La Belleza de la Casa es el Orden.
La Bendición de la Casa es el Contento.
La Gloria de la Casa es la Hospitalidad.
La Corona de la Casa es la devoción a Dios.
La más fea sala dispuesta jamás por los temerosos de Dios, pero avarientos feligreses.
Y podía ver a las personas.
Mi tía Sally, delgada, de grises cabellos y consumida por el trabajo de cuidar de nosotros después de la muerte de mi madre, y llena de tanto amor hacia el marido de su fallecida hermana que todo el mundo se daba cuenta menos él.
Y mi padre. Ya entonces tenia el pelo blanco, y las mejillas más suaves y sonrosadas que ningún hombre haya tenido jamás. Nunca vi que necesitara afeitarse. Veía sus ojos, azules y claros, que podían penetrar directamente hasta la mentira que una ocultaba en su cabeza.
Y me veía a mí, de unos doce años, con el pelo partido en largas trenzas, flaca y desgarbada, y con gafas de montura de acero, porque fui miope hasta el ano en que ingresé en la universidad.
Y, en todos los sueños, mi padre se erguía de pie ante la chimenea, me miraba a los ojos y me decía las palabras que debía de haberme dicho ochocientas veces en aquel horrible salón todos los sábados por la noche, después de cenar.
«Creemos en Dios Padre, infinito en sabiduría, bondad y amor, y en Jesucristo, su hijo, nuestro Señor y Salvador, que por nosotros y por nuestra salvación vivió y murió, y resucitó y vive eternamente, y en el Espíritu Santo, que toma las cosas de Cristo y nos las revela a nosotros, renovando, confortando e inspirando las almas de los hombres».
Luego, el sueño se fundía en negro, como si mi padre fuese un predicador de la televisión que hubiera sido interrumpido por los anuncios. Y yo me despertaba en nuestra cama, lleno el cuerpo de picores y con la carne de gallina, como me ocurría siempre que mi padre me miraba fijamente a los ojos y hablaba de cómo Jesús había muerto por mi.
Al principio, no di ninguna importancia a este sueno.
Todo el mundo tiene sueños, toda clase de sueños. Pero empecé a tenerlo cada dos noches; el mismo sueño, la misma habitación, las mismas palabras pronunciadas por mi padre mientras me miraba a los ojos.
Esto no hizo flaquear nunca mi judaísmo, que era cuestión resuelta hacia mucho tiempo. Me convertí por ti, pero fui una de las afortunadas y encontré, además, otras cosas. No es necesario que vuelva ahora sobre todo eso.
Pero empecé a pensar en lo que debía de haber supuesto para mi padre que yo despreciara las cosas que él me había enseñado y me hiciese judía. Empecé a pensar en lo que supondría para ti que uno de nuestros hijos decidiera convertirse, hacerse católico, por ejemplo. Me quedaba tendida en la cama, mirando al oscuro techo, y recordaba que mi padre y yo éramos casi extraños el uno para el otro. Y recordaba cómo le había querido cuando yo era pequeña.
El sueño duró mucho tiempo. Luego, empecé a tener otro. Esta vez, yo tenia veinte años. Me hallaba en un descapotable aparcado en una sucia y oscura carretera de las afueras de los terrenos de Wellesley, y no llevaba encima ninguna ropa.
Como en el primer sueño, cada detalle y cada impresión se me representaba con toda claridad. No recuerdo el apellido del muchacho —su nombre era Roger—, pero veía su rostro, excitado, joven y un poco asustado. Llevaba una camiseta azul de fútbol con el número 42 en blanco. Sus pantalones de tenis y su ropa interior yacían en el suelo juntamente con mis ropas. Yo le miraba con gran interés: el suyo era el primer cuerpo masculino que veía. Lo que sentía no era amor, ni deseo, ni tan siquiera afecto. La razón por la cual yo no había necesitado absolutamente ninguna persuasión para permitirle que aparcara su coche en aquel oscuro lugar y me desnudara era que sentía una gran curiosidad y que abrigaba la convicción de que había cosas que necesitaba saber. Y, mientras yacía tendida con la cabeza apoyada en la portezuela del coche y el rostro vuelto hacia el agrietado cuero del respaldo del asiento, y mientras lo sentía ocupándose de mi con la misma estúpida diligencia que hubiera puesto para jugar al fútbol, y mientras me sentía dolorosamente rasgada como una vaina, mi curiosidad quedó satisfecha. Ladró un perro a lo lejos, y en el coche el muchacho produjo un ruido parecido a un suspiro, y noté que me convertía en un receptáculo. Y todo lo que podía hacer era escuchar el distante ladrido del perro, con la conciencia de que había sido engañada, de que aquello no era sino una lamentable invasión de la intimidad personal.
Y, cuando despertaba en la oscuridad de nuestra habitación y me encontraba acostada a tu lado en nuestra cama, sentía deseos de despertarte y pedirte perdón, decirte que aquella estúpida muchacha del descapotable está muerta, y que la mujer en que yo me he convertido sólo te había conocido a ti en el amor. Pero, en vez de hacerlo, permanecía allí tendida toda la noche, insomne y temblorosa.
Los sueños se repetían una y otra vez, unas veces uno, otras veces otro, con tanta frecuencia que llegaron a mezclarse con mi vida en estado de vigilia y había ocasiones en que no podía distinguir el sueño de la realidad. Cuando mi padre me miraba a los ojos y me hablaba de Dios y de Jesús, aunque sólo tenia yo doce años, sabia que me estaba viendo como una adúltera y sentía deseos de morir. Mi periodo se había retrasado cinco semanas, y una tarde en que comenzó, me encerré en el cuarto de baño, me senté en el borde de la bañera y me estremecí porque no podía llorar, y no sabia si yo era una colegiala que recibía con alborozo la maldición, o una gruesa mujer de cuarenta años, feliz porque no iba a tener un hijo que no era tuyo.
Durante el día, no podía ya sostener tu mirada ni dejar que los niños me besaran. Y, por la noche, yacía rígida en la cama, pellizcándome en los brazos para que no me quedara dormida y me pusiera a soñar.
Y entonces tú me llevaste al hospital y me dejaste en él, y comprendía que debía ser así, porque yo era mala y debía ser expulsada y muerta. Y esperé a que me mataran hasta que empezaron los tratamientos de electroshock, y las borrosas líneas de mi mundo comenzaron de nuevo a encajar en su sitio.
El doctor Bernstein me aconsejó que te hablara de los sueños, si realmente quería hacerlo. Él cree que, una vez que lo haya hecho, tal vez no vuelvan a molestarme más.
No dejes que te causen dolor, Michael. Ayúdame a eliminarlos de nuestro mundo. Sabes que tu Dios es mi Dios, y que yo soy tu esposa y tu mujer, en cuerpo, alma y realidad. Me paso el tiempo tendida en la cama, con los ojos cerrados, pensando en cómo serán las cosas cuando abandone este lugar, en los muchos años buenos que he dejado contigo.
Besos a los niños de mi parte. Te quiero mucho.
L
ESLIE
La leyó muchas veces.
Resultaba notable que hubiera olvidado el apellido del muchacho. Era Phillipson. Roger Phillipson.
Leslie se lo había dicho una vez solamente, pero él no lo había olvidado nunca. Hacía siete años, mientras esperaba la hora de la cena en casa de un colega rabínico de Filadelfia, se le había ocurrido echar un vistazo al décimo anuario de la promoción de su anfitrión en Harvard. El apellido había saltado hacia él desde debajo de una fotografía que sonreía con la sinceridad del agente de seguros. Agencia de Seguros Partner, Folger, Phillipson, Paine Yeager. Esposa, la antigua no sé qué de Springfield, Massachusetts. Tres hijas, nombres nórdicos. Edades, seis, cuatro y un año y medio. Aficiones: navegación a vela, pesca, caza, estadística. Club: el de la universidad, el de los Leones, el Rotario y dos o tres más. Objetivo en la vida: jugar al fútbol en la reunión de los compañeros de promoción.
Unas semanas después, durante los servicios de
Yom Kippuré
celebrados en su propio templo, se había arrepentido, buscando la expiación en su vacío vientre y pidiendo perdón a Dios por el sentimiento que había experimentado hacia la sonriente fotografía.
Había rezado por Roger Phillipson, deseándole larga vida y corta memoria.
La carta aumentó la preocupación que sentía por Max.
Aquella noche, se tendió en la amplia cama, tratando de recordar qué aspecto había tenido su hijo de pequeño. Max había sido un niño vulgar, que sólo dejaba de ser feo cuando sonreía. Sus orejas le sobresalían de la cabeza como… ¿Qué eran aquellas cosas: receptores de sonar?, en vez de mantenerse pegadas a ella. Sus mejillas habían sido carnosas y suaves.
«Y hoy —pensó Michael—, le coge uno la cartera para sacar un sello y descubre que es un grosero macho con deseos sexuales. Se quedó rumiando la idea».
Su imaginación no se aplacaba por el hecho de que Max y Dessamae Kaplan hubiesen entrado en la casa veinte minutos antes y estuviesen haciendo ruidos en el cuarto de estar. Risas contenidas. Y muchos otros sonidos. «¿Qué sonido hace una cartera al ser sacada de un bolsillo? —se encontró aguzando los oídos para captarlo—. Conserva la cartera en el bolsillo, hijo mío», suplicó en silencio. Luego, empezó a sudar. «Si has de ser tan estúpido, hijo mío —pensó— asegúrate y saca del bolsillo la cartera.
«Dieciséis años», pensó.
Finalmente, se levantó y se puso la bata y las zapatillas. Empezó a bajar las escaleras. Podía oírles con claridad.
—No quiero —dijo Dessamae.
—Anda, Dess.
Se detuvo en las oscuras escaleras, helado. Al cabo de un segundo, oyó un pequeño sonido, regular y rítmico. Sintió deseos de huir.
Qué bien… ¡Ah, qué gusto!
—¿Así?
—Ay… Ay…
Ella se echó a reír con un sonido gutural.
—Ahora, ráscame la espalda, Max.
«Ah, viejo asqueroso se dijo a sí mismo. Pícaro, sucio y avejentado». Bajó presuroso las escaleras, dando ligeros traspiés, y entró en el cuarto de estar, parpadeando ante la luz.
Estaban sentados con las piernas cruzadas sobre la alfombra, delante de la chimenea. Dessamae tenía en la mano el rascador chino de marfil.
—Hola, rabbi —dijo ella.
—¿Qué hay, papá?
Les saludó. No podía mirarles a ninguno de los dos. Entró en la cocina y preparó un poco de té. Luego, entraron ellos también y se sumaron a la segunda taza.
Cuando Max salió para acompañar a la muchacha a su casa, él subió la escalera y se metió en la cama, quedándose dormido como un hombre amodorrado en un baño caliente.
Le despertó el timbre del teléfono. Reconoció la voz de Dan Bernstein.
—¿Qué ocurre?
—Nada. Es decir, creo que no. ¿Está Leslie con usted?
—No —respondió, desagradablemente despierto.
—Salió de aquí hace un par de horas.
Se sentó en el borde de la cama.
—Ha habido un pequeño alboroto. Una paciente, la señora Serapin, hirió a otra llamada Birnbaum con una de esas navajas pequeñas de bolsillo. Dios sabe de dónde la sacó. Estamos tratando de averiguarlo. —El doctor Bernstein hizo una pausa y luego dijo rápidamente—: El incidente no tiene nada que ver con Leslie. Pero es el único momento en que pudo salir. Tiene que haber sido entonces.
—¿Cómo está la señora Birnbaum?
—Se pondrá bien. Suelen pasar cosas de éstas.
—¿Por qué no me llamó en seguida? —preguntó.
—Verá, acabamos de darnos cuenta de su desaparición. Estaría ya ahí si hubiera ido a casa —dijo pensativamente el psiquiatra—. Aunque hubiera ido andando.
—¿Está en peligro?
—No, no creo —dijo el doctor Bernstein—. La he visto hoy.
No le he observado ninguna tendencia al suicidio. Ni tampoco es peligrosa para nadie. En realidad, es una mujer de buena salud. Habría sido enviada a casa dentro de dos o tres semanas.
Michael gimió.
—Cuando vuelva, ¿Habrá de quedar hospitalizada más tiempo?
—Tendremos que esperar a conocer más datos —repuso el doctor Bernstein—. Algunas pacientes se despiden a la francesa por buenas razones. Esperemos a saber sus motivos.
—Será mejor que salga yo a buscarla.
—He destacado ya un par de ayudantes. Desde luego, puede que para ahora esté ya en un autobús o en un tren.
—No lo creo —dijo él—. ¿Por qué iba a querer hacer eso?
—No sé por qué se marchó —dijo el doctor Bernstein—. Veremos. Vamos a dar parte a la policía como medida de rutina.
—Como usted diga.
—Le llamaré cuando tengamos alguna noticia.
Cuando hubo colgado el aparato, Michael se vistió, se puso ropas de abrigo y cogió la linterna que había en el armario.
Rachel y Max estaban dormidos. Entró en la habitación del muchacho.
—Hijo, despierta —dijo. Le tocó en el hombro, y Max abrió los ojos—. Voy a salir. Asuntos del templo. Cuida de tu hermana.
Max movió afirmativamente la cabeza, comprendiendo a medias.
En el piso bajo, el reloj señalaba las doce y media. Se puso las botas para la nieve en el porche y dio la vuelta a la casa para coger el coche, haciendo crujir la tersa nieve con sus pasos.
Oyó un ruido.
—¿Leslie? —dijo.
Encendió la linterna. Un gato saltó del cubo de la basura y desapareció en la oscuridad.
Dio la vuelta al coche e hizo todo el recorrido desde su casa hasta el hospital muy lentamente, deteniéndose tres veces para proyectar hacia las sombras la luz de su linterna.
No vio a nadie andando, sólo a dos coches. Alguien podría haberla recogido en su vehículo, pensó.
Cuando llegó al hospital, aparcó frente al lago y caminó sobre la nieve hasta la orilla y luego hacia el hielo. Dos inviernos antes, dos muchachos, en una ceremonia de iniciación en la fraternidad estudiantil, se habían extraviado con los ojos vendados por el lago, se había roto el hielo y uno de ellos había muerto; el sobrino de Jake Lazarus, recordó. Pero el hielo parecía fuerte y grueso. Paseó la luz de la linterna por la blanca extensión y no vio nada.
Con la espalda encorvada, regresó al coche y se dirigió hacia el templo. Pero Bet
Shalom
estaba sin luces. El santuario se hallaba vacío.
Volvió a casa.
Una vez en ella, miró todas las habitaciones, una a una. En el cuarto de estar, recogió el rascador. «Nosotros nunca fuimos así de jóvenes», pensó cansadamente.
El teléfono no sonaba.
La carta de Columbia estaba sobre la repisa de la chimenea. Le recordaba el anuario de Harvard en que había visto a Phillipson, pero la cogió y la leyó; luego, se sentó a su mesa y, al poco rato, empezó a escribir. Era algo que hacer.
Asociación de Alumnos del Columbia College
Calle 116y Broadway
Nueva York, Nueva York 10027
Muy señores míos:
Lo que sigue es mi aportación autobiográfica al Libro del Cuarto de Siglo de la promoción de 1941.
Es increíble que hayan pasado ya casi veinticinco años desde que abandonamos Mormingside Heights.
Soy rabino. He ocupado púlpitos
Reformistas
en Florida, Arkansas, Georgia, California, Pensilvania y Massachusetts, donde vivo en la actualidad en Woodborough con mi esposa, de soltera Leslie Rawlins (Wellesley, año 1946), de Hartford, Connecticut, nuestro hijo Max, de dieciséis años, y nuestra hija Rachel, de ocho.
Me encuentro ahora pensando con sorprendente anticipación en la vigésima quinta reunión. Estamos tan ocupados en el presente que no solemos tener oportunidad de volver la mirada al pasado…