—¡Oh, Jack, te aseguro que la campana es maravillosa! Tan pronto como la lancha que la transportaba se abordó con el
Edinburgh
, el capitán Dundas, ese hombre admirable, me dijo a gritos que si quería descender al fondo del mar en ese momento que no permitiría de ninguna manera que bajara solo y que él mismo me acompañaría y…
—¿Le he interrumpido, querido doctor? —preguntó Laura Fielding, entregándole una partitura.
—No tiene importancia, señora —dijo Stephen—. Sólo estaba hablando con el capitán Aubrey de mi campana de buzo, mi nueva campana de buzo.
—¡Ah, sí, su campana de buzo! —exclamó ella—. Me gustaría mucho que me hablara de ella. Vamos a interpretar enseguida esta pieza y luego podrá hablarme de ella con tranquilidad. Me imagino las perlas y las sirenas…
La pieza era una sonata para violoncelo de Contarini con un solo bajo cifrado, y Laura Fielding siempre había tocado muy bien la parte que le correspondía. Para ella producir sonidos armoniosos era tan natural como respirar, y la música brotaba de sus manos como el agua de un manantial. Pero en esta ocasión, apenas habían tocado juntos diez compases, tocó un acorde disonante, y al oírlo, Stephen hizo una mueca, Jack, Muratori y el coronel O'Hara enarcaron las cejas y fruncieron los labios, y un viejo
commendatore
, en voz bastante alta, exclamó: «¡Tu-tu-tu!».
Después del primer tropezón, ella se concentró en ejecutar la pieza. Stephen la vio inclinar su hermosa cabeza hacia el teclado, y notó que tenía una expresión grave y que se mordía el labio inferior. Pero la aplicación no estaba acorde con su estilo, y terminó de interpretar el movimiento con poca brillantez, unas veces haciendo a Stephen perder el ritmo y otras dando notas discordantes.
—Lo siento mucho —dijo—. Trataré de hacerlo mejor ahora.
Desgraciadamente, no fue así. Para expresar con nitidez las frases del adagio, había que interpretarlo con delicadeza, pero ella no lo hizo. De vez en cuando imploraba perdón a Stephen con la mirada, y una vez cometió un error tan grave que él se quedó paralizado, con el arco en el aire. Entonces ella, poniéndose las manos en el regazo, preguntó:
—¿Empezamos desde el principio?
—¡No faltaba más! —exclamó Stephen.
Pero la prueba no dio buen resultado, y entre los dos mataron lentamente al pobre Contarini, porque Maturin tocó tan mal como su compañera, tan mal que cuando la cuerda que daba la nota
la
se rompió con un solemne chasquido, en el momento en que terminaban de ejecutar las dos terceras partes del adagio, todos sintieron alivio.
Después de esto, el coronel O'Hara interpretó algunas composiciones para piano con brío y pasión, pero desde aquel percance la fiesta no volvió a tener animación.
—La señora Fielding no se encuentra en buen estado de ánimo —dijo Stephen a Jack, que estaba junto con él al lado del limonero—. Me refiero a su estado de ánimo real —añadió, porque la había visto hablando y riendo mucho.
—No —dijo Jack—. Sin duda, está preocupada por su esposo. Me habló de él esta tarde.
Estaba mirando a Laura Fielding por entre las hojas del limonero con admiración y afecto, porque ella, aunque estaba atormentada, tenía un magnífico aspecto con aquel vestido de noche rojo, y porque él llegaba a estimar a las mujeres que le rechazaban amablemente.
—Creo que le gustaría que nos fuéramos —dijo Stephen—. Me iré cuando pase cierto tiempo y ya no parezca una descortesía marcharse. Aunque también podría coger ahora mis zapatos, es decir, los zapatos de Graham, y mi violonchelo y escabullirme.
Sus últimas palabras casi no pudieron oírse a causa de las risas de un grupo de hombres que estaban del otro lado del limonero y la voz del capitán Wagstaff, que se acercó a Jack y en un tono agudo y con familiaridad, le preguntó si había comido muchas de esas cosas rojas picantes.
Stephen entró en la casa y allí encontró a la señora Fielding, que llenaba cuidadosamente varios vasos de ponche con una jarra. Ella puso una expresión risueña y dijo:
—Sea bueno y ayúdeme a llevar las bandejas.
Luego se acercó más a él y le susurró al oído:
—Estoy tratando de deshacerme de ellos, pero no se van. Dígales que ya es hora de irse a dormir.
—Iba a irme ahora —dijo Stephen.
—¡Ah, no,
usted
no se va! —exclamó ella en tono alegre—.
Usted
se queda porque tengo que consultarle sobre un asunto. Bébase un vaso de ponche y cómase uno de estos mazapanes que he guardado para usted.
—A decir verdad, amiga mía, creo que he comido todo lo que podía comer en un día.
—Cómase sólo la mitad, y yo me comeré la otra.
Llevaron las bandejas al patio. Stephen sostenía la más grande, en la que estaban los vasos, y ella, la otra, en la que él pudo ver sus viejas amigas, las galletas de Nápoles. Cuando hacían la ronda, la señora Fielding conversaba con los invitados, les agradecía que hubieran ido a la fiesta y les felicitaba por haber tocado tan bien; sin embargo, los invitados no se fueron, sino que permanecieron allí riendo más y hablando con mayor libertad. Al principio de la noche ella había fingido que coqueteaba y ahora estaba arrepentida de ello, pero la seriedad y la actitud reservada que tenía ahora no bastaban para anular el efecto de aquel comportamiento. Y puesto que la libertad tiende a convertirse en libertinaje, el capitán Wagstaff, apartando la vista del rostro de Jack y dirigiéndola hacia Stephen, dijo:
—Es usted un hombre afortunado, doctor. Muchos darían cualquier cosa por sustituirle en el puesto de mayordomo.
Hasta que ella no habló aparte con el
commendatore
, los invitados no empezaron a despedirse. Se marcharon poco a poco, en pequeños grupos, pero Wagstaff se quedó un tiempo interminable en la puerta contando una anécdota de la que acababa de acordarse, una anécdota cuyo final, evidentemente, era impropio, y obligó a sus amigos a interrumpirle y a sacarle de allí. La risa de Wagstaff retumbó en el pasillo abovedado hasta que el grupo llegó a la calle, y en ese momento un observador oculto tachó sus nombres en una lista.
Al final sólo quedaban Maturin y Aubrey, que esperaba a su amigo para acompañarle al hotel porque aún cojeaba. Jack no dejaba de pensar en que él era un hombre y Laura Fielding era una mujer, pero la consideraba una mujer pura, casi un ángel, hasta que ella le pidió que encerrara a Ponto en el jardín trasero, diciendo «No le gusta ir, pero hará lo que usted le pida», y que cerrara la verja para que no entraran gatos, y él la sorprendió diciendo al doctor que no se fuera todavía, que le agradecería que se quedara con ella un rato. Jack pudo ver que sonreía al decir eso y tuvo la sensación de que le habían disparado un tiro, pues, a pesar de que podía confundir las señales que una mujer le hacía a él, no confundía las que hacía a otro hombre.
Logró ocultar sus sentimientos y mantenerse sereno haciendo un gran esfuerzo. Dio las gracias a la señora Fielding por la agradable velada y dijo que esperaba tener el honor de visitarla otra vez muy pronto. Pero no pudo engañar a Ponto, que alzó sus bondadosos ojos y escrutó su rostro y luego le siguió mansamente sin decir nada, con las orejas gachas, hasta el jardín donde estaba la cisterna, aunque detestaba dormir en cualquier otro lugar que no fuera junto a la cama de su dueña.
—Para que no entraran gatos —murmuró cuando cerraba la verja tras él—. Nunca hubiera creído que Stephen hiciera una cosa así.
Stephen estaba de pie en medio de un montón de vasos y platitos esparcidos por el patio, sin saber qué hacer, cuando reapareció Laura, equipada con lo necesario para acabar con el desorden.
—Sólo voy a recoger lo que más estorba —dijo Laura—. Entre en casa y vaya a mi habitación. Allí encontrará
fiamme
y una botella de vino.
—¿Dónde está Giovanna? —preguntó Stephen.
—No duerme aquí esta noche —dijo Laura, sonriendo—. No tardaré.
Era usual recibir visitas en el dormitorio en Francia y en la mayoría de los países que habían adoptado costumbres francesas, y Stephen había estado otras veces en la habitación de la señora Fielding (cuando hacía mal tiempo, celebraba las fiestas en la pequeña sala, y los invitados también pasaban al dormitorio), pero nunca le había parecido tan acogedor. Frente al sofá que estaba en un rincón, en posición oblicua, estaba colocada una resplandeciente mesita baja de latón, sobre la que había una lámpara que formaba un luminoso círculo blanco en el suelo y otro más pequeño en el techo, y de su traslúcida pantalla roja salía un resplandor rosáceo que armonizaba con las desnudas paredes encaladas. Más allá del sofá no se veía nada con claridad (a la izquierda se veía la silueta de la cama con dosel y cerca de ella unas sillas con algunas cajas encima), pero cuando Stephen se sentó advirtió que había sido descolgado un enorme y horrible retrato del señor Fielding. Recordaba muy bien el retrato. El teniente (era entonces primer oficial interino del
Phoenix
) estaba vestido con un pantalón de rayas y un sombrero hongo, y tenía en una mano una bocina, y en la otra, la braza de estribor de la verga trinquete, y conducía su barco por un arrecife en las Antillas, en medio de un huracán. La mayor parte del cuadro había sido pintada por un compañero de tripulación, y Jack había dicho que no había ni un solo cabo que no estuviera exactamente en la posición en que se encontraría en medio de un huracán así; sin embargo, la cara la había pintado un pintor profesional. La cara parecía la de un hombre real, un hombre animoso, pero preocupado, y contrastaba con el cuerpo, rígido como si fuera de madera y con gestos teatrales. A una mujer de tan buen gusto como la señora Fielding, sólo la devoción por su esposo podía haberla hecho colgar ese cuadro en su casa. La bandeja que estaba junto a la botella de vino de Marsala, encima de la mesita de latón, revelaba su verdadero gusto. Era una bandeja griega comprada en Sicilia con ninfas vestidas de rojo, y aunque estaba desconchada y había sido reparada varias veces, las ninfas todavía seguían bailando graciosamente bajo el árbol como hacía dos mil años. Entonces Stephen, apartando la vista de las ninfas y fijándola en las rebanaditas de pan con pasta picante, se preguntó: «¿Cómo es posible que pusiera dos rojos juntos? ¡Qué contraste tan desagradable hacen!».
Estuvo mirándose los pies un rato y después volvió a pensar en la pasta y en sus probables ingredientes y se dijo: «¡A veces es tan difícil recordar un olor! Uno lo conoce muy bien, pero no puede identificarlo». Volvió a acercar la nariz a la bandeja e inspiró con los ojos entrecerrados, y de inmediato ocurrió algo que contradijo sus palabras: identificó el olor. Era el olor de la cantárida o mosca española, un insecto de color verde amarillento brillante, conocido por todos los naturalistas del hemisferio sur, que tenía en los élitros una sustancia de olor penetrante. Se empleaba en preparados de uso externo, que se usaban como vejigatorios o irritantes, y en preparados que se ingerían, que se usaban para excitar el apetito sexual, y, además, era el ingrediente más potente de los filtros de amor.
Entonces pensó: «Sí, es pasta de mosca española. ¡Pobrecilla!». Después de reflexionar sobre las implicaciones que eso tenía, se dijo: «Es probable que se la haya comprado a Anigoni, ese boticario famoso por adulterar la mercancía, pero, así y todo, me horroriza pensar en esos hombres que ahora estarán recorriendo Valletta como toros hambrientos. Yo mismo noto perfectamente los efectos, y estoy seguro de que dentro de poco aumentarán de intensidad».
Laura Fielding llegó por fin. No se había demorado solamente por haber recogido el patio, ya que se había puesto un fajín azul, que hacía parecer aún más pequeña su cintura, y se había arreglado el peinado. Fue a sentarse junto a Stephen visiblemente nerviosa, mucho más nerviosa que en el patio lleno de invitados.
—¡Pero si no ha bebido nada! —dijo en tono enfático—. Le serviré un vaso de vino mientras se termina de comer esto —dijo, ofreciéndole la bandeja con las rebanaditas de pan con pasta roja.
—Acepto con gusto un vaso de vino —dijo Stephen—, pero prefiero comerme uno de esos excelentes mazapanes.
—No puedo negarle nada —dijo ella—, así que se los traeré enseguida.
—¡Y ya que está de pie, traiga la tiza, por favor! —gritó Stephen cuando ella salió, refiriéndose a una tiza con que Laura Fielding apuntaba las citas que tenía cada día para acordarse de ellas.
También él estaba nervioso. Los pocos contactos con mujeres que había tenido a lo largo de su vida profesional resultaron decepcionantes. Sabía que debía andar con cuidado, pero no sabía con seguridad hacia dónde debía encaminar sus pasos.
—Aquí tiene: mazapanes y la tiza —dijo ella al volver y, cogiendo la botella, añadió—: Tendremos que compartir el vaso, porque es el único que queda limpio. ¿Le molesta beber en el mismo vaso que yo?
—No —respondió Stephen.
Los dos permanecieron un rato silenciosos, comiendo mazapanes y pasándose el uno al otro el vaso de vino, y se sintieron muy a gusto durante la pausa, a pesar de que los dos estaban en tensión.
—Dígame, ¿quería usted que le diera mi opinión como médico?
—Sí, es decir, no —respondió—. Deseaba hablarle de… Pero primero quería pedirle disculpas por haber tocado tan mal.
Le contó que el primer error había conducido a los otros, pues había empezado a pensar en lo que hacía y pensar perjudicaba el movimiento de sus dedos, y entonces, poniéndole la mano en la rodilla y sonrojándose, le preguntó:
—¿Qué puedo hacer para que me perdone?
—Ya la he perdonado, amiga mía.
—Entonces tiene que darme un beso.
Stephen le dio un beso, que fue realmente una caricia abstracta porque estaba pensando en otra cosa. Sabía muy bien que a pesar de haber intentado reforzar su voluntad pensando que ella era una paciente, su voluntad flaqueaba. Y lo que le había llevado casi a abandonar la castidad era que detestaba comportarse como un hombre insensible, y ese insulto, provocado por su aparente indiferencia, se percibía cada vez con más claridad. A pesar de eso, extendió el brazo para coger la tiza y preguntó:
—¿Quiere que le cuente cómo es mi campana?
—¡Oh, sí! —respondió ella—. Me encantaría saber cómo es su campana.
—Ésta es la campana vista de lado, ¿sabe? —dijo, dibujando la campana en la parte del suelo que estaba alumbrada—. Tiene una altura de ocho pies. La ventana de la parte superior mide nada menos que una yarda. Aquí, donde está el banco, tiene un ancho de unos cuatro pies y seis pulgadas. ¡Y puede contener cincuenta y nueve pies cúbicos de aire!