La verdad en cuanto al abuelo de Michael era que mostraba hacia el mundo tanta ternura como una madre hacia su hijo enfermo. Pero un invencible miedo a los gentiles ocultaba ese amor bajo una gruesa capa. Había adquirido ese miedo en la ciudad besarabia de Kichinev, donde había nacido.
Kichinev tenía 113.000 habitantes. Casi ochenta mil de ellos eran judíos. Varios miles, gitanos. El resto eran rumanos moldavos. Aunque constituían mayoría en la ciudad, los judíos de Kichinev se sometían con resignación a las maldiciones, insultos y mofas de los moldavos, conscientes de que Kichinev era un guetoisla rodeado por un mar de hostilidad. Si un judío quería salir de la c1udad para trabajar en la recogida de fruta o en el comercio de uvas en las vides o en las bodegas de la comarca, se veía impedido de hacerlo por la prohibición del Gobierno. La administración imponía pesados impuestos sobre los judíos, los confinaba estrechamente y sostenía un periódico diario —el Bessarabetz—, editado por un fanático antisemita llamado Pavolachi Krushevan, cuyo único objetivo era incitar a sus lectores al derramamiento de sangre judía.
Michael se familiarizó con el nombre de Krushevan siendo todavía niño, aprendiendo en las rodillas de su zaydeth a odiarlo con el mismo sentimiento que inspiraba el nombre de
Hamán
. En vez de cuentos de hadas o canciones de cuna, cuando se acurrucaba en el regazo del Zaydeh en la misteriosa penumbra de la pequeña tienda de comestibles, oía las leyendas de cómo había llegado su abuelo a América.
El padre de Isaac había sido Mendel Rivkind, uno de los cinco herreros de Kichinev, un hombre que siempre tenía en la nariz el olor a sudor de caballo. Mendel era más afortunado que la mayoría de sus paisanos judíos: era propietario. Contra la pared norte de la pobre y combada estructura de madera que llamaba su casa había dos fraguas de fabricación casera. En ellas quemaba carbones que se hacía él mismo en un hoyo de tierra, avivando el fuego con un enorme fuelle de cuero, confeccionado con la piel de un toro.
En Kichinev había gran número de personas sin trabajo. Nadie podía permitirse pagar mucho por hacer herrar a sus animales, y la familia Rivkind era tan pobre como sus vecinos. Era difícil hasta la mera existencia, y ahorrar dinero era algo que los judíos de Kichinev nunca se detenían a considerar, porque no había dinero sobrante que ahorrar. Pero un mes antes del nacimiento de Isaac, dos de los primos de Mendel Rivkind fueron salvajemente apaleados por una turba de jóvenes moldavos borrachos. El herrero decidió que algún día, como fuese, él y su familia huirían a una parte mejor del mundo.
Si antes habían sido pobres, esta decisión les dejó en la miseria. Se negaron todo lujo y suprimieron gastos que antes habían considerado necesarios. Rublo a rublo, fue creciendo un pequeño montón de dinero detrás de un ladrillo suelto en la base de una de las fraguas. Nadie, fuera de Mendel y Sonia, su mujer, conocía su existencia; no se lo dijeron a nadie porque no querían ser asesinados cualquier noche mientras dormían por un campesino cargado de cerveza.
Transcurrieron los años, y cada año el montón de dinero aumentaba en una cantidad lastimosamente pequeña. Después de que Isaac fue
Bar misvá
, su padre le llevó a la fragua una noche oscura y helada y, apartando el ladrillo, le permitió palpar los rublos acumulados y le habló de su sueño.
Era difícil formar el capital de la libertad con la suficiente rapidez como para mantener el ritmo de crecimiento de la familia. Primero había llegado Isaac; luego, tres años más tarde, una hija, a la que habían puesto el nombre de Dora, como su abuela, Alehá ha
Shalom
, que en paz descanse. Para 1903, se había ahorrado un número de rublos suficiente para pagar tres pasajes de cubierta a Estados Unidos. Pero Dora tenía para entonces dieciocho años, e Isaac, veintidós y llevaba ya un año casado. Su mujer, Itta Melnikov, sentía ya una vida en su vientre, un niño que necesitaría fueran guardados más rublos detrás del ladrillo en los años siguientes.
Los tiempos empeoraban. Krushevan iba haciéndose más estridente. Una muchacha cristiana, internada en el hospital judío de Kichinev, se suicidó. En un shtetl próximo, el tío de un muchacho le mató a palos en un ataque de furor provocado por la embriaguez. Krushevan se lanzó ansiosamente sobre los dos incidentes Cada una de las víctimas había sido muerta por los judíos, que practicaban la abominable ceremonia del asesinato ritual, informaba su periódico.
Evidentemente, había llegado el momento de que se marcharan los que podían hacerlo. Mendel le dijo a Isaac que cogiera el dinero y se fuese; el resto de la familia podía seguirle más tarde. Isaac tenía otras ideas. Era joven y fuerte, y su padre le había enseñado el oficio de herrero. Itta y él se quedarían en Kichinev y continuarían ahorrando rublos para el día en que pudieran marcharse. Entretanto, Mendel, Sonia y Dora podían ir a Estados Unidos y ahorrar dinero para contribuir al viaje de Isaac, Itta y su hijo al Nuevo Mundo. Cuando Mendel se opuso, Isaac le recordó que Dora estaba en edad de contraer matrimonio. ¿Quería su padre que se casara con un judío pobre de Kichinev y contara la clase de vida que implicaba semejante matrimonio? Ella era una muchacha hermosa. En América podía hacerse un shtdduj, un casamiento que le diese un futuro maravilloso… e incluso ayudase a toda la familia.
Mendel accedió de mala gana. Se rellenaron laboriosamente las solicitudes necesarias y fueron presentadas con ayuda de un recaudador de impuestos judío, que aceptó entre protestas los seis rublos que Menchel le puso a la fuerza en sus manos, pero que no hizo el menor gesto para devolver el dinero. Iban a marchar el 30 de mayo. Mucho antes de que llegaran los valiosos pasaportes y fueran colocados detrás del ladrillo con el dinero de la libertad, Sonia, Itta y Dora comenzaron a hacer colchones de plumas y almohadas, revisando una vez y otra los pocos objetos de propiedad personal, tratando de decidir qué debían llevarse y qué debían dejar.
A primeros de abril, los hombres empezaron a andar escasos de carbón con el que alimentar las fraguas. Mendel obtenía su madera en los bosques situados a veinte kilómetros de Kichinev, duros troncos de castaño que compraba baratos a los campesinos que talaban los árboles para crear tierras de labor. Él mismo cargaba, serraba, partía y quemaba el carbón vegetal. Era un trabajo interminable. Aunque los judíos se hallaban confinados en el gueto, el Gobierno reconocía la importancia de mantener los animales en condiciones de trabajar, y se concedían permisos a los herreros para salir de la ciudad con el fin de comprar madera. Puesto que Isaac iba a ser el nuevo dueño del negocio, aquella vez decidió ir él a comprar la madera. Cuando Itta se enteró, le suplicó que le permitiera acompañarle. Salieron a la mañana siguiente, sentándose, felices y orgullosos, en el elevado pescante del carro, detrás de los dos viejos caballos.
Fue un viaje maravilloso. La primavera estaba en el aire. Isaac dejó que los caballos caminaran lentamente a su propio aire, y la pareja disfrutó con la contemplación del paisaje a medida que avanzaban. Cuando llegaron a la zona de bosques que estaban siendo talados, era ya mediodía. Los campesinos quedaron complacidos ante la perspectiva de un dinero inesperado que les ayudara a pagar las deudas que habían contraído con motivo de la Pascua. Permitieron a Isaac recorrer el bosque y marcar los árboles que mejor servían a sus propósitos. Eligió madera joven, que le sería más fácil serrar cuando se la llevara a casa. Aquella noche, Itta y él comieron opíparamente kasher, la comida autorizada por la ley judía, que les había preparado Sonia. Los campesinos estaban acostumbrados a eso y comprendieron. Durmieron en una pequeña choza próxima a los campos, excitados y contentos con la novedad de estar juntos fuera de casa, ella con la cabeza apoyada en su hombro y él con la mano sobre su hinchado vientre.
Por la mañana, Isaac trabajó en mangas de camisa con los aldeanos, derribando los árboles y cortando las ramas y cargando luego los troncos en el carro. Cuando hubieron terminado, el sol brillaba alto en el cielo. Isaac pagó al labriego ocho rublos por la madera, le dio calurosamente las gracias y recibió un agradecimiento igualmente sincero; luego, saltó al pescante, al lado de Itta, y arreó a los caballos, que se pusieron en marcha, remolcando la pesada carga.
El sol se estaba poniendo cuando llegaron a la vista de Kichinev. Se habían dado cuenta de que algo marchaba mal cuando estaban aún a varios kilómetros de distancia de la ciudad. Un criador de cerdos, cliente desde hacía mucho tiempo de la herrería, llegó por la carretera en dirección a ellos, montado en una yegua cuyas herraduras habían sido ajustadas por el martillo de Mendel la semana anterior. Cuando Isaac le saludó alegremente, el hombre palideció. Espoleó salvajemente a su cabalgadura y se lanzó a través de los campos.
Al acercarse más, vieron las primeras hogueras; ascendían hacia el cielo largas columnas de humo, teñidas de púrpura por el sol poniente. Al poco rato, oyeron los lamentos. No se dijeron nada el uno al otro, pero Isaac podía oír la respiración silbante de su mujer, un aterrorizado sonido que era más bien un sollozo, mientras los caballos arrastraban el cargado carro a través de calles flanqueadas a ambos lados por largas filas de edificios que aún ardían.
En la herrería no quedaban en pie más que las fraguas de ladrillo, ennegrecidas ahora por fuera igual que por dentro. La casa estaba casi por completo destruida, carbonizada y sin tejado. Junto a ella estaba el hermano de Itta, Solomón Melnikov. Lanzó un grito de alegría al verles vivos e ilesos. Y luego, como un niño, apoyó la cabeza en el hombro de Isaac y se echó a llorar.
Isaac e Itta se alojaron en casa de los Melnikov durante el funeral y los siete días de luto. Todo Kichinev observó el shiva. Cuarenta y siete judíos habían sido muertos en el pogrom. Casi seiscientos estaban heridos. Dos mil familias habían sido sumidas en la mas completa ruina por las enloquecidas turbas que habían recorrido la ciudad, violando y mutilando antes de dedicarse a cortar gargantas y aplastar cráneos. Setecientas casas habían sido destruidas. Igual número de tiendas judías fueron saqueadas.
La última noche de la semana de luto, Isaac se dirigió solo a la destruida herrería a través de las oscuras calles, entre calcinados restos de casas que parecían los huecos dejados por los dientes en una mandíbula. El ladrillo suelto de la base de la fragua salió casi con demasiada facilidad, y, por un momento, estuvo seguro de que los pasaportes y el dinero habrían desaparecido. Pero estaban allí. Se los guardó en los bolsillos, volviendo a colocar en su sitio el ladrillo de modo que cerrase el agujero de la base.
Dio a los Melnikov el pasaporte de su madre; nunca supo si lo usó alguien para salir de Kichinev. Solamente se despidieron de los Melnikov y de los primos de su padre, que también habían sobrevivido a la matanza.
La familia Melnikov fue exterminada por la epidemia de gripe que en 1915 arrasó a Besarabia. Pero, como solía decir el Zaydeh de Michael, ésa es otra historia, de la que no son conocidos todos los hechos.
Su abuelo refería estos sucesos una y otra vez, hasta que su madre, que siempre pasaba por alto las partes más horribles de la historia y cuya paciencia estaba agotada por la presencia en su casa de un hombre viejo y quisquilloso, saltaba: «Lo sabemos. Ya nos lo has dicho. ¡Contar esas cosas a los niños…!» Por eso la mayoría de los relatos que oyó contar a su Zaydeh lo fueron dentro de los límites de la tienda de comestibles de Rivkind, un lugar lleno de maravillosos olores a ajo, queso de granja, pescado ahumado y conservas en escabeche. También su abuelo olía bien cuando Michael se acurrucaba en su regazo. Su barba exhalaba una fragancia que era una mezcla de jabón Castile y del fuerte tabaco Prince Albert que fumaba seis días a la semana, y su aliento contenía vestigios de jengibre azucarado y whisky de centeno, a los que era muy aficionado. Era uno de los escasos judíos consumados bebedores de alcohol. El licor era un lujo al que había sucumbido en su soledad y la única expansión que se permitía después de la muerte de su mujer. Bebía un trago cada dos horas de la botella de whisky canadiense, proporcionada por un farmacéutico enemigo de la Ley Seca y que él creía guardar en secreto en un barril de habichuelas.
Michael no necesitaba el estímulo de los héroes literarios. Tenía un héroe viviente que era una combinación de Don Quijote, Tom Swift y Robinson Crusoe labrándose una nueva vida en un mundo extraño.
—Cuéntame lo del meiseh en la frontera, Zaydeh —rogaba hundiendo la cara en la suave barba y cerrando los ojos.
—¿Quién tiene tiempo para esas tonterías? —gruñía Isaac.
Pero ambos sabían que había tiempo más que de sobra. La vieja mecedora que él guardaba detrás del mostrador de la tienda empezaba a balancearse, rechinando como un grillo, y Michael hundía más profundamente aún la cara en la barba.
—Cuando salí de Kichinev con mi Itta, Alehá ha
Shalom
, que en paz descanse, viajamos en tren hacia el norte, rodeando las montañas. No encontramos ninguna dificultad para entrar en Polonia. Entonces, era parte de Rusia. Ni siquiera le miraban a uno el pasaporte.
—Yo estaba nervioso por mi pasaporte. Era de mi padre, que en paz descanse. Sabía que no molestarían a Itta. Ella llevaba los papeles de mi hermana muerta. Pero yo era joven y llevaba el pasaporte de un anciano.
—Nuestros apuros empezaron cuando llegamos a la frontera entre Polonia y Alemania. Era una época de sorris entre los dos países. Siempre hay líos entre Polonia y Alemania. Pero esta vez el sorris era peor. Cuando llegamos a la frontera, el tren paró, y tuvimos que bajar todos. Se nos dijo que sólo se permitía cruzar a un determinado número de personas y que se acababa de completar el cupo.
Al llegar a este punto, cesaba el balanceo de la mecedora, señal de que Michael debía formular una pregunta para contribuir a acentuar el interés de la narración. Así que él hablaba, sin separar la cara de la barba, sintiendo sus pelos cosquillearle en los labios y rodearle la nariz. De vez en cuando, la barba en la que él apoyaba el rostro quedaba humedecida por su aliento, obligándole a buscar una zona seca.
—¿Qué hiciste, Zaydeh?
—No estábamos solos. Había quizás otras cien personas más en la misma situación. Polacos, alemanes, rusos, judíos. Varios rumanos y unos cuantos bohemios. Algunos de ellos salieron de la estación, buscando un lugar por el que pudieran cruzar la frontera. Se nos acercaron gentes de la pequeña ciudad y nos dijeron que por dinero nos enseñarían un camino seguro para cruzar. Pero no me gustaba su aspecto; parecían criminales. Y, además, tu abuela, Alehá ha
Shalom
, tenía abultada la barriga. Como una sandía. Llevaba en su seno a tu padre. Me daba miedo emprender un largo viaje a pie. Así que nos pasamos todo el lía esperando en la frontera. El sol era ardiente, como una bola de fuego, y me preocupaba que tu abuela se pusiera mala. Teníamos un poco de pan y de queso, y lo comimos, pero al poco rato estábamos hambrientos. Y teníamos mucha sed. No había nada que beber. Esperamos todo el día. Cuando se puso el sol nos quedamos allí porque no sabíamos a dónde ir.