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Authors: Noah Gordon

Tags: #Histórico, Religión, Romántico

El Rabino (2 page)

Michael tenía un recargado programa matutino. Herman se encargaría de que le llevara diez minutos a recorrer el resto de la avenida y acomodar el coche en un espacio destinado a aparcamiento, proceso que, de otra manera, habría requerido unos sesenta segundos.

Herman llevaba unos pantalones anchos, abrigo color guisante, una gorra de béisbol y gruesas orejeras que en otro tiempo habían sido blancas. Tenía en cada mano una anaranjada paleta de ping pong recubierta de una fina lámina de goma. Caminaba hacia atrás, guiando el avance del coche con concentrada atención, consciente de que la vida del rabino y el destino de un costoso avión del Gobierno dependían de él. Veinte años antes, durante la guerra, Herman había sido oficial de operaciones de vuelo de un avión de transporte. Había decidido continuar en su tarea. Durante los últimos cuatro años había estado recibiendo coches y guiando a los conductores por las zonas de aparcamiento del hospital. Era un fastidio, pero resultaba atractivo. Por mucha prisa que tuviese, Michael se encontraba desempeñando un papel que le convertía en parte voluntaria de la enfermedad de Herman.

Michael era el capellán judío del hospital, puesto que le ocupaba medio día de su rutina semanal, y había previsto trabajar en el despacho del capellán hasta que se notificase que Dan Bernstein, psiquiatra de Leslie, estaba libre.

Pero Dan le estaba esperando.

—Siento haberme retrasado —dijo Michael, después de saludar al doctor—. Siempre me olvido de calcular un par de minutos más para Herman.

—Me preocupa —dijo el psiquiatra—. ¿Qué hará usted si un día decide despedirle en el último momento y le hace señales para que dé la vuelta y se acerque de nuevo?

—Echaré hacia atrás con fuerza la palanca, y mi furgoneta se lanzará a toda velocidad hacia el edificio de las oficinas.

El doctor Bernstein se instaló en un confortable sillón, se quitó las oscuras zapatillas y movió los dedos de los pies. Luego suspiró y encendió un cigarrillo.

—¿Cómo está mi mujer? —preguntó Michael.

—Igual.

Había esperado mejores noticias.

—¿Habla?

—Muy poco. Está esperando.

—¿A qué?

—A que desaparezca su tristeza —repuso el doctor Bernstein, frotándose los dedos de los pies por encima de los calcetines—. Alguna cosa resultó demasiado fuerte para soportarla, y ella se retiró. No es nada infrecuente. Si llega a comprender lo ocurrido, saldrá de sí misma para hacerle frente y podrá olvidar lo que le causa su depresión.

—Esperábamos haberla ayudado a hacerlo mediante la psicoterapia —prosiguió—. Pero no habla. Yo creo que está indicado el electroshock.

Michael sintió una opresión en el estómago. El doctor Bernstein le miró a la cara y resopló con no disimulado desprecio.

—¿Y se llama usted a sí mismo capellán de un hospital mental? ¿Por qué diablos tiene que asustarle el shock?

—A veces se agitan con terribles sacudidas. Y se rompen los huesos.

—Hace años que no ocurre tal cosa, desde que empleamos drogas que paralizan los músculos. Hoy en día es un tratamiento humano. Usted lo ha visto, ¿No?

Asintió con la cabeza.

—¿Experimentará efectos secundarios?

—¿Después del tratamiento? Probablemente, una ligera amnesia, pérdida parcial de la memoria. Nada grave. Recordará todo lo que es importante en su vida. Se habrán esfumado cosas pequeñas, cosas sin importancia.

—¿Qué clase de cosas?

—Quizás el título de una película que ha visto recientemente, o el nombre del protagonista. O la dirección de una persona con la que mantenga una amistad superficial. Pero éstos serán incidentes aislados. Conservará la mayor parte de su memoria.

—¿No puede usted intentar lograr algún progreso con la psicoterapia antes de probar con el shock?

El doctor Bernstein mostró una expresión de fastidio.

—¡Pero si no habla! ¿Cómo puede hacerse uso de la psicoterapia sin comunicación? No tengo ni idea de qué es lo que realmente la hace sentirse deprimida. ¿Y usted?

—Ella es una conversa, como usted sabe. Pero lleva mucho tiempo siendo completamente judía.

—¿Otras opresiones?

—Hemos viajado mucho antes de venir aquí. A veces, hemos vivido en situaciones difíciles.

Dan Bernstein encendió otro cigarrillo.

—¿Viajan tanto todos los rabinos?

Michael se encogió de hombros.

—Algunos hombres van a un templo y se quedan allí para el resto de su vida. Otros continúan viajando. La mayoría de los rabinos son contratados por períodos cortos. Si uno trabaja de firme, rompe demasiadas lanzas en la delicada piel de la congregación, o, si ellos rompen demasiadas en la propia, uno tiene que marcharse.

—¿Cree usted que por eso se ha trasladado tan a menudo? —preguntó el doctor Bernstein con voz monótona e impersonal—. Michael comprendió intuitivamente que el tono formaba parte de su sesión técnica—. ¿Ha roto usted las lanzas o las ha recibido?

Cogió un cigarrillo del paquete que Dan había dejado sobre la mesa. Observó con disgusto que le temblaba ligeramente la mano mientras sostenía la cerilla.

—Un poco de cada cosa —repuso.

Los ojos del doctor Bernstein, grises y directos, se hallaban fijos en su cara. Le hacían sentirse incómodo. El psiquiatra se guardó el paquete de cigarrillos.

—Yo creo que el electroshock es lo mejor para su esposa. Podríamos empezar con un tratamiento de doce sesiones, tres veces a la semana. He visto resultados maravillosos.

Michael asintió, accediendo de mala gana.

—Si cree que es lo mejor… ¿Qué puedo hacer yo por ella?

—Tenga paciencia. No puede usted tenderle la mano. Lo único que puede hacer es esperar a que ella se la tienda a usted. Cuando lo haga, sabrá usted que ha dado el primer paso hacia su recuperación.

—Gracias, Dan.

Se puso en pie, y Michael le estrechó la mano.

—¿Por qué no se deja caer por el templo algún viernes por la noche? Podría sacar alguna terapia interesante de mi servicio del sábado. ¿O es usted otro hombre de ciencia ateo?

—No soy ateo, rabbi —repuso, introduciendo un gordezuelo pie en una zapatilla y, luego, el otro—. Soy unitario —dijo.

Las mañanas del lunes, miércoles y viernes siguientes Michael se mostraba muy irritable cuando alguien le abordaba. Maldecía en silencio el hecho de haber llegado a ser capellán; todo habría sido mucho más fácil si los detalles hubiesen permanecido ocultos en el misterio.

Pero sabía que a las siete comenzarían los tratamientos en Templeton Ward.

Su Leslie estaría aguardando con otros pacientes en la sala de espera a que llegara su turno. Entonces, las enfermeras la llevarían a una cama, y ella se tendería. El ayudante le quitaría los zapatos y los deslizaría debajo del delgado colchón. El anestesista le introduciría una cánula en la vena.

Siempre que él había contemplado los tratamientos, había habido varios pacientes cuyas venas eran tan pequeñas que no podían ser perforadas, y el doctor había sudado, gruñido y maldecido. Las venas de Leslie no les ocasionarían contratiempos, pensó con una sensación de agradecimiento. Eran delgadas, pero bien delineadas. Cuando se las tocaba con los labios, podía sentirse en ellas el latido de la sangre.

La cánula vertería un barbitúrico en su corriente sanguínea, y, gracias a Dios, su mujer quedaría dormida. Luego, el anestesista inyectaría un relajante muscular, y se aflojarían las tensiones que la mantenían en funcionamiento como a una máquina viviente Sus músculos pectorales caerían flácidos, dejando de accionar los adorables fuelles de su pecho. En su lugar, le sería fijada a intervalos una ventosa negra sobre la boca y la nariz, y el anestesista introduciría oxígeno en sus pulmones, respirando por ella. Le sería colocada entre las mandíbulas una cuña de goma para proteger su lengua de sus finos y blancos dientes. El ayudante le frotaría las sienes con gelatina, y, luego, los electrodos, del tamaño de medio dólar, serían aplicados sobre su cráneo.

El anestesista diría «listo», con voz aburrida, y el psiquiatra oprimiría con el dedo un botón de una pequeña caja negra. La corriente alterna penetraría violentamente en su cabeza durante cinco segundos, una tormenta que, en la fase tónica, agitaría rígidamente sus brazos, pese al relajante, y en la fase clónica retorcería y sacudiría sus miembros como los de la víctima de un ataque epiléptico.

Cogió unos libros de la biblioteca y leyó todo lo que pudo encontrar acerca de los tratamientos por electroshock. Se enteró, con estremecido horror, que ni el doctor Bernstein ni ningún otro psiquiatra del mundo sabían exactamente qué sucedía cuando sometían el cerebro de su mujer a un bombardeo eléctrico. Lo único que poseían eran teorías y la evidencia de que los tratamientos daban resultado. Una de estas teorías afirmaba que la carga eléctrica suprimía circuitos anormales en el cuadro de mandos del cerebro. Otra decía que el shock era algo lo suficientemente próximo a la experiencia de la muerte como para satisfacer la necesidad de castigo que sentía el paciente y mitigar los sentimientos de culpabilidad que le habían sumido en la desesperación.

Eso era suficiente. Abandonó sus ejercicios de lectura.

Cada día que había tratamiento, llamaba al hospital a las nueve de la mañana, y una enfermera le informaba, con voz nasal e indiferente, de que no se había producido ninguna novedad en el tratamiento y de que la señora Kind descansaba apaciblemente.

Deseaba evitar a la gente. Se dedicaba a sus papeles, poniendo se al día con su correspondencia por primera vez en su vida, e incluso limpió los cajones de su escritorio. Sin embargo, el décimo día desde el comienzo del tratamiento por electroshock de Leslie, su cargo de rabino le absorbió por entero. Aquella tarde, asistió a un bris, bendiciendo a un niño llamado Simon Maxwell Shutzer, mientras el
Mohel
cortaba el prepucio del pequeño y ensangrentado pene y el padre temblaba y la madre lloraba silenciosamente y reía luego de alegría. Después, abarcando en el breve lapso de dos horas el espacio vital que va desde el nacimiento a la muerte, ofició en el funeral de Sarah Myerson, una anciana cuyos nietos lloraron al ver que la bajaban a la tumba. Había caído ya la noche cuando regresó a casa. Estaba mortalmente cansado. En el cementerio, el cielo había comenzado a escupir una fina aguanieve que les punzaba en el rostro hasta sentirlo arder, y él se sintió helado hasta los huesos. Se dirigía al armario para tomar una copa de whisky, cuando vio la carta sobre la mesa. Al cogerla y ver la letra del sobre, la abrió con manos torpes. Estaba escrita a lápiz en un ordinario papel azul de cartas, probablemente prestado.

Mi querido Michael:

Anoche, una mujer del otro extremo del pasillo gritó que un pájaro estaba batiendo sus alas, batiendo sus alas contra su ventana, y finalmente acudieron y le pusieron una inyección, y ella se quedó dormida. Y esta mañana un ayudante ha encontrado el pájaro, un gorrión cubierto de hielo, tendido en el camino, y cuando le dieron leche caliente con un cuentagotas revivió, y se lo llevó a la mujer para demostrarle que estaba perfectamente. Lo dejaron en una caja en el dispensario, pero esta tarde ha muerto.

Yo me tendí en la cama y recordé los sonidos de los pájaros en los bosques frente a nuestra cabaña de los Ozarks, y cómo solía acurrucarme entre tus brazos y escucharlos después de haber hecho el amor. Nuestros corazones eran la única cosa que podíamos oír en la cabaña, y los pájaros, la única cosa que podíamos oír afuera.

—Quiero ver a mis hijos.

—Están bien.

Ponte ropa interior de lana cuando hagas tus visitas pastorales. Come verduras y abstente de las especias.

Feliz cumpleaños, pobrecillo mío.

L
ESLIE

Entró la señora Moscowitz para anunciar que la cena estaba lista, y se quedó mirando, asombrada, el humedecido rostro del rabino.

—¿Pasa algo malo, rabbi?

—Acabo de recibir una carta de mi esposa. Va mejorando, Lena.

La cena estaba quemada. Dos días después, la señora Moscowitz anunció que la necesitaba su cuñado viudo, cuya hija se encontraba enferma en Willimantic, Connecticut. Su puesto fue ocupado por una gruesa mujer de grises cabellos llamada Anna Schwartz. Anna padecía asma y tenía un lobanillo en la barbilla, pero era muy limpia y sabía guisar cualquier cosa, incluso un lochsen kugel con dos clases de pasas, claras y oscuras, y un pan tan bueno que daba pena masticarlo.

2

Cuando los niños preguntaron qué había escrito su madre, les dijo que le había deseado, con un poco de retraso, un feliz cumpleaños. No estaba insinuando nada con ello —o tal vez sí—, pero el día siguiente le trajo una tarjeta dibujada a lápiz de Rachel y otra comprada de Max, además de una chillona corbata, obsequio de los dos. La corbata no iba bien con ninguno de sus trajes, pero la llevó al templo aquella mañana.

Los cumpleaños le hacían sentirse optimista. Eran puntos de inflexión, se dijo a sí mismo esperanzadamente. Recordó el decimosexto cumpleaños de su hijo, tres meses antes.

Aquel día, Max había perdido su fe en Dios.

En Massachusetts, un muchacho puede obtener permiso de conducir a los dieciséis años de edad.

Michael había enseñado a Max a conducir el Ford, y el muchacho debía presentarse en el Registro de Vehículos a Motor para el examen de conducir la mañana anterior a su cumpleaños, que caía en sábado. El sábado por la noche tenía una cita con Dessamae Kaplan, una joven de ojos azules y rojos cabellos que a Michael le hacía envidiar a su hijo.

Venían pensado ir a un baile en un granero de la orilla del lago. Leslie y Michael habían invitado a un grupo de amigos de su hijo a una pequeña fiesta de cumpleaños antes del baile, y habían proyectado entregarle las llaves del coche para que pudiera celebrarlo conduciendo por primera vez sin escolta paterna.

Pero el miércoles anterior al cumpleaños de Max, Leslie cayó en la profunda depresión emocional que la envió al hospital, y para el viernes por la mañana Michael había sido ya informado de que permanecería allí durante un período indeterminado de tiempo. Max canceló su examen de conducir y suspendió su fiesta. Cuando Michael le oyó anular también su cita con Dessamae, hizo notar que el hecho de que Max se convirtiera en un eremita no contribuiría a mejorar el estado de salud de su madre.

—No quiero ir —dijo, simplemente, Max—. ¿Sabes lo que hay al otro lado de aquel lago?

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