—Si no fueras rabino —dijo Leslie con lentitud—, ya hace tiempo que me habrías pretendido en serio, ¿Verdad?
—Soy rabino.
—Desde luego. Pero me gustaría saberlo. ¿lo habrías hecho?
¿A pesar de la diferencia de religión, si nos hubiésemos conocido antes de ordenarte?
—Sí —respondió Michael.
—Lo sabía.
—¿Dejaremos de vernos? —preguntó él con aire entristecido—. Lo he pasado maravillosamente contigo.
—Claro que no —respondió Leslie—. Ha sido magnífico. Es inútil negar la presencia de una atracción física. Pero, si bien esta… reacción química es de carácter recíproco…, bueno, ¿Sientes lo mismo hacia mí?
—Sí.
—Bueno, aunque esto dice mucho en favor de nuestros gustos sobre los sexos contrarios, no significa que tenga que haber una relación física, ni nada parecido. No hay razón por la que no podamos elevarnos por encima del nivel puramente físico y continuar una amistad que estoy empezando a valorar muchísimo.
—Yo siento exactamente lo mismo —dijo él con ansiedad.
Ambos dejaron sobre la mesa las tazas de café y se estrecharon las manos.
Después de eso, hablaron durante largo rato sobre las más variadas cosas. La pernera del pantalón se le había ya secado, y ella se inclinó hacia delante para escucharle, con los brazos extendidos sobre la mesa.
Mientras hablaba, Michael le pasaba suavemente la yema del dedo por el antebrazo, en el que crecían unos cortos pelillos que de tan dorados resultaban casi transparentes, rebasaba la delgada y huesuda muñeca, seguía el perfil de cada uno de los nudillos y pasaba a la fina y cálida superficie interna de su brazo, mientras ella enrojecía de placer, le hablaba y le escuchaba, riéndose a menudo por las cosas que él decía.
El jueves, la llevó a la fiesta de Maury Silverstein. Había dejado el coche en un garaje de Manhattan para una revisión general, y fue a recogerlo antes de ir a buscarla. Como todavía era temprano, condujo primero en dirección a la parte alta de la ciudad, hacia las Morningside Heights, pero al llegar al lugar en que estaba situada la sinagoga Shaéaré Shamáyim aparcó el coche, le indicó la shul a Leslie y le contó todo lo referente a Max.
—Parece maravilloso —dijo ella. Luego, guardó silencio—. Le tienes un poco de miedo, ¿lo sabías? —preguntó por fin.
—No. Estás equivocada —respondió él con cierta turbación.
—¿le has visto en los diez últimos días?
—No.
—Es por mi causa, ¿Verdad? Porque sabes que desaprobaría que salieses conmigo.
—¿Desaprobarlo? Le daría un ataque de apoplejía. Pero él vive en su mundo, y yo en el mío.
Volvió a poner el coche en marcha.
El apartamento de Maury era pequeño. Cuando llegaron, había ya en él muchas personas. Se abrieron paso a través de una muchedumbre de bebedores y gentes con un vaso en la mano en busca del anfitrión. Michael no conocía a nadie, salvo a un hombrecillo moreno que era un famoso cómico de la televisión. Rodeado de un grupo de personas, estaba contando chistes a la misma velocidad con que trataban de confundirle con extraños temas.
—¡Vaya, si está aquí! —bramó Maury, agitando la mano.
Michael y Leslie se abrieron paso hasta el lugar donde él se encontraba de pie con otro hombre—. Hola, bala perdida —añadió, agarrando el brazo de Michael con la mano libre, ya que en la otra sostenía un vaso.
Maury, más corpulento que Michael, tenía unas pequeñas bolsas bajo los ojos, pero su estómago era liso y firme. Michael se lo imaginaba yéndose al gimnasio todas las tardes al salir de su trabajo; o, tal vez, tenía uno de los armarios de su apartamento lleno de mazas indias y un juego de pesas, como las que Abe Kind había utilizado durante tantos años.
Michael presentó a Leslie, y Maury presentó a su jefe, Benson Wood, un hombre sonriente, de cara ancha y con las gafas de montura de hueso más grandes que Michael había visto jamás. Wood ignoró a Michael y sonrió con aire ebrio a Leslie, cuya mano retuvo largo rato en la suya al estrechársela.
—Así que amiga de M. S. —le dijo, pronunciando cada sílaba con esmerada claridad.
—Hay alguien a quien tienes que conocer, uno de mis talentos —dijo Maury, cogiendo del brazo a Michael y llevándole hacia el grupo formado en torno al hombrecillo—. Aquí está, George —dijo al actor—. El tipo del que te hablé el otro día. El rabino.
El cómico cerró los ojos.
—Rabino. Rabino. ¿Sabe el del rabino y el sacerdote…?
—Sí —repuso Michael.
—¿… que eran amigos, y el sacerdote le dice al rabino: «Oye, deberías probar el jamón, es delicioso», y el rabino le dice al sacerdote: «Oye, deberías probar a las chicas; son mejores que el jamón»?
—Sí —repitió Michael, mientras los demás se echaban a reír.
—¿Sí? —El hombre cerró los ojos y se tocó la frente con los dedos—. Sí. Sí… ¿Sabe el de aquel tipo que llevó a una lánguida dama del sur a un cine de coches y le solicitó sus favores, y para cuando ella logró pronunciar «sí» había terminado la película y tenían que sacar el coche?
—No —respondió.
El hombre cerró los ojos.
—No. No. —meditó.
Michael volvió al lado de Leslie, que estaba mirando ferozmente a Wood.
—¿Quieres que nos vayamos? —preguntó Michael.
—Vamos a tomar una copa primero.
Se alejaron, dejando plantado a Wood.
Las botellas estaban sobre una mesa adosada a la pared. Se encontraban allí dos muchachas, y Michael esperó pacientemente mientras se preparaban sus bebidas. Eran altas, una pelirroja y la otra rubia, de figura excepcional y rostros perfectos, aunque excesivamente maquillados. Modelos o actrices de televisión, pensó.
—Se convirtió en un hombre diferente cuando se le estranguló la hernia —decía una de ellas.
—Me lo imagino —contestó la pelirroja—. Yo no podía aguantar tomarle al dictado cuando llamaba a la oficina, y la bruja me mandaba a mí. No sé cómo lo has aguantado tú todos estos meses. Entre su carácter y su aliento, casi me muero.
Detrás de ellos, una mujer lanzó un chillido. Al volverse, vieron a Wood, que estaba vomitando, mientras la gente se apretujaba en la abarrotada habitación para hacerle hueco, derramando bebidas al huir. Maury se presentó en el acto.
—No te apures, B. W. —dijo.
Le sostuvo, sujetándole la frente, mientras Wood vomitaba. Maury parecía acostumbrado a hacer aquello, pensó Michael. La muchacha que había gritado se estaba sosteniendo el vestido separado del pecho, al tiempo que emitía breves sonidos de repugnancia e indignación.
Michael cogió a Leslie de la mano y la llevó hacia la salida.
Poco después, de nuevo en el apartamento de ella, tomaron una copa.
—¡Uf! —exclamó Leslie, moviendo la cabeza.
—Fue terrible. ¡Pobre Maury Silverstein!
—Ese chabacano patán… Y aquel horrible hombrecillo de los chistes. Apagaré mi aparato de televisión la próxima vez que salga él.
—Te olvidas del protagonista.
—No. Ese cerdo asqueroso de nombre cambiado…
Michael se había llevado la copa a los labios, pero no bebió.
Volvió a dejarla sobre la mesa.
—¿Nombre cambiado? ¿Wood? —Michael se la quedó mirando—. ¿Quieres decir que crees que su nombre fue en otro tiempo algo parecido a Rivkind?
Leslie no respondió.
Michael se levantó y cogió el abrigo.
—Era un goy, cariño. Un sucio, puerco y lascivo goy. Un borracho cristiano que se revolcaba en sus propios vómitos. Uno de los tuyos.
Leslie permaneció sentada con expresión atónita cuando Michael se marchó dando un portazo.
El sábado por la noche Michael se quedó en casa jugando a las cartas con su padre. Abe era buen jugador. Sabía en todo momento cuántas picas habían salido y si estaban todavía en el mazo el dos y el diez de diamantes.
Cuando resultaba derrotado, era uno de esos oponentes que golpean las cartas sobre la mesa con un sentimiento de frustración, pero cuando jugaba contra su hijo raras veces se veía obligado a perder su compostura.
—Tengo cartas y picas. Cuenta los puntos —dijo, dando una chupada a su cigarro.
Sonó el teléfono.
—Lo único que tengo son dos ases —dijo Michael—. Tú sacas nueve puntos más.
—Michael —llamó su madre—. Es la Western Union.
Se dirigió apresuradamente al teléfono. Sus padres se quedaron en la cocina y aguardaron mientras él hablaba.
—¿Diga?
—¿Rabbi Kind? Hay un telegrama para usted. Dice así: «Estoy avergonzada. Gracias por todo. Si puedes, perdóname». Firmado, Leslie. ¿Quiere que se lo repita?
—No, gracias, lo he entendido —respondió, y colgó.
Sus padres le siguieron a la mesa.
—¿No? —dijo su padre.
—No era nada importante.
—¿Y es tan poco importante que hace falta un telegrama?
—Uno de mis discípulos de Arkansas va a ser
Bar misvá
. Su familia está un poco nerviosa. Me recordaban sólo algunos detalles.
—¿No pueden dejarte en paz ni siquiera cuando estás de vacaciones? —Su padre tomó asiento a la mesa y barajó las cartas—. Me parece que no es éste tu juego. ¿Qué tal si tomamos una ginebra?
Sus padres se acostaron a las once. Michael fue a su habitación y trató de leer, primero la Biblia, luego a Mickey Spillane y, finalmente, su viejo libro de Aristóteles. Pero no logró el grado de concentración necesario, y se dio cuenta de que la encuadernación del libro de Aristóteles estaba agrietada y rota. Se puso el abrigo y salió del apartamento. Una vez fuera, abrió la portezuela del coche, subió y lo puso en marcha, tomando la dirección del puente de Queensboro en vez del túnel, porque quería ver las luces del East River. Maniobró entre el tráfico que abarrotaba Manhattan; luego, como un buen presagio, vio un espacio libre para aparcar directamente enfrente de la casa de apartamentos.
Se detuvo unos momentos, vacilante, en el oscuro pasillo.
Después, llamó a la puerta y oyó el rumor de las pisadas de Leslie.
—¿Quién es?
—Michael.
—Oh, Dios. No puedo recibirte.
—¿Por qué no? —exclamó él con irritación.
—Estoy horrible.
Él se echó a reír.
—Déjame entrar.
Se descorrió el cerrojo. Cuando entró, vio que Leslie estaba vestida con un pijama color verde pálido y una bata de franela tan vieja que tenía deshilachados los bordes de las mangas. Iba descalza y tenía el rostro libre de maquillaje. Su ojos estaban ligeramente enrojecidos, como si hubiera estado llorando. Michael la rodeó con sus brazos, y ella apoyó la cabeza contra él.
—¿llorabas por mi causa? —preguntó Michael.
—En realidad, no. Me duele el estómago.
—¿Puedo hacer algo? ¿Quieres que llame a un médico?
—No. Me sucede siempre que hay luna nueva.
Sus palabras sonaban ahogadas sobre el hombro de Michael.
—¡Oh!
—Dame tu abrigo —dijo Leslie, pero al cogerlo puso un gesto de dolor y empezó a llorar con tal intensidad que él se asustó.
Leslie se tendió en el sofá y volvió la cara hacia la pared.
—Ve —dijo—. Por favor.
Michael recogió el abrigo, lo echó sobre el respaldo de una silla y, luego, se la quedó mirando. Ella había encogido las rodillas y estaba balanceándose de un lado a otro con insistente ritmo, como si tratara de adormecer su dolor acunándolo.
—¿No puedes tomar algo? —preguntó él—. ¿Aspirina acaso?
—Codeína.
El frasco estaba en el botiquín. Michael le hizo tragar una de las tabletas con un poco de agua; luego, se sentó a los pies del sofá. Al poco tiempo, la codeína hizo su efecto y Leslie dejó de balancearse. Michael le tocó el pie con su mano; estaba frío.
—Deberías llevar zapatillas —dijo, cogiéndole un pie entre sus manos y restregándoselo.
—¡Qué agradable! —dijo ella—. Tienes las manos calientes. Es mejor que una bolsa de agua caliente.
Michael continuó frotándole los pies.
—Ponme la mano en el estómago —dijo Leslie.
Michael deslizó la mano bajo su bata.
—Es agradable —dijo ella con tono soñoliento.
A través de la tela del pijama percibía la suavidad de su piel Con la yema del dedo medio se dio cuenta de que la hendidura de su ombligo era sorprendentemente ancha y profunda. Ella movió la cabeza.
—Cosquillas.
—Lo siento. Tu ombligo es como una copa redonda en la que no hace falta escanciar ningún vino.
Ella sonrió.
—No quiero ser tu amiga —murmuró.
—Lo se.
Permaneció mirándola hasta mucho después de que se hubiera dormido. Finalmente, retiró la mano de su estómago, cogió la manta que había en el armario y se la echó encima, envolviéndole bien los pies. Luego, regresó a Queens y preparó la maleta.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, dijo a sus padres que un asunto imprevisto surgido en su congregación le obligaba a interrumpir sus vacaciones. Abe soltó un juramento y le ofreció dinero. Dorothy se deshizo en lamentaciones y, mientras se secaba los ojos con el delantal, le preparó una caja de zapatos llena de emparedados de pollo y un termo de té.
Enfiló el coche en dirección sudoeste y condujo a marcha regular. Cuando sintió hambre comió los emparedados.
No hizo ninguna parada hasta después de las cuatro de la tarde, en que llamó a Leslie desde la cabina telefónica de un restaurante de carretera.
—¿Dónde estás? —preguntó ella cuando se extinguió el tintineo de la última moneda.
—En Virginia. Creo que en Staunton.
—¿Estás huyendo?
—Necesito tiempo para pensar.
—¿En qué hay que pensar?
—Te quiero —dijo él bruscamente—. Pero me gusta lo que soy. No sé si puedo prescindir de ello. Es demasiado precioso para mí.
—Yo también te quiero —dijo Leslie.
Permanecieron silenciosos unos momentos.
—¿Michael?
—Estoy aquí —respondió con voz suave.
—¿Casarte conmigo implicaría necesariamente que tendrías que prescindir de ello?
—Creo que sí. Sí.
—No hagas nada todavía, Michael. Espera.
Él volvió a quedar silencioso.
—¿No quieres casarte conmigo? —dijo por fin.
—Sí. Y sólo Dios sabe cuánto lo deseo. Pero tengo ciertas ideas y quiero desarrollarlas. No me hagas ninguna pregunta ni te precipites en nada. Espera, simplemente. Escríbeme todos los días, y yo lo haré también. ¿De acuerdo?
—Te quiero —dijo él—. Te llamaré el martes. A las siete.