—Baruk.
Los ancianos gruñeron o rezongaron la corrección todos al mismo tiempo, y el brusco coro de sus voces le abofeteó la cara como si le hubieran golpeado con una toalla mojada. Levantó deslumbrado los ojos y vio pintada la desesperación en los de su padre. Volvió a empezar la segunda frase.
—Baruk adonai hameborok leolan voed. Baruk atá adonai, elohenu melek haolam.
Terminó con voz ronca la brocha, se sumergió ciegamente en la lectura de la
Torá
y en las bendiciones siguientes y empezó la
Haftará
. Durante cinco minutos, siguió balbuceando. Su voz sonaba huecamente en medio de un silencio que él sabía provocado por el convencimiento de los circunstantes de que en cualquier momento se extraviaría irremediablemente en la complejidad del pasaje hebreo o en la vieja melodía. Pero, como un torero herido, cuya experiencia y disciplina se resistían a dejarle en misericordioso olvido bajo los cuernos del toro, se resistía a morir. Su voz se hizo más firme. Sus rodillas cesaron de temblar. Continuó cantando, y los asistentes se echaron hacia atrás en sus asientos, sintiéndose a medias decepcionados al ver que no iban a ser testigos de un fracaso para su diversión.
Al poco rato, había olvidado al círculo de barbudos críticos que le rodeaban y al gran auditorio de amigos y parientes. Captado por la melodiosa sinfonía y la belleza del hebreo, se balanceaba a un lado y a otro, siguiendo el ritmo de su propio canto. Al llegar al final del pasaje, estaba disfrutando inmensamente, y lanzó con pena la última nota, prolongándola tanto como se atrevió.
Levantó la mirada. El rostro de su padre ostentaba la expresión que hubiera adoptado si la Primera Dama le acabara de decir personalmente que quedaba nombrado proveedor oficial de sostenes para la Casa Blanca. Abe echó a andar en dirección a su hijo, pero, antes de que pudiera llegar hasta él, Michael se vio rodeado por un bosque de manos, todas alargadas para alcanzar su húmeda palma, mientras un coro de voces le deseaban mazal tob, buena suerte.
Caminó con su padre por el pasillo central hacia el fondo de la sinagoga, donde su madre esperaba al pie de las escaleras. Mientras avanzaban, estrecharon las manos de una docena de personas, y él aceptó sobres conteniendo dinero de hombres cuyos nombres ignoraba. Su madre, con el rostro cubierto de lágrimas, le besó, y él estrechó sus gruesos hombros.
—Mira quién está aquí, Michael —le dijo ella, apuntando con el dedo.
Levantó la mirada y vio a su abuelo, que se acercaba hacia ellos por el pasillo central de la sinagoga. Isaac había dormido en el cercano apartamento de uno de los planchadores de Abe, con el fin de poder ir andando hasta la sinagoga y evitar de esta manera la violación de la ley del
Shabbat
, que prohíbe montar en un vehículo.
Hasta varios años más tarde, no se le ocurrió a Michael pensar en lo astutamente que su abuelo había dirigido su guerra contra Dorothy y en lo grande que había sido su victoria. Su estrategia había requerido paciencia y el transcurso del tiempo. Pero, sirviéndose de estas armas, y sin levantar una sola vez la voz, había vencido a su nuera y convertido su casa en el observante lugar que el quería que fuera.
Por supuesto, Michael, sin él mismo darse cuenta, había sido su agente.
La derrota de Stash Kwiatkowski le había proporcionado un ímpetu que, durante varios meses, le hizo desear ir hasta la escuela hebrea y volver de ella todos los días. Cuando este placer se hubo agotado y dejó de sentirse ya Jack el Mata gigantes, había quedado prendido en el ritmo de un proceso de aprendizaje. Reb Yazle siguió a Reb Jaim, y Reb Doler sustituyó a Reb Yazle. Luego, durante dos años, se sumergió todas las tardes en la cálida aura emitida por los ojos azul eléctrico de la señorita Sophie Feldman, simulando empaparse en sabiduría y temblando cada vez que ella pronunciaba su nombre. La señorita Feldman tenía el pelo color de miel y una hilera de pecas al borde de una nariz deliciosamente respingona. Durante las clases, ella se sentaba con los tobillos cruzados, moviendo la punta del pie en un perezoso círculo que él contemplaba con una fascinación que, de alguna manera, le permitiría recitar la lección cuando era llamado.
Cuando ella se convirtió en la señora Hyman Horowitz y salió de la clase por última vez con su vacilante paso de embarazada, él no encontraba satisfacción en lujos como el de sentir celos, porque tenía ya trece años y el
Bar misvá
asomaba ante él. Pasaba todas las tardes en la clase especial de
Bar misvá
de Reb Moishe, el director de la escuela, estudiando su
Haftará
. Cada dos domingos, cogía el metro hasta Brooklyn y le cantaba la
Haftará
a su abuelo, sentado junto a la cama en la habitación de Isaac. Ambos llevaban
Tal lit
y, con la cabeza cubierta, seguían las palabras del libro con un dedo sudoroso, mientras él las cantaba lentamente y dándose mucha importancia.
Su abuelo permanecía con los ojos cerrados, igual que Reb Jaim, y cuando Michael cometía un error, volvía a la vida y cantaba la palabra correcta con débil y cascada voz. Después de la recitación de Michael, Isaac le formulaba sutiles preguntas acerca de la vida en el hogar, y lo que oía debía de llenarle de satisfacción. La exposición de Michael a la influencia de la sinagoga Hijos de Jacob había incidido en el espíritu
Reformista
que penetrara en la casa de los Kind.
A Dorothy Kind no le iba bien el papel de revolucionaria. Cuando Michael empezó a interrogar sobre la presencia en su casa de carnes y pescados que sus rebs de la escuela hebrea le decían que estaban prohibidos a los buenos judíos, su madre aprovechó la excusa para alejarlos de la casa. Desafiada por su suegro, había luchado con energía por su derecho a ser una librepensadora. Interrogada inocentemente por su hijo, se conformaba con mansedumbre y con vivificada conciencia. Las luces del
Shabbat
volvieron a encenderse en el apartamento los viernes por la noche, y la leche fue leche, y la carne, carne, y los dos no se mezclaron.
Ahora, cuando su abuelo hubo llegado lentamente hasta ellos a través de la atestada sinagoga, Dorothy le sorprendió dándole un cariñoso beso.
—¿No ha estado maravilloso Michael? —preguntó.
—Una buena
Haftará
—admitió ceñudamente.
Besó a Michael en la cabeza. El servicio había terminado, y los miembros de la congregación se acercaban a ellos. Recibieron las felicitaciones hasta que les hubo estrechado la mano la última persona. Después se dirigieron al interior, en donde se habían dispuesto mesas con trocitos de hígado, sardinas en escabeche y botellas de whisky escocés de contrabando.
Antes de reunirse con los invitados, su abuelo retiró del cuello de Michael el pequeño manto de oración que éste llevaba. Isaac se quitó su propio
Tal lit
y pasó los pliegues de seda en torno a su nieto. Michael conocía bien aquel
Tal lit
. No era el que Isaac llevaba todos los días. Había comprado aquel manto de oración poco después de su llegada a América, y lo llevaba sólo en las grandes fiestas y ocasiones especiales. Todos los años era cuidadosamente lavado, y envuelto y guardado después de ponérselo cada vez. La seda, aunque ligeramente amarillenta, estaba bien conservada, y el bordado azul se mostraba todavía brillante.
—Papá, tu
Tal lit
bueno —protestó su madre.
—Él lo cuidará —respondió el Zaydeh—. Como un buen judío.
A los trece años, en una fría mañana de invierno, se convirtió en miembro de las masas trabajadoras. Fue en coche hasta Manhattan con su padre, saliendo de casa antes de que se levantara de la cama el resto de la familia. Desayunaron zumo de naranja, crema de queso y crujientes panecillos, y se entretuvieron un rato charlando agradablemente ante unas tazas de café. Luego, salieron de la cafetería y cruzaron la calle en dirección al viejo edificio en cuyo cuarto piso se albergaban los talleres de Fajas Kind.
Los sueños en que se había complacido Abe cuando cambió la denominación de la firma y su propio apellido no habían llegado a materializarse. Cualquiera que sea el ingrediente que transforma un saludable negocio en una rica empresa se le había escapado a Abraham Kind. Pero si bien el negocio no había prosperado brillantemente, continuaba suministrando aceptables ingresos.
Las instalaciones se componían de dieciséis máquinas atornilladas a un grasiento suelo de madera y rodeadas por mesas sobre las que había abundancia de paños, copas, ballenas, ligas y otros materiales que habían de convertirse en corsés, ligueros, fajas y sostenes. La mayoría de los empleados de su padre eran diestros trabajadores que llevaban muchos años con él.
Michael conocía ya a muchos de los trabajadores de su padre, pero éste le llevó de una máquina a otra y se los fue presentando con cierta solemnidad.
Un cortador de pelo blanco llamado Sam Katz se quitó el cigarro de la boca y se dio unas palmadas en el redondo vientre.
—Soy el representante del sindicato —dijo—. ¿Quieres que negocie los asuntos sindicales contigo o con tu padre? Abe sonrió.
—Oye, deja en paz a este chico con tu propaganda sindical.
Por lo que te conozco, serías capaz de incluirle en la comisión negociadora.
—No es mala idea. Gracias. Creo que lo haré.
La sonrisa de su padre se esfumó cuando se dirigían hacia el despacho.
—Gana más dinero que yo —dijo.
Una pared separaba el despacho del recinto de las máquinas. El recibidor, alfombrado, tenía una suave iluminación y había sido bien amueblado en los días en que Abe alimentaba todavía grandes ilusiones sobre el futuro. Por la época en que Michael empezó a trabajar allí, los muebles estaban un tanto destartalados, pero todavía de buen ver. Un cubículo de cristal existente en un rincón contenía dos mesas, una para su padre y otra para Carla Salva, la contable.
Estaba sentada detrás de sus libros de contabilidad, arreglándose las uñas. Les dio los buenos días con una resplandeciente sonrisa. Tenía unos dientes increíblemente blancos y una boca que la naturaleza había dotado de finos labios y que Max Factor había vuelto a modelar con roja jugosidad. Junto a la nariz tenía un lunar oscuro. Era una muchacha portorriqueña de piel cremosa, opulentos senos y esbeltas caderas.
—¿Hay correo? —preguntó Abe.
Ella señaló con la uña recién pintada de su dedo índice, tan afilada y roja como un ensangrentado estilete, un montón de papeles que había a un extremo de su mesa. Su padre los cogió, los llevó a su mesa y empezó a separar los pedidos de las facturas.
Michael permaneció en pie unos minutos, luego, carraspeó.
—¿Quieres que haga algo? —preguntó.
Abe levantó la mirada. Había olvidado que el muchacho estaba allí.
—Oh —dijo. Le llevo a un pequeño armario y le enseñó una desvencijada aspiradora Hoover que había allí—. Limpia las alfombras.
Estaban muy necesitadas de limpieza. Después de haber limpiado las alfombras con la aspiradora, regó las dos grandes plantas y luego se puso a dar brillo al soporte metálico del cenicero. Estaba haciendo esto a las diez y media, cuando entró el primer cliente. Abe salió del cubículo de cristal en cuanto le vio.
—¡Señor Levinson! —exclamó. Se estrecharon calurosamente las manos—. ¿Qué tal van las cosas por Boston?
—Podrían ir mejor.
—Aquí también, aquí también. Pero esperemos que no tarden en ir viento en popa.
—Traigo un nuevo pedido para usted.
Entregó una hoja de pedido a Abe.
—¿No habrá venido hasta Nueva York sólo para repetir el pedido anterior? Tengo varias cosas preciosas para enseñarle.
—Tendría que ser muy bueno el precio, Abe.
—Señor Levinson, usted y yo podemos hablar de precios más tarde. Lo único que le pido es que tome asiento y contemple estas cosas nuevas.
Volvió la mirada hacia el cubículo.
—Carla, la nueva línea —dijo su padre.
Ella asintió y dirigió una sonrisa al señor Levinson. Entró en el almacén y a los pocos minutos pasó al vestuario, llevando dos cajas. Cuando salió, sólo llevaba puesto un corsé.
Las manos de Michael se helaron en torno al soporte de metal que estaba abrillantando. Nunca había visto una parte tan grande del cuerpo de una mujer. Las copas del corsé moldeaban los pechos de Carla en dos elevadas bolas de carne que le hacían flaquear las rodillas. Tenía un lunar en la cara interior del muslo izquierdo que hacía juego con el de la cara.
Su padre y el señor Levinson no parecieron darse cuenta de la existencia de ella. Levinson miraba al corsé, y su padre miraba al señor Levinson.
—No me convence —dijo finalmente el comprador.
—¿Ni siquiera le interesa saber lo baratos que pueden resultar?
—Sería una extravagancia a cualquier precio. Tengo ya demasiados en el almacén.
Su padre se encogió de hombros.
—No discutiré.
Carla volvió al vestuario y salió con una faja y un sostén negro. La faja era lo suficientemente baja como para que el ombligo de la muchacha le hiciera guiños secretamente a Michael, mientras ella paseaba de un lado a otro delante de los dos hombres. El señor Levinson no pareció sentir más interés por la faja del que había sentido por el corsé, pero se echó hacia atrás y cerró los ojos.
—¿Cuánto?
Parpadeó cuando Abe se lo dijo. Discutieron acaloradamente varios minutos. Luego, su padre se encogió de hombros e hizo una mueca mientras accedía a la última oferta del señor Levinson.
—Bueno, ¿Y cuánto por los corsés?
Su padre sonrió, y comenzó de nuevo el regateo. Cuando el trato quedó cerrado, ambos hombres parecían satisfechos. Tres minutos después, el señor Levinson se había marchado, y su padre y Carla estaban de nuevo sentados a sus mesas. Él se quedó frotando vigorosamente, mirando a hurtadillas la aburrida cara de Carla y deseando ardientemente que cruzara la puerta otro cliente.
Le gustaba trabajar con su padre. Los sábados, en que el establecimiento cerraba a las cinco de la tarde, los dos solían ir a cenar a un restaurante y, luego, al cine o, a veces, al Garden, a ver un partido de baloncesto o un combate de boxeo. Varias veces fueron a la YMHA, hicieron ejercicio juntos y se sentaron luego en el baño de vapor.
Su padre podía estar respirando vapor indefinidamente y salir luego con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Michael tenía que salir de la habitación a los cinco o diez minutos, con las rodillas débiles y extraída de su cuerpo toda la vitalidad.