niño que quiere llorar pero no puede. Sacó un plato del frigorífico y se lo llevó al Zaydeh. Los niños se quedaron dormidos antes de que regresara.

Al día siguiente, fue Ruthie quien informó a su hermano de qué habían estado discutiendo sus padres.

—Ese viejo apestoso no va a estar aquí mucho tiempo —le anunció.

Él sintió una súbita rigidez en el pecho.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—Se va a ir a un sitio donde sólo hay viejos y viejas. Mamá lo ha dicho.

—Eres una mentirosa.

Fue hasta ella y le dio una patada en las espinillas. Ella lanzó un grito, le pegó en la cara y le clavó las uñas en el brazo.

—¡Tú no me llamas mentirosa, mocoso!

Aunque tenía los ojos llenos de lágrimas, no quería darle la satisfacción de que le viera llorar. Pero ella le había hecho daño, y él sabía que se echaría a llorar si se quedaba, así que echó a correr y salió de la casa. Bajó las escaleras, salió a la calle y, dando la vuelta a la esquina, entró en la tienda. El Zaydeh estaba sentado en la mecedora, sin leer ni hacer nada. Michael subió al regazo de su abuelo y hundió su cara en la barba. Cada vez que latía el corazón del Zaydeh, un pequeño mechón de barba le cosquilleaba al niño en la oreja.

—¿Vas a marcharte, Zaydeh?

—No, no. Es una tontería.

Su aliento olía a whisky canadiense.

—Si alguna vez te marchas, yo me iré contigo —aseguró Michael.

Isaac apretó contra su barba la cabeza del niño y empezó a mecerse, y Michael comprendió que todo tenía que estar bien. En medio de la historia del inspector de aduanas, entró en la tienda la gruesa señora Jacobson. El Zaydeh de Michael la miró.

—Váyase —dijo.

La señora Jacobson sonrió cortésmente, como si se tratara de una broma que el comprendía. Se quedó donde estaba, esperando.

—Váyase —repitió el abuelo—. No quiero despacharla. Tiene usted un culo muy gordo.

En el rostro de la señora Jacobson se pintó la incredulidad.

—¿Qué le ocurre? —preguntó—. ¿Se ha vuelto loco?

—Váyase. Y no apriete los tomates con sus dedazos. Hace mucho que tenía ganas de decírselo.

Media docena de veces durante la tarde dirigió palabras parecidas a los clientes, haciéndoles salir apresurados e iracundos.

Finalmente, durante el relato de cómo había comprado su primera tienda, entró el padre de Michael. Se detuvo, miró a los dos, y ellos le miraron a él. El padre de Michael era de mediana estatura, pero de cuerpo bien proporcionado que se preocupaba de mantener en forma. Tenía en su habitación un juego de pesas, y a veces Michael se sentaba a ver hincharse sus bíceps mientras flexionaba los brazos una y otra vez con una pesa de doce kilos en cada mano. Llevaba muy corto y cuidadosamente peinado su espeso cabello negro, y su piel se hallaba intensamente bronceada. En verano por el sol y en invierno por la lámpara de rayos ultravioleta. Agradable y de buen ver, tenía éxito entre las compradoras de fajas y corsés. Era un hombre atractivo, de ojos azules y perennemente risueños.

Ahora, sin embargo, sus ojos estaban serios.

—Es hora de cenar. Vámonos a casa —dijo.

Pero Michael y su abuelo no se movieron.

—¿Has comido, papá? —preguntó su padre.

El Zaydeh frunció el ceño.

—¡Claro que he comido! ¿Te figuras que soy un niño? Podía estar cuidando de mí mismo como un señor en Williamsburg si tú y tu bella esposa no hubierais metido la nariz. Vosotros me sacasteis de allí y ahora queréis llevarme a un museo.

Su padre se sentó sobre un saco de naranjas.

—Papá, hoy he ido al asilo Hijos de David. Es un lugar maravilloso. Un auténtico lugar
Yiddish
.

—No quiero ni pensar en ello.

—Papá, por favor.

—Escúchame, Abe. Me mantendré apartado de tu bella esposa.

Ella puede servir trafe cada lunes y cada martes; yo no diré ni una palabra.

—El señor Melnick está allí.

—¿Reuven Melnick, de Williamsburg?

—Sí. Te envía sus saludos. Dice que le encanta estar allí. Dice que la comida es como la de Catskills. Todo el mundo habla
Yiddish
, y tienen una shul en el mismo edificio, con un rabino y un recitador que van allí cada
Shabbat
.

El Zaydeh separó a Michael de sus rodillas y le dejó en pie sobre el suelo.

—Abe, ¿Quieres que me marche de tU casa? ¿Quieres que me marche?

Hablaba en
Yiddish
, en voz tan baja que Michael y su padre apenas podían oírle.

La voz de su padre tampoco era alta.

—Papá, sabes que no quiero. Pero Dorothy quiere que estemos solos. Ella es mi mujer, papá…

Apartó la vista.

El Zaydeh se echó a reír.

—Está bien —dijo, casi alegremente.

Cogió una caja de cartón y metió en ella sus volúmenes de los comentarios, sus pipas, seis latas de Prince Albert, varios tacos de papel y un paquete de lápices. Se acercó al barril de habichuelas y rebuscó en él hasta sacar la botella de whisky, que agregó a las cosas contenidas en la caja. Luego, salió de la tienda sin volver la vista atrás.

A la mañana siguiente, Michael y su padre fueron con él al asilo Hijos de David para ancianos y huérfanos. En el Chevrolet, su padre se esforzó por mantener una animada conversación.

—Te gustará tu habitación, papá. Está al lado mismo de la del señor Melnick.

—Eres un estúpido, Abe —replicó el Zaydeh—. Reuven Melnick es un viejo que habla, habla y habla. Tendrás que hacer que me cambien de habitación.

—Está bien, papá —concedió carraspeando nerviosamente.

—¿Y qué hay de la tienda? —preguntó inexpresivamente el Zaydeh.

—No te preocupes por la tienda. La venderé y depositaré el dinero en tu cuenta. Ya has trabajado mucho tiempo. Te mereces un descanso.

El asilo Hijos de David era un gran edificio de ladrillo amarillo, situado en la 11ª. Avenida. Había varias sillas en la acera. Cuando llegaron, tres ancianos y dos ancianas se hallaban sentados al sol, sin leer ni hablar, simplemente sentados. Una de las ancianas sonrió al Zaydeh cuando bajaron del coche. Llevaba un
Sheitel
color canela y una peluca que le sentaba bien; tenía la cara llena de arrugas.


Shalom
: saludó cuando entraron, pero ellos no le contestaron.

En la oficina de admisión, un hombre llamado Rabinowitz cogió las manos del Zaydeh.

—He oído hablar mucho de usted —dijo—. Lo pasará bien aquí.

El abuelo sonrió de modo extraño y cambió de brazo la caja que llevaba. El señor Rabinowitz atisbó en su interior.

—Oh, no podemos tener esto —declaró, alargando la mano y sacando una botella de whisky—. Va contra el reglamento, a menos que sea prescripción médica.

La sonrisa se hizo más amplia en el rostro del Zaydeh.

El señor Rabinowitz empezó a enseñarles el asilo. Les llevó a la capilla, en la que había abundancia de velas colocadas en vasos, ardiendo por los muertos, y a la enfermería, donde se hallaban acostados en cama media docena de ancianos, y a la sala de terapia, donde unos cuantos ancianos jugaban a las damas, hacían punto o leían el periódico judío. El señor Rabinowitz hablaba mucho. Tenía la voz ronca, y estaba continuamente aclarándose la garganta.

—Tenemos un viejo amigo que le está esperando —comunicó el señor Rabinowitz al Zaydeh cuando llegaron a una habitación.

En el interior de ésta había un hombre bajo y canoso que le echó los brazos al cuello a Isaac.

—¡Cuánto me alegro de verte! —exclamó.

—Hola, Reuven —dijo el abuelo.

—Tiene usted una bonita habitación, señor Melnick —observó el padre.

La habitación era muy pequeña. Había una cama, una mesa, una lámpara y una cómoda. De la pared colgaba un calendario judío Morrison Schiff. Sobre la cómoda se veía una Biblia, un mazo de cartas y una botella de coñac. Reuven Melnick se dio cuenta de que Isaac levantaba las cejas al ver el licor.

—Tengo prescripción facultativa. De mi hijo Sol, el médico.

—Un muchacho magnífico, tu Solly. Quiero que él me examine. Tú y yo vamos a ser vecinos de habitación —anunció el abuelo de Michael.

Abe Rivkind abrió la boca, recordando que Isaac le había dicho que le cambiaran de habitación, pero luego miró a la botella de coñac y volvió a cerrar la boca. Pasaron a la habitación contigua, abrieron la maleta del Zaydeh y pusieron sobre la cómoda las cosas de la caja. Luego se quedaron unos minutos en el pasillo. El suelo estaba cubierto con un brillante linóleo de color pardo. Todas las personas que había allí eran de edad avanzada, pero Michael se quedó sorprendido al ver a tres chicos, de su misma edad aproximadamente, que correteaban jugando en el pasillo y en dos habitaciones próximas. Llegó una mujer de uniforme blanco y les dijo que se retiraran, pero ellos se rieron de ella y le hicieron burla. Michael estiró a su padre de la manga.

—¿Qué están haciendo aquí? —cuchicheó.

—Viven aquí —repuso Abe—. Son huérfanos.

Michael recordó que había dicho a su Zaydeh que si Isaac se marchaba él le acompañaría, y se sintió muy asustado. Cogió la mano de su padre y la apretó con fuerza.

—Bueno, papá, será mejor que nos vayamos ya —indicó su padre.

El abuelo sonrió como antes.

—¿Vendrás a verme, Abe?

—Papá, nos verás tanto que acabarás diciendo que dejemos de molestarte.

El abuelo metió la mano en el bolsillo y sacó la bolsita de papel llena de jengibre azucarado. Isaac cogió un pedazo y se lo llevó a la boca, luego cogió la mano de Michael y la cerró en torno al cuello de la bolsa.

—Vete a casa, mine kind —se despidió.

Michael y su padre se alejaron rápidamente, dejándole solo sobre el reluciente piso de linóleo.

Durante el camino de regreso, su padre no habló una sola palabra. En cuanto se hubieron acomodado en el Chevrolet, Michael perdió el miedo y echó en falta a su Zaydeh. Se sintió triste porque no había rodeado con sus brazos al anciano ni le había dado un beso de despedida. Abrió la bolsa de papel y empezó a comer el jengibre. Aunque sabía que al día siguiente le ardería el tush, se lo comió todo, trozo a trozo. Acabó el contenido de la bolsa, en parte por causa del Zaydeh, y en parte porque tenía la impresión de que no iba a disponer de mucho jengibre en lo sucesivo.

5

En la fiesta de Joey Morello, su hermana Ruthie se peleó con una chica italiana y volvió a casa llena de arañazos y llorando. Michael sintió alegría e irritación al mismo tiempo. Le alegró que le hubiera pasado aquello a su hermana, y le irritó que su abuelo hubiera tenido que marcharse por causa de una fiesta en la que ella ni siquiera había disfrutado.

Al cabo de una semana, su padre había vendido la tienda a un joven inmigrante alemán, que instaló nueva iluminación y toda una serie de alimentos impuros. Las luces convirtieron la tienda, de una cueva misteriosa, en un gris y deseado establecimiento expendedor de artículos alimenticios. Michael nunca entraba allí, a menos que se lo ordenaran. Sin embargo, no fue sólo la tienda lo que se Vi0 afectado por la marcha del Zaydeh. En la casa de Rivkind, el cambio fue aún más acentuado. Dorothy iba de un lado a otro tarareando a media voz y pellizcando las mejillas de sus hijos. Complaciéndose culpablemente en su nueva libertad, ya no separaba los platos de leche de los de carne. Dejó de encender velas los viernes al atardecer y, en lugar de ello, programó una partida semanal de canasta para esa noche.

Abe Rivkind aprobaba aparentemente la nueva atmósfera. La separación de la acusadora mirada de su padre le permitía hacer varias cosas en que él había estado pensando durante algún tiempo. Su negocio de corsés llevaba una marcha floreciente («Toca madera, las fajas se están extendiendo rápidamente, y los sostenes se mantienen»), y había llegado a un punto en su vida comercial en que resultaba provechoso llevar a comer a un buen restaurante de Manhattan a un cliente si quería arrancarle un pedido. Le agradó la experiencia y, a veces, al llegar a casa por la noche, contaba a su mujer y a sus hijos las extrañas y maravillosas cosas que había comido. Se hizo un apasionado de la langosta, y sus descripciones del sabor de la rosada carne empapada eh mantequilla derretida excitaban sus imaginaciones.

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