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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (14 page)

—¿Sabe lo que me han hecho? Me han arruinado la comida. No tengo que regresar en el
Dromedary
el jueves, no señor. Tengo que embarcar en el
Sylph
hoy a las doce y media. Me han arruinado la comida, y el que tiene la culpa es Figgings Pocock, ese patán orejudo, estúpido y analfabeto. Mire, está sentado ahí, junto al secretario del almirante. ¿Ha visto alguna vez a alguien con una cara tan fea como esa?

Stephen pensó que había visto caras más feas que esa, y a menudo, y que, en realidad, a pesar de que el señor Pocock tenía la piel de las mejillas amarillenta y reseca y cierta cantidad de pelo en las orejas y la nariz, su aspecto era comparable al de Graham. Aunque el señor Pocock distaba mucho de ser guapo, parecía más fuerte, serio e inteligente que el secretario del almirante, un hombre demasiado joven para desempeñar un cargo tan importante. Sin embargo, el señor Yarrow no parecía estúpido sino inexperto, ansioso y abrumado. Ahora tenía agarrado un enorme montón de papeles y estaba inclinado hacia el señor Wray, a quien escuchaba atentamente.

El comandante general, sir Francis Ives, llegó por fin, y la reunión comenzó. Como Graham había previsto, el almirante habló mucho sin decir nada. Stephen observó durante un rato a sir Francis, que era un hombre bajo, de cierta edad, enérgico y con autoridad innata, a quien su espléndido uniforme le daba un aspecto majestuoso. Aunque pertenecía a una conocida familia vinculada a la Armada y había adquirido gran prestigio durante el tiempo que había servido en ella, hacía años que no tenía el mando de una operación naval, y todos decían que se proponía mandar la flota del Mediterráneo para que le fuera otorgado al fin el título de par, y que no escatimaría esfuerzos para superar a sus dos hermanos, que eran lores. Mientras hablaba miraba a los oficiales y a los consejeros que le rodeaban para tratar de deducir de sus expresiones lo que pensaban, pero sin revelar nada, lo que hacía patente que estaba acostumbrado a dirigirse a un comité. El señor Wray tenía la capacidad de escuchar largos discursos sin demostrar ningún sentimiento, a diferencia de su suegro, el contraalmirante Harte (un oficial famoso por su fortuna, que había heredado recientemente, y por no ser un buen marino), quien miraba con rabia al gobernador, el señor Hildebrand, que ahora tenía la palabra y decía que era posible que algunas personas no autorizadas hubieran obtenido información secreta, pero que no se podía culpar de ello a ninguno de los departamentos que estaban bajo su mando y que tenía plena confianza en sus oficiales, su secretario y todos los miembros de la administración pública.

Cuando Stephen hubo observado a sir Francis el tiempo suficiente para estar seguro de que mantendría su actitud reservada y no revelaría nada hasta más tarde, cuando se reuniera con un grupo más pequeño, había dejado de prestarle atención y se había quedado sentado allí, con la cabeza gacha, dormitando a ratos o comiendo trocitos de una tostada que se había metido en el bolsillo cuando Bonden no le estaba mirando.

De vez en cuando oía a algunos caballeros decir que la guerra debía continuar y que tenían que luchar con todas sus fuerzas, y a otros, que todos los organismos debían mantener la disciplina y tener buenas relaciones y cooperar con los demás. Una vez le pareció oír que el soldado de mirada inteligente que suministraba datos y cifras al señor Hildebrand decía que estaba en contra de la tiranía y de que Francia dominara el mundo, pero era posible que lo hubiera soñado. Ni a él ni a Graham les pidieron que expresaran su opinión, y ambos desaprovecharon todas las oportunidades de intervenir que se presentaron. Además, durante todo el tiempo Graham dejó ver que estaba obstinado en permanecer en silencio.

Stephen esperaba que Wray, quien le había saludado cortésmente con una inclinación de cabeza, se entrevistaría con él al terminar la reunión para hablar más ampliamente del «delicado asunto» al que había hecho referencia en un encuentro anterior. «Tengo que averiguar lo que piensa sobre muchas más cosas y si es discreto antes de hablarle de Laura Fielding», pensó. En su opinión, Laura estaba con la soga al cuello, y aunque seguramente podría salvarse si delataba a un cómplice, las autoridades la tratarían con dureza y le causarían un sufrimiento indecible. Por otra parte, quería engañar a los agentes franceses sin interferencias, porque pensaba que esa era una labor muy delicada que debía llevar a cabo una persona con gran experiencia y completamente sola. «Hoy no voy a hablarle abiertamente, pero quiero enterarme de lo que sabe acerca de André Lesueur, el amigo de Graham», se dijo.

No se vio obligado a hablar abiertamente ni obtuvo ninguna información sobre Lesueur, ya que Wray se marchó de allí hablando con el secretario del almirante y se limitó a despedirse con otra inclinación de cabeza y una mirada con la que parecía decir: «Como puede ver, estoy muy ocupado y no tengo tiempo disponible».

Jack Aubrey pasó esas horas de la mañana en el astillero, hablando con varios carpinteros de barcos en el interior de su querida
Surprise
. Los carpinteros de barcos, lo mismo que quienes les controlaban, eran corruptos, pero pensaban que había gran diferencia entre el dinero del Gobierno y el de un particular y que un capitán debía recibir a cambio de su dinero algo cuyo valor realmente correspondiera a la cantidad que gastaba. Además, tenían gran destreza, y Jack estaba muy satisfecho porque habían puesto a la fragata curvas y trancaniles de roble de Dalmacia en la parte de la crujía posterior al pescante central, donde había sufrido graves daños. Jack les había creído cuando le habían dicho que, aparte de los días festivos por ser días de santos, todavía tardarían una semana en terminar el trabajo. Pero los carpinteros no habían dicho exactamente cuántos días festivos habían contado, y cuando Jack subía con ellos a la destrozada cubierta por la escala provisional, sacudiéndose las virutas de madera de la chaqueta y los calzones, mandaron a buscar un calendario, y luego empezaron a discutir acaloradamente sobre cuáles eran los días festivos y si debían dejar de trabajar un total de doce horas entre los días de San Aniceto y San Cucufate o sólo una tarde, como los calafates. Jack escribió todo esto. Conocía a sir Francis desde hacía mucho tiempo y sabía que no era uno de los almirantes de la Armada que exigía a sus hombres hacer su trabajo corriendo, pero sí uno de los más enérgicos y persistentes, que detestaba que los oficiales estuvieran inactivos en el alcázar y en cualquier otra parte, y que cuando pedía que tomaran una decisión o le entregaran un informe sobre cualquier asunto o sobre el estado de un barco, le gustaba que cumplieran su orden inmediatamente. A veces esas decisiones tomadas con rapidez no eran tan acertadas como las que seguían a una profunda reflexión y esos informes no eran tan precisos como los que se hacían con detenimiento, pero el almirante decía: «Si uno piensa qué pierna mete primero en los calzones, es probable que desaproveche una ocasión, y entretanto, los calzones siguen vacíos». En su opinión, la rapidez era fundamental en un ataque, y esto había resultado cierto en las batallas en que había participado.

—Señor Ward —dijo Jack a su escribiente, que le estaba esperando en el alcázar con la lista de lo que necesitaba la fragata bajo el brazo—, tenga la amabilidad de hacer un informe sobre el estado de la
Surprise
y haga constar en él que dentro de trece días estará lista para zarpar, pues ya estarán colocados los cañones y los obenques y se encontrarán a bordo todos los barriles de agua potable. Quiero verlo en cuanto termine de pasar revista.

Ambos fueron hasta las negras barracas donde se alojaban los tripulantes de la
Surprise
, pasando de una vertiente a otra de una colina a través de la cima. Todos esperaban al capitán Aubrey, y los oficiales le dieron la bienvenida. También estaba allí el pobre Thomas Pullings, un poco apartado para que no pareciera que trataba de invadir el territorio de su sucesor, William Mowett. En la flota del Mediterráneo habían sido ascendidos a capitanes cuatro oficiales, los cuales habían recibido orden de permanecer en el puerto de la capital de Malta, y en el improbable caso de que un barco se quedara sin capitán, podría ser asignado a cualquiera de los cuatro, pues todos tenían muchas influencias. Ahora Jack tenía una chaqueta corriente en vez de su espléndida chaqueta con galones dorados, y un sombrero viejo, y los demás oficiales también vestían ropa de trabajo, a excepción del señor Gill, el oficial de derrota, y el señor Adams, el contador, que tenían una misión que cumplir en Valletta, pues tan pronto como terminaran de pasar revista, los tripulantes de la fragata irían a hacer prácticas de tiro, en las que podrían conseguir un codiciado premio que ofrecía el capitán Pullings para demostrar que aún estaba unido a la tripulación de la fragata, aunque fuera débilmente, y que consistía en una enorme tarta helada en forma de blanco. Irían a un lugar lo más lejano posible de allí, pero en lanchas, porque los oficiales estaban convencidos de que no conseguirían que llevaran el paso ni que se mantuvieran alineados si iban marchando, y no deseaban conducirles hasta allí por las calles llenas de chaquetas rojas. Ahora todos estaban relajados, en posturas cómodas, y sostenían los mosquetes como les parecía adecuado. Cuando Jack terminó de inspeccionar el lugar, dijo:

—Señor Mowett, pasaremos revista a los tripulantes nombrándoles según el orden de la lista.

Entonces Mowett dijo al contramaestre:

—Todos a pasar revista.

El contramaestre empezó a dar los gritos y los agudos pitidos con que solía llamar a los marineros para que le oyeran incluso en el sollado y la bodega de proa, y los marineros dejaron los mosquetes en el suelo, apilándolos de una forma que hubiera hecho ruborizarse a cualquier soldado, y luego se agruparon en la franja de tierra que representaba el lado de babor del alcázar. El escribiente fue diciendo los nombres de los tripulantes, y uno tras otro pasaron al lado de estribor por detrás del imaginario palo mayor, saludando al capitán tocándose la frente con la mano y diciendo en voz alta: «Presente, señor».

El número de miembros de la tripulación había disminuido mucho. Algunos estaban en el hospital, otros en prisiones navales o militares, y muchos habían sido incorporados a otras tripulaciones. Pero Jack había luchado con ahínco para que se quedaran con él sus compañeros de tripulación más antiguos y los mejores marineros, y con tal de conseguirlo, había recurrido a la sustitución de unos marineros por otros e incluso al engaño cuando le habían obligado a ceder cierto número de tripulantes. Ahora, cuando observaba cómo pasaban de un lado a otro, se dio cuenta de que conocía a casi todos desde hacía años. Algunos de ellos habían sido tripulantes del primer barco que había tenido bajo su mando, la corbeta
Sophie
, de catorce cañones, y entre los restantes había pocos grumetes y no había ningún campesino ni ningún marinero de segunda. Todos eran marineros de primera, y, por su destreza, muchos podrían ser clasificados como suboficiales en un buque insignia. Miraban a Jack con afecto cuando pasaban de un lado al otro, pero él les miraba con repugnancia, pues nunca en su vida había visto a una tripulación en que hubiera tantos hombres borrachos, desaliñados y malolientes. Mowett, Rowan y los ayudantes del oficial de derrota hacían heroicos esfuerzos para mantenerles ocupados durante buena parte del día, pero negarles unas horas de permiso habría sido inhumano y contrario a la costumbre.

Acababan de repetir el nombre de Davis, pero Davis no había contestado.

—¿Davis ha desertado? —preguntó Jack, ansioso.

Davis era un marinero que navegaba con Jack desde hacía tiempo. Era un hombre moreno, corpulento y agresivo que solía pedir traslado para cualquier barco que estuviera al mando del capitán Aubrey u ofrecerse como voluntario para tripularlo, y nada,
nada
, le induciría a desertar.

—Me temo que no, señor —dijo Mowett—. Les quitó la falda a varios soldados escoceses, y ellos le encerraron en la prisión de la guarnición.

Otros tres tripulantes de la
Surprise
que estaban ausentes habían corrido la misma suerte. Pero lo peor era la diferencia entre la lista actual y la que había la última vez que había pasado revista. Nada menos que once marineros habían sido llevados al hospital, cuatro con fiebre de Malta, cuatro con sífilis, dos con miembros rotos debido a que se habían caído cuando estaban borrachos, y uno con una herida causada por un puñal maltes; y otro, acusado de violación, estaba en prisión en espera de ser juzgado. Sin embargo, ninguno de los tripulantes de la
Surprise
había desertado, a pesar de que varios mercantes habían entrado y salido del puerto, pues eran felices en la fragata y la mayoría de ellos preferían tripular barcos de guerra.

—Bien, al menos tengo todas las cifras —dijo Jack, suspirando y sacudiendo la cabeza.

Afortunadamente, las había anotado, pues en cuanto acabó de escribir y expresar su deseo de llevar a bordo de la fragata a un pastor («alguien que pueda reformar a los marineros, que posiblemente tengan más miedo al fuego del infierno que al látigo, y que ponga fin a esta degeneración») llegó un guardiamarina con la orden de que se presentara inmediatamente ante el comandante general.

Después de dar gracias al cielo porque había decidido ponerse un buen uniforme para pasar revista, Jack dijo:

—Capitán Pullings, ¿tendría la amabilidad de ocupar mi lugar? Ahora iba a visitar a los tripulantes que están en el hospital. Continúe, señor Mowett. ¡Bonden, mi falúa!

Entonces se volvió hacia el guardiamarina del buque insignia, que había ido hasta la costa en una lancha de alquiler, y añadió:

—Venga conmigo. Así se ahorrará cuatro peniques.

Y cuando la falúa cruzaba el puerto a gran velocidad, dijo:

—Creía que el almirante estaba en tierra.

—Está en tierra, señor —dijo el joven con voz clara y aguda—, pero dijo que estaría a bordo de su barco otra vez antes que yo le encontrara a usted y mucho antes que usted se pusiera los calzones.

Todos los tripulantes de la falúa sonrieron, y el remero de proa apenas pudo reprimir una risotada.

—Pero no fui a casa de la señora —prosiguió el joven inocentemente—, porque uno de los tripulantes de nuestro barco dijo que le había visto alejarse de Nix Mangiare y dirigirse al astillero. ¡Y le encontré enseguida!

Cuando Jack subió por el costado del
Caledonia
, notó con satisfacción que en el alcázar había más oficiales de los que solían reunirse allí para recibir a un simple capitán de navío. Era obvio que el almirante no había regresado todavía. Y cuando hablaba con el capitán del
Caledonia
pudo oír la campana del navío sonar dos veces antes que la falúa del almirante zarpara del puerto y comenzara a acercarse con sus dos hileras de remos moviéndose con gran rapidez, como si su tripulación quisiera ganar una apuesta. Todos los oficiales se irguieron; los ayudantes del contramaestre suavizaron la voz al dar las órdenes; los infantes de marina enderezaron las culatas de sus armas; los grumetes se pusieron guantes blancos. El almirante fue recibido a bordo con una espléndida ceremonia, en la que los tripulantes lanzaron al aire sus sombreros, los infantes de marina presentaron armas dando un golpe en el suelo con el pie y produciendo un chasquido todos a la vez, y los oficiales blandieron sus sables, cuyas curvadas hojas brillaron al sol, mientras se oían las órdenes del contramaestre. Sir Francis saludó tocándose el sombrero, miró hacia el alcázar y, al ver los cabellos dorados de Jack, exclamó:

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