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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (3 page)

Michael lo sabía, naturalmente, y dejó de instar a Max para que asistiese al baile. No sería ningún placer para un muchacho pasear con su amiga al borde del agua y contemplar en la otra orilla el sanatorio en que su madre había ingresado unos días antes.

Max se pasó la mayor parte del día en la cama, leyendo. Michael podía haber utilizado la habilidad de su hijo para hacer el payaso, porque estaba pasando un mal rato con Rachel, que quería estar con su madre.

—Si ella no puede venir aquí, vamos nosotros a visitar a mamá.

—No podemos hacerlo —le repitió de nuevo—. Va contra las reglas. No hay horas de visita ahora.

—Nos colaremos. Puedo estar callada.

—Ve a vestirte para los servicios —dijo él con suavidad—. Tenemos que estar en el templo dentro de una hora.

—Podemos hacerlo, papá. No hace falta que demos toda la vuelta al lago. Conozco un sitio en que hay un bote. Podemos cruzarlo, ver a mamá y volver en seguida. Por favor —dijo.

No pudo hacer más que darle una palmada en las nalgas y salir de la habitación para no oírla llorar. Asomó la cabeza en el cuarto de Max al pasar.

—Será mejor que te prepares, hijo. Vamos a ir en seguida al templo.

—¿Te importaría que yo no fuese?

Michael se le quedó mirando. Nadie de su familia había dejado nunca de asistir a los servicios, a menos que estuviese enfermo.

—¿Por qué? —preguntó.

—No quiero ser un hipócrita.

—No comprendo.

—He estado pensando en ello todo el día. No estoy seguro de que exista Dios.

—¿Dios es algo inventado?

Max miró a su padre.

—Quizá. ¿Quién lo sabe realmente? Nadie ha tenido jamás ninguna prueba. Puede ser una leyenda.

—¿Crees que he pasado más de la mitad de mi vida sirviendo a una nube de humo? ¿Perpetuando un cuento de hadas?

Max no respondió.

—¿Porque tu madre ha caído enferma —dijo Michael— y tú, en tu sabiduría, has razonado que si hubiera un Dios, Él no te la habría arrebatado?

—Exacto.

Su argumentación no era nada nuevo, y Michael no había aprendido nunca a refutarla, ni deseaba hacerlo tampoco. Un hombre o cree en Dios o no cree.

—Entonces, quédate en casa —dijo.

Lavó los enrojecidos ojos de Rachel y la ayudó a vestirse. Cuando, poco después, salían de casa, oyó la armónica de Max interpretando un blue. De ordinario, su hijo se abstenía de tocar el viernes por la noche por respeto al
Shabbat
. Pero aquella noche Michael comprendió. Si, como Max sospechaba, no existía Dios, ¿Por qué observar ninguna de las reglas sin sentido garabateadas en el poste del tótem?

Michael y Rachel fueron los primeros en llegar al templo. Él abrió de par en par las ventanas, tratando de atraer una ligera brisa. Llegó después Billy O’Connell, el organista, y luego Jake Lazarus, el recitador. Como de costumbre, Jake se apresuró a entrar en el cuarto de los hombres tan pronto como se hubo puesto su túnica negra y su casquete. Siempre permanecía allí diez minutos exactamente, inclinado sobre el lavabo mirándose al espejo mientras practicaba las escalas.

A las ocho y media, hora en que estaba previsto el comienzo del servicio, sólo habían llegado otras seis personas. Jake miró interrogativamente al rabino.

Michael le hizo una seña para indicarle que comenzarían: Dios no debía tener que esperar a los rezagados.

Fue entrando gente durante los treinta y cinco minutos siguientes, hasta que fueron veintisiete personas en total; era fácil contarlas desde el
Bemá
. Sabía que bastantes familias habían salido de vacaciones.

También sabía que podía reunirse por lo menos un
Minyán
en una bolera situada a poca distancia de allí, que aquella noche se estaban celebrando varios cócteles y que los teatros ambulantes, los clubes y varios restaurantes chinos albergaban, sin duda, más miembros de su congregación que el templo.

Años antes, el conocimiento de que sólo un puñado de su pueblo había acudido a la sinagoga para recibir el
Shabbat
habría sido un cuchillo hincado en sus entrañas. Pero desde hacía mucho tiempo había aprendido que para un rabino hasta un solo judío constituye compañía satisfactoria en la oración. Se hallaba en paz consigo mismo mientras dirigía el servicio para un minúsculo grupo que apenas llenaba las dos primeras filas de bancos.

La noticia de la enfermedad de Leslie se había propalado, como siempre ocurre con estas cosas, y varias de las señoras se mostraron notablemente solícitas con Rachel durante el Oneg
Shabbat
, el período de descanso siguiente al servicio. Michael se sintió agradecido. Se quedaron hasta bastante tarde, deseando la compañía del rebaño.

Cuando llegaron a casa, la luz en el cuarto de Max estaba apagada, y Michael no le molestó.

El sábado fue una repetición del viernes. El
Shabbat
, por regla general, era un tiempo de descanso y meditación, pero aquel día no había paz en la casa de los Kind. Cada uno de ellos sufría a su manera. Poco después de cenar, Michael fue avisado de que había muerto la esposa de Jack Glickman. Eso quería decir que tendría que pasar la velada en una visita de condolencia. Detestaba la idea de dejar a los niños.

—¿Quieres salir? —preguntó a Max—. Si quieres, llamo a alguna persona para que se quede con Rachel.

—No voy a ir a ninguna parte. Ella estará perfectamente.

Más tarde, Max recordó que, después de salir su padre, él había dejado su libro y se había detenido un momento en la habitación de Rachel mientras iba al baño. Apenas si había oscurecido, pero ella estaba ya con el pijama puesto, echada de cara a la pared.

—Rachel —dijo con suavidad—, ¿Estás dormida?

No hubo contestación, por lo que se encogió de hombros y siguió adelante. Volvió a su libro, esta vez sin dejarlo, hasta que, una hora después, sintió las punzadas del hambre. Al dirigirse a la cocina, pasó de nuevo junto a la habitación de Rachel.

La cama estaba vacía.

Perdió cinco minutos recorriendo la casa y, luego, el patio, llamándola por su nombre y sin atreverse a pensar en el lago y en el bote al que ella había estado deseando subir para lanzarse en brazos de su madre. Ni siquiera sabía si se trataba de un bote real o imaginario, pero sabía que tendría que llegarse al lago. Su padre se había llevado el coche, por lo que solamente podía disponer de la odiada bicicleta. La descolgó de los dos oxidados clavos de que se hallaba suspendida en la pared del garaje, observando, con una mezcla de ira y de miedo, que la bicicleta de Rachel faltaba de su acostumbrado lugar junto a la segadora mecánica. Luego, pedaleó a través de la húmeda noche de agosto a toda la velocidad de que era capaz Vivían a menos de ochocientos metros del lago Deer, pero sudaba abundantemente cuando llegó allí. Una carretera rodeaba el lago, pero no corría junto a la orilla, y los árboles ocultaban el agua incluso durante el día. Un estrecho sendero discurría paralelamente al borde del agua. Tenía una superficie irregular, surcada por las raíces de los árboles, y era imposible recorrerlo en bicicleta. Pero permaneció sobre su bicicleta tanto tiempo como Rachel había permanecido sobre la suya. Vio el rojizo resplandor de la luna sobre el reflector de la bicicleta de Rachel, donde ella la había dejado apoyada junto a un árbol, al borde del sendero, y dejó caer la suya a su lado.

—¡Rachel! —llamó.

Los grillos chirriaban entre la hierba y el agua chasqueaba contra las rocas. Brillaba débilmente la luna, y escudriñó con atención las aguas próximas a la orilla.

—¡Rachel!

Alguien se echó a reír debajo de un árbol cercano, y por un momento creyó que la había encontrado. Pero luego distinguió tres figuras, dos hombres en traje de baño y una mujer que no era muchos años mayor que él. Llevaba un sostén y una falda de algodón y estaba sentada con la espalda apoyada contra un árbol con las rodillas al aire. La luna brillaba suavemente en sus muslos.

Volvió a reírse.

—¿Has perdido a tu chica, hijito?

—Mi hermana —dijo Max—. ¿Han visto a una niña? Tiene ocho años.

Los tres tenían en la mano latas de cerveza abiertas. La mujer se acercó la suya a los labios y bebió, mientras su blanca garganta se movía al tragar.

—Ah, está estupenda —murmuró.

—No hemos visto ninguna niña —dijo uno de los hombres.

Echó a correr por el camino. El otro hombre dijo algo mientras se alejaba, y los tres soltaron la carcajada.

Recordó que dos veranos antes había estado nadando una tarde en aquella parte del lago, cuando se descubrió el cadáver de un hombre ahogado. El pelo del hombre chorreaba cuando lo sacaron, y su carne parecía de pasta. Rachel solamente sabía chapotear a estilo perro y cuando intentaba hacer el muerto se le metía agua en la nariz.

—¡Por favor, Dios! —exclamó—. ¡Oh, Dios, por favor, por favor, por favor!

Continuó corriendo y corriendo, tropezando en el áspero sendero, demasiado jadeante ya para gritar, rezando silenciosa e incesantemente.

El bote estaba a unos sesenta metros de distancia de la orilla cuando lo vio. Era un viejo esquife. Parecía negro a la luz de la luna y estaba mal enfilado, apuntando con la proa a la orilla próxima. Una pequeña figura con pijama blanco se hallaba sentada en un rincón de la popa.

De dos nerviosas patadas, Max se quitó los zapatos y, luego, se sacó los pantalones, que, hechos una bola cuando los apartó de sí, rodaron por la borrosa línea de la orilla y cayeron al agua, pero él no se preocupó en buscarlos. En lugar de ello, se arrojó al lago. El agua era poco profunda junto a la orilla, con un fondo rocoso a un metro y medio, a donde fue a parar en su zambullida. Su pecho rozó ligeramente las rocas; luego, se elevó y empezó a nadar hacia el bote, moviendo rápidamente las piernas. Llegó hasta él y subió a bordo.

—Hola, Max —dijo Rachel, como en sueños.

Estaba hurgándose la nariz.

Él se dejó caer despatarrado en el fondo del bote y trató de recobrar el aliento. Había mucha agua sucia en el esquife, que era muy viejo y tenía abundantes grietas.

—Mamá está allí —dijo Rachel.

Max miró la franja de luces amarillas que señalaba Rachel. Se hallaban en la orilla más alejada, a unos cuatrocientos metros de distancia. Se acercó a su hermana y la rodeó con sus mojados brazos. Los dos permanecieron inmóviles unos minutos, contemplando las luces del hospital. No hablaban. Reinaba una gran quietud. De vez en cuando, llegaban sobre las aguas ráfagas de música del baile que se estaba celebrando en el granero. Más cerca, una muchacha empezó a reír estridentemente, y luego, a gritar. «Los bebedores de cerveza», pensó Max.

—¿Dónde están los remos? —dijo por fin—. Los dos remos.

—Sólo había uno, pero lo he perdido. Creo que se ha hundido.

¿Por qué estás en calzoncillos? Es gracioso cómo se te pegan a la piel.

Él llevaba un rato observando el agua que había en el fondo del bote, y se advertía claramente que iba subiendo.

—Rachel —dijo—, este bote se está hundiendo. Voy a tener que llevarte nadando hasta la orilla.

Rachel miró las negras aguas.

—No —dijo—. No quiero.

Él la había remolcado muchas veces jugando en el agua, pero estaba cansado y dudaba de que pudiera llevarla a la orilla si ella oponía resistencia.

—Rachel, si me dejas llevarte a la orilla te daré medio dólar —dijo.

Ella movió la cabeza.

—Lo haré con una condición.

Max miró al agua. Estaba empezando a subir suavemente.

—¿Cuál?

—Que me dejes tocar tu armónica dos días enteros.

—Bueno, vamos —dijo.

Se deslizó por la borda del bote y se sostuvo en el agua mientras levantaba los brazos para recibir a Rachel. Ésta dio un chillido al meterse en el agua, pero se quedó quieta mientras él se ponía de espaldas, sujetándole con una mano la barbilla, y la llevaba a la orilla.

Sus zapatos estaban donde los había dejado, pero sus pantalones no se veían por ninguna parte. Se metió en el barro y tanteó el agua con las manos.

—¿Qué estás buscando?

—Mis pantalones.

—Mira a ver si puedes encontrar el remo.

Max buscó infructuosamente durante diez minutos, obsequiando a su hermana con varias adiciones a su vocabulario, y, luego, desistió.

La llevó de la mano hasta el lugar en que habían dejado las bicicletas, manteniéndose atento por si veía a los dos hombres y a la mujer, pero la única señal de ellos fue un montón de latas de cerveza vacías bajo el árbol donde habían estado bebiendo.

Tardaron bastante tiempo en volver a casa. Los calzoncillos de Max no tenían cierre de cremallera. Eligió las calles más oscuras que pudo encontrar, y dos veces se ocultó tras unos matorrales próximos para hurtarse a la luz de los faros de los automóviles.

Finalmente, cansado y lleno de arañazos, se encontró en la oscuridad del garaje. Dejó a un lado las bicicletas. No encendió las luces. No había cortinas en las ventanas del garaje.

—No escupiré en tu armónica, Max —dijo Rachel. Se quedó afuera, en el camino, rascándose—. Date prisa —añadió, bostezando—. Quiero un vaso de leche.

Max se había vuelto a medias para salir cuando el sonido de unas pisadas en el camino le dejó clavado donde estaba. Eran pasos ligeros, femeninos, y había adivinado de quién eran aun antes de oír la voz de Dessamae Kaplan.

—¿Rachel? ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Dónde está Max?

—Hemos estado nadando y montando en bici. Yo he ido en pijama, y Max lleva su ropa interior. ¿Ves?

Con el dedo pulgar accionó el conmutador de la luz, y apareció Max, con sus embarrados calzoncillos amarillos, como si hubiera echado raíces en el suelo manchado de grasa del garaje. Se tapó el bajo vientre con las manos, mientras el amor de su vida lanzaba un chillido y se esfumaba en la oscuridad.

Todo esto se lo contó Max al rabino Kind la noche del viernes siguiente, cuando se dirigían juntos al servicio del sábado en el templo.

Y tres meses después, Michael pensaba en el cumpleaños de su hijo, mientras se hallaba sentado, con su carta de felicitación, sus tarjetas y su regalo extendidos delante de él, escribiendo una carta a su mujer, hospitalizada en la clínica desde la que se dominaba la orilla en que su hijo había encontrado a Dios y perdido sus pantalones.

3

Una oscura noche, en que los copos de nieve, grandes como plumas de ave, volaban horizontalmente impulsados por el viento del nordeste, sacó tres brazadas de leña del cobertizo trasero y encendió el fuego en la chimenea, procurando que las llamas se elevaran bastante para que irradiasen su calor en la habitación. Luego se preparó un vaso grande de whisky con soda y cogió el tratado
Berakot
, sumergiéndose en las intrincaciones del
Talmud
babilónico como un hombre que se refugia en un sueño.

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