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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (16 page)

Por tanto, Jack Aubrey no lamentó que la comida terminara. Entonces fue conducido a una pequeña cabina donde el señor Pocock y Stephen hablaban desde hacía rato de la complicada situación política de los estados del Mediterráneo oriental. Ambos le informaron sobre las cuestiones más importantes de que habían tratado, y luego el señor Pocock dijo:

—La situación actual es muy delicada, en parte porque Mehemet Alí está haciendo todo lo posible por ganarse la confianza del pacha Osmán, pero no creo que tenga dificultades para viajar por tierra, pues las autoridades de Tina se han ofrecido a proporcionarle un considerable número de animales de carga, especialmente camellos y asnos, y, además, tendrá usted el aspecto de una persona muy importante, quiero decir, mucho más importante, con esos diamantes turcos que lleva de adorno. No obstante eso, debe mantenerse lejos del territorio gobernado por Ibrahim, un tipo agresivo, rebelde y ambicioso de poder. Además, debe evitar encontrarse con los árabes nómadas, los beduinos, aunque no es probable que ataquen a un grupo de hombres tan grande como el suyo, sobre todo si los hombres están bien armados, por lo que conviene que lleven las armas de modo que puedan verse bien.

Entonces volvió a hacer comentarios sobre el fortalecimiento de Mehemet Alí y del debilitamiento de los beyes, a los que el Gobierno inglés no ayudaba mucho, y cuando terminó de hablar de la última matanza de mamelucos, entró sir Francis.

—Aquí tiene las órdenes, capitán Aubrey —dijo—. Son concisas, porque detesto las palabras superfluas. No quisiera apremiarle a que se marchara, pero los marineros terminarán de descargar el
Dromedary
dentro de media hora, mucho antes de lo previsto. Su primer oficial… ¿Cómo se llama?

—William Mowett, señor. Es un marino hábil y diligente.

—¡Ah, sí, Mowett! Pues bien, mandó a los tripulantes de la
Surprise
a vaciar la bodega de proa y colocar dos pares de obenques nuevos, así que si tiene usted que despedirse de alguien en tierra, éste es el momento adecuado para hacerlo.

—Gracias, señor —dijo Jack—, pero no me despediré de nadie, sino que iré directamente al barco porque no hay ni un minuto que perder.

—Así es, Aubrey —dijo el almirante—. Y la rapidez es fundamental en un ataque. Adiós, Aubrey. Espero verle otra vez dentro de un mes más o menos, después de haber conquistado la gloria y tal vez algo material también. Doctor, se despide de usted su humilde servidor.

Una vez más la falúa cruzó el puerto a gran velocidad, y durante el recorrido, Stephen dijo:

—Esta mañana, al salir del palacio, tuve la satisfacción de encontrarme con un amigo. ¿Te acuerdas del señor Martin, el pastor?

—¿El clérigo tuerto, mejor dicho, el que pronunció en el
Worcester
aquel estupendo sermón en que hablaba de las codornices? Por supuesto que me acuerdo. Es un pastor digno de estar en un navío de línea y, si no recuerdo mal, un naturalista también.

—Exactamente. Me encontré con él al llegar a la calle Real, y me invitó a comer en Rizzio. La comida fue excelente y consistió en una gran variedad de octópodos y cefalópodos. Su barco ha navegado por las inmediaciones de las islas griegas, y como él tiene especial interés en los cefalópodos, aprendió a bucear con los pescadores de esponjas de Lesina. Cuenta que se untaba el cuerpo con el mejor aceite de oliva, se ponía trozos de lana empapados en aceite en los oídos, se metía en la boca un gran pedazo de esponja también empapado en aceite y luego se ataba una piedra pesada para llegar al fondo del mar, pero, a pesar de que había muchos cefalópodos allí, no podía permanecer sumergido más de cuarenta y tres segundos, un tiempo insuficiente para ganarse su confianza y también para estudiar su modo de vida, aun en el caso de que los hubiera visto bien, lo que no era así, pues las aguas circundantes estaban turbias. Siempre le salía sangre por los oídos, la nariz y la boca; algunas veces perdía el conocimiento, y le sacaban del agua y lograban que lo recobrara con alcohol alcanforado. Como puedes imaginarte, cuando le hablé de mi campana de buzo, mostró gran interés por ella.

—No lo dudo. Me gustaría volver a verla algún día.

—Seguro que la verás, porque está en el
Dromedary
. El señor Martin está en el barco también, contemplándola. Después de comer le llevé allí para enseñarle las partes más importantes, y allí recibí tu mensaje.

—¿Qué diablos hace ese artefacto en el
Dromedary
? —preguntó Jack.

—No podía cargar al capitán Dundas con mi preciada campana de buzo y tampoco iba a dejarla al cuidado de esos ladrones del astillero. El capitán del
Dromedary
me dijo que conocía las campanas de buzo y que estaba encantado de que subiera la mía a bordo. Si tenemos tiempo libre…

—¿Tiempo libre? —gritó Jack—. Dispondremos de muy poco tiempo libre, porque tenemos que estar al sur de Hameda cuando haya luna llena o antes. ¡Tiempo libre! ¡Vamos, remar con fuerza! —ordenó a los tripulantes de la falúa.

El
Dromedary
había sido llevado a remolque hasta el astillero y ahora estaba amarrado con los costados paralelos al muelle, y parecía que nadie estaba inactivo en la cubierta ni en la entrecubierta. Unos marineros caminaban como hormigas por la plancha, con bolsas, jergones y coyes, y bajaban por la escotilla de proa; mientras que otros, que estaban encargados de limpiar la bodega, salían por la escotilla de popa con montones de basura (pacas de paja empapadas de agua de la sentina, muy grandes, pero ligeras, y cabos rotos mezclados con polvo y harina en mal estado) y los tiraban por la borda. Al mismo tiempo otros marineros subían a bordo barriles de agua, de vino y de carne de vaca y de cerdo, paquetes de galletas y bolsas que contenían ropa y otros artículos que eran vendidos a la tripulación por el contador, vigiladas por el señor Adams, su ayudante y el ayudante del despensero. Por otra parte, los verdaderos tripulantes del
Dromedary
se ocupaban de sus tareas ordinarias, y en la proa se oían los martillazos del carpintero y su brigada. La campana de buzo, situada frente a la escotilla principal, parecía un ídolo de la antigüedad; sin embargo, el señor Martin no estaba junto a ella. Stephen dio una vuelta a su alrededor esforzándose por abrirse paso entre la multitud de marineros que pasaban apresuradamente por allí, y cuando empezaba a dar otra, se topó con Edward Calamy, un joven que pertenecía a la tripulación de la
Surprise
. El señor Calamy, un muchacho rubio y nervioso, era un cadete y sólo había navegado durante unos meses, desde que había embarcado en el
Worcester
enPlymouth, aunque por su actitud decidida y la gran cantidad de términos náuticos que empleaba, nadie lo hubiera creído. Desde hacía algún tiempo tenía una actitud amable y protectora hacia Stephen, y ahora, al verle, dijo:

—¡Ah, está usted ahí, señor! Estaba buscándole. He conseguido una cabina para usted en el costado de babor. Apartémonos para no estorbar. ¡Cuidado con esos cabos! Ya puse su equipaje abajo, y también llevé allí al señor Martin. El equipaje de Stephen no era muy grande, ya que vestía con sencillez, pero incluía un herbario que contenía las plantas más raras de Malta y un ejemplar de
Philosophical Transactions
, en el cual el doctor Halley describía lo que había observado en el fondo del mar. El señor Martin y Stephen estaban leyendo el libro, apartados del mundo agitado y ruidoso que les rodeaba, cuando el
Dromedary
desatracó y, con el velacho desplegado, empezó a atravesar el puerto mientras el desolado capitán Pullings, de pie en el muelle, agitaba la mano en el aire para despedirse de los pocos amigos que no estaban demasiado ocupados para advertir que se encontraba allí. Aún no habían llegado a la parte que trataba de la esponja ni siquiera habían terminado de leer la que trataba del coral cuando el
Dromedary
, ya con todas las mayores desplegadas, dobló el cabo Ricasoli y empezó a navegar con rumbo estesureste con un fuerte viento que permitía desplegar las juanetes.

—He visto muchos corales en el océano índico y también en el Pacífico —dijo Stephen—, pero sólo los he estudiado superficialmente, en un espacio y un tiempo limitados, pues me apartaban de ellos muy rápido. A menudo he lamentado haber desperdiciado tantas oportunidades. A alguien dotado de un espíritu curioso, pocas cosas pueden hacerle más feliz que caminar por un arrecife de coral y ver pasar por encima del arrecife aves desconocidas y por debajo peces desconocidos y observar en el fondo del mar una increíble cantidad de babosas de mar, cefalópodos y otros moluscos y también de nemertinos.

—Indudablemente, no puede haber un lugar más placentero que ese fuera del Paraíso —dijo Martin, juntando las manos—. Sin embargo, en el mar Rojo volverá a ver corales, ¿no cree?

—¿Por qué ha dicho eso, amigo mío?

—¿No es su destino el mar Rojo? ¿Estoy equivocado? En Valletta muchos decían que una expedición partiría hacia allí para llevar a cabo una misión secreta, y el cadete que me condujo hasta aquí daba por sentado que al capitán Aubrey le habían dado el mando, así que supuse que usted había traído su campana de buzo para sumergirse entre los arrecifes durante su tiempo libre. Pero le ruego que me disculpe si he cometido una indiscreción.

—No, no. Si pudiera sumergirme en el mar Rojo en mi tiempo libre, tendría una alegría indescriptible, pero, desafortunadamente, los marinos no quieren ni oír hablar del tiempo libre. Salvo en una ocasión, cuando estuvimos a punto de naufragar frente a la isla Desolación, un lugar bendecido por Dios, siempre se me ha impedido hacer las cosas a mi ritmo y a mi gusto. Los marinos creen que siempre hay que estar ocupado, y tienen la obsesión de que hay que hacerlo todo deprisa, que no hay que perder ni un minuto, como si el tiempo sólo debiera emplearse en seguir avanzando con rapidez y no importara adonde uno se dirige con tal que siga adelante.

—Es cierto. Además, su preocupación por la limpieza es casi una obsesión. Lo primero que oí cuando subí a bordo de un barco de guerra fue el grito «¡Barrenderos!», y desde entonces lo he oído alrededor de veinte veces diarias, aunque como los marineros están restregando el barco constantemente, no hay nada que barrer, así que no es necesario emplear una escoba para limpiarlo, y mucho menos doce. Ahora tengo que irme, señor, porque he oído decir que el barco zarpa al atardecer, y ya ha empezado a debilitarse la luz.

—Podríamos dar un paseo por la cubierta, porque parece que ahora hay menos ruido y los tripulantes no tienen tanta prisa —dijo Stephen—. Además, el capitán Aubrey se alegrará de verle.

Avanzaron hasta la escala de toldilla atravesando por una serie de lugares que no les eran familiares, y antes de llegar a la cubierta, a Stephen le asaltó una preocupación, pues notó que el transporte estaba más escorado de lo que solía estarlo un barco cuando estaba amarrado junto a un muelle y oyó el grito «¡Destrincar los cañones!», un grito que no tenía nada que ver con los preparativos para zarpar que él conocía. Pero esa preocupación era insignificante comparada con la consternación que sintieron los dos cuando sus cabezas asomaron por encima de la brazola y vieron que lo único que había a su alrededor era el mar, coloreado de un intenso azul por el atardecer, que el majestuoso sol estaba a punto de ocultarse a lo lejos, por popa, y que a ambos lados de la cubierta los tripulantes realizaban las tareas que habitualmente se hacían en los barcos con verdadero afán, como si la tierra ya no existiera, y se enteraron de que el barco navegaba a seis nudos y medio. El capitán Aubrey había pedido prestados los cañones de seis libras del
Dromedary
, y para que los tripulantes de la
Surprise
volvieran a tener dignidad y disciplina, les mandaba a hacer todas las operaciones necesarias para dispararlos, y parecía que representaban una pantomima con rapidísimos movimientos.

—¡Guardar los cañones! —ordenó al final—. El resultado de la práctica de tiro ha sido muy malo, señor Mowett. Tardar dos minutos y cinco segundos con cañones de ciento noventa libras de peso es un mal resultado.

Entonces se volvió, y su expresión malhumorada se trocó en una sonriente cuando vio a Stephen y a Martin. Ambos estaban todavía en el penúltimo escalón de la escala, con el cuerpo visible solamente hasta las rodillas, y miraban a su alrededor con la boca abierta, perplejos como dos hombres que nunca hubieran estado en un barco. «Y estos pobres hombres no están mucho mejor», pensó, y luego dijo:

—¡Señor Martin, cuánto me alegro de verle! ¿Cómo está?

—¡Oh, señor! —exclamó Martin mirando en torno suyo como si la tierra fuera a aparecer milagrosamente—. Creo que estoy viajando, que no bajé del barco a tiempo.

—No se preocupe. Seguramente encontraremos algún barco pesquero que vaya a Valletta y podrá regresar en él, a menos que prefiera acompañarnos durante un tiempo. Navegamos con rumbo a la boca del Nilo donde está Pelusio…

En ese momento empezó una acalorada discusión entre el carpintero del
Dromedary
y Hollar, el contramaestre de la
Surprise
, y el capitán Aubrey tuvo que intervenir, pero invitó a cenar al señor Martin. Durante la cena, el pastor dijo:

—Tal vez no hablaba usted en serio cuando sugirió que les acompañara, pero si no era así, permítame decirle que me encantaría. Tengo un mes de permiso, y el capitán Bennet tuvo la amabilidad de decir que no opondría reparos a que prolongara el período de permiso un mes o dos, o incluso más.

Jack sabía que Harry Bennet había aceptado llevar un pastor a bordo porque el comandante general le había presionado. Bennet no tenía animadversión contra el clero, pero le encantaba estar acompañado de mujeres, y como le ordenaban llevar a cabo misiones solo muy a menudo, podía hacer su voluntad. No obstante, respetaba mucho a los clérigos y no llevaba en su barco a su amante y a uno de ellos a la vez porque le parecía que así les ofendía.

—Naturalmente, pagaré por el alojamiento y la comida —prosiguió—. Además, como poseo algunas nociones de anatomía, tal vez pueda ayudar al doctor Maturin, pues no tiene ningún ayudante en estos momentos.

—Muy bien —dijo Jack—. Pero le advierto que no vamos a quedarnos en Tina sino que avanzaremos por un desierto lleno de serpientes de diversos grados de nocividad, como dice el doctor, hasta…

—Me limité a repetir las palabras de Goldsmith —dijo Stephen adormecido a causa de que había dormido poco esa noche y estaba agotado por las fuertes emociones del día anterior, y luego murmuró—: Sopor… coma… letargo…

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