—¡Cincuenta y nueve pies cúbicos! —exclamó Laura Fielding.
Había pasado un día muy malo, y alguien más atento que él habría notado su desesperación tras su gran interés.
—Desde luego, cincuenta y nueve pies cúbicos al principio —dijo Stephen, dibujando dos figuras pequeñísimas en el banco y poniendo al lado, entre paréntesis: «Aquí estaba sentado el admirable capitán Dundas» y «Aquí estaba yo»—. Como puede ver, es muy espaciosa. Naturalmente, cuando la campana se hundió, es decir, descendió dos brazas, el agua subió, comprimiendo el aire, y sentimos una detonación en los oídos. Cuando el agua llegó hasta el banco, subimos los pies así —dijo, poniendo los pies en el sofá— y tiramos de un cabo para hacer la señal para que mandaran el barril.
Dibujó el barril con los dos agujeros y la manguera de cuero e indicó su recorrido hasta el borde de la campana con una línea discontinua, y dijo que no era un dibujo a escala.
—El barril bajó —continuó—, y a medida que bajaba, el aire que había en su interior se comprimía, ¿comprende? Entonces cogimos la manguera, y en el momento en que la subimos por encima de la superficie, la superficie del agua dentro del barril, ya sabe, el aire comprimido penetró en la campana con una fuerza increíble y el agua descendió hasta el borde. Los barriles bajaban unos tras otros y la campana se hundía cada vez más y la luz disminuía, aunque no llegó a disminuir tanto que fuera imposible leer y escribir. Teníamos placas de plomo y escribíamos con un punzón de hierro y las mandábamos para arriba con una cuerda. Y para dejar salir el aire viciado, con el fin de tener siempre aire puro, hay una pequeña llave en la parte superior. ¿Quiere que dibuje la llave?
Finalmente, llevó la campana hasta el fondo del mar, y ella, haciendo el último esfuerzo, dijo:
—¡Oh, Dios mío, en el fondo del mar! ¿Y qué encontró allí?
—¡Gusanos! —exclamó él—. ¡Gusanos marinos en abundancia! Y no tuve reparo en caminar por una fétida capa de lodo de siglos, aunque eso sólo produjo un ligero cambio en su superficie. Había algunos con filamentos conocido por el nombre de…
Cuando había comenzado a hablarle de los anélidos malteses, había notado que su pecho palpitaba. Sabía perfectamente que la causa no era él, pero no se dio cuenta de que era el sufrimiento hasta que empezó a hablarle del extraño comportamiento de la
Polychaetarubra
en la cópula, cuando vio, apenado y avergonzado, que las lágrimas resbalaban por sus mejillas, y entonces se interrumpió. Sus miradas se encontraron, y ella sonrió forzadamente, pero le empezó a temblar la barbilla y prorrumpió en sollozos.
Stephen le cogió la mano, diciendo frases de consuelo que no sirvieron de nada. Laura estuvo a punto de retirar la mano, pero luego agarró fuertemente la de él y, entre sollozos, preguntó:
—¿Tengo que ponerme de rodillas? ¿Cómo puede ser tan duro? ¿Cómo podré lograr que me ame?
Stephen no contestó hasta que ella se calmó.
—No puede —dijo—. ¿Cómo es posible que sea tan ingenua, amiga mía? Seguramente sabrá que una cosa como ésta no tiene valor si no es recíproca. Usted no está enamorada de mí. Tal vez sienta afecto por mí, y espero que así sea, pero no siente amor ni deseo ni ningún otro sentimiento de esa clase.
—¡Oh, sí, sí! Se lo demostraré.
—Soy médico, y sé perfectamente que no siente nada —dijo en un tono convincente, que demostraba su autoridad, dándole palmaditas en la rodilla.
—¿Cómo puede saberlo? —preguntó ella, sonrojándose.
—No importa. El caso es que es un hecho, y por la magnitud de mi propio deseo puedo calcular la de su indiferencia. Deseo ardientemente gozar de su favor y
poseerla
, como dicen muchos incomprensiblemente, pero nunca lo haría en estas condiciones.
—¿No? —preguntó ella.
Stephen negó con la cabeza. Entonces ella empezó a llorar con una amargura más profunda que antes, apretando su mano como si fuera su única tabla de salvación. Pero respondió con incoherencias cuando él le dijo:
—Es evidente que desea que yo haga algo extraordinario. Tiene que ser algo muy importante y que debe guardarse en secreto, pues una mujer como usted no estaría dispuesta a hacer un sacrificio como éste si no fuera por algo así. ¿Quiere decirme qué es?
Sólo respondió con algunas frases incoherentes. Primero dijo que no podía decírselo, luego que no se atrevía porque era muy peligroso y después que no tenía nada que decirle.
La señora Fielding estaba apoyada contra Stephen, que estaba sentado con las piernas cruzadas en un rincón del sofá, y de vez en cuando su cuerpo hacía un movimiento convulsivo. A Stephen le dolían las rodillas por tener las piernas dobladas y deseaba coger el vaso de vino, pero pensó que ella podría tener otra crisis en los próximos minutos, y lo único que hizo fue seguir intentado averiguar qué favor le iba a pedir ella. Le habló de los certificados médicos y de hombres reclutados forzosamente que habían sido dejados en libertad gracias a ellos, pero simplemente por hacer un murmullo que produjera la misma sensación de tranquilidad que un bajo cifrado o un bajo continuo, pues sólo se preocupaba de averiguar cuáles eran realmente el estado mental y el físico de su paciente. Y le parecía que había deducido la respuesta, aunque no solamente del comentario de Jack y la ausencia del cuadro. Ella dejó de sollozar, inspiró profundamente y después empezó a respirar con más facilidad, aunque no con normalidad.
—¿Es algo relacionado con su esposo, amiga mía? —preguntó.
—¡Oh, sí! —exclamó desesperada y llorando.
Le contó que su esposo estaba en la prisión y que le matarían si ella no tenía éxito en su misión. Además, le dijo que no se atrevía a decir a aquellos hombres que había fracasado y que la habían presionado para que actuara con rapidez. Finalmente, le rogó que fuera amable con ella, pues de lo contrario, matarían a su esposo.
—¡Tonterías! —exclamó Stephen, poniéndose de pie—. No harán semejante cosa. La han engañado. ¿Le queda café en la cocina?
Mientras tomaban café y comían pan con aceite de oliva rancio, ella le contó todos los detalles de la horrible historia. Habló de la difícil situación en que se encontraba Charles Fielding, lo que decía en sus cartas, la información que ella recogía (nada malo, sólo información relacionada con los seguros marítimos, pero confidencial), la delicada misión que le habían encomendado inesperadamente, de la que dependía la vida de su esposo. Añadió que ellos le habían dicho que el doctor Maturin y las conexiones que tenía en Francia se escribían cartas en clave en que hablaban de asuntos relacionados con las finanzas y, posiblemente, el contrabando, y que ella debía ganarse su confianza y averiguar las direcciones de esas personas y la clave. Luego respondió a Stephen que sabía el nombre del hombre que había traído la última carta de su esposo, y le dijo que era Pablo Moroni, un veneciano que había visto de vez en cuando en Valletta, y que le parecía que era un comerciante. Sin embargo, dijo que no conocía el nombre de los otros hombres que tenían contacto con ella ni los había visto nunca y agregó que eran tres o cuatro y que se turnaban. Agregó que la mandaban a buscar y que ella les contestaba dejando un papel con la hora apuntada en casa de un vinatero y que siempre tenía que ir a la iglesia de San Simón y arrodillarse en el tercer confesionario de la izquierda, donde se encontraba uno de los hombres, que no abría la ventana, como solían hacer los curas, sino que hablaba oculto tras la celosía, por lo que ella nunca le veía la cara, y entonces ella daba la información que tenía y recibía sus cartas, si había llegado alguna. No obstante, confesó que conocía a uno de los hombres, porque le había visto hablando con el señor Moroni, y dijo que hablaba bastante bien el italiano, aunque con un fuerte acento napolitano, que podía describirlo, pero que no lo haría mientras Charles estuviera en sus manos, porque tal vez eso le perjudicaría y ella nunca haría nada que pudiera perjudicar a Charles. Finalmente, dijo que estaba preocupada por él porque en las últimas semanas había escrito cartas muy extrañas, de las que había deducido que estaba enfermo o triste, y que, puesto que no eran cartas íntimas, porque él tenía que enviarlas sin cerrar, a ella no le importaba enseñárselas al doctor Maturin para que le diera su opinión.
El señor Fielding escribía con letra clara y en un estilo sencillo. Aunque sus cartas tenían que ser forzosamente discretas, reflejaban un amor puro y profundo, y Stephen sintió simpatía por él antes de terminar de leer la segunda. Las cartas más recientes, como Laura había dicho, eran más cortas, y pese a que contenían muchas de las palabras y frases que había en las otras, tenían un estilo recargado. Stephen se preguntó: «¿Habrá escrito en contra de su voluntad, al dictado? ¿No fue él mismo quien escribió?». Sabía que si había muerto o le habían matado, la vida de Laura Fielding no valdría ni cuatro peniques de «Brummagem»
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cuando ella lo supiera con certeza. Pensó que ningún jefe de un servicio secreto la dejaría pasearse por Malta si no tuviera un medio efectivo para evitar que dijera lo que sabía, y que era muy fácil matar a una mujer sin que los demás sospecharan que había un motivo oculto, pues su muerte siempre se podía asociar a una violación.
—Naturalmente —dijo en voz alta—, no le conozco como usted, pero un catarro o cualquier indisposición o el desánimo podrían ser las causas de algo así o incluso peor.
—Me alegro de que sea esa su opinión —dijo ella—. Estoy segura de que tiene razón: esto se debe a un catarro o a una indisposición.
Después de una larga pausa, Stephen dijo:
—Quiero que sepa que Moroni y sus amigos están equivocados, porque yo no tengo nada que ver con las finanzas, ni con el contrabando, ni con los seguros, ni terrestres ni marítimos. Le doy mi palabra de honor de que no habría encontrado ni una clave ni la dirección de ninguna persona que viva en Francia si hubiera registrado mis documentos. Se lo juro por los Evangelios y por mi esperanza de salvación.
—¡Oh! —exclamó ella.
Stephen comprendió que a pesar de que sus palabras eran ciertas, ella había notado que no decía toda la verdad y no le había creído.
—Sin embargo —continuó—, me parece que conozco la causa de la equivocación. Tengo un amigo que, por su profesión, se relaciona con los servicios secretos, y muchas veces nos han visto juntos. Esos hombres, o quizá sus informadores, nos han confundido al uno con el otro. Pero, puesto que una dama que sufre por su esposo es digna de compasión y puesto que su esposo está prisionero, estoy seguro de que mi amigo nos proporcionará la información necesaria para satisfacer a Moroni. Yo no digo que le será realmente útil a Moroni, sino que logrará satisfacer su curiosidad y demostrará que usted ha tenido éxito. Además, a Moroni le complacerá que yo sea su amante, así que vendré a verla cuando esté sola y usted vendrá a mi habitación usando la
faldetta
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de su doncella, si es posible, y le hará creer que los documentos son el fruto de sus esfuerzos.
Ya había llegado la luz del alba al pequeño patio cuando Stephen se fue, pero estaba abstraído en sus meditaciones y no lo notó. Tampoco notó el cambio del viento. Mientras caminaba por el oscuro pasillo con los zapatos de Graham en la mano, pensó: «Si Wray es la persona que pienso que es, todo esto será innecesario. Pero si no lo es o si ésta es una organización diferente y sin conexiones con las demás, no sé hasta dónde podré llegar sin comprometer a Laura Fielding». Mil formas de falsear información de manera que fuera realmente perniciosa habían pasado por su mente antes de que llegara a la verja, y cuando la abrió, el cansado observador que estaba al otro lado de la calle le vio sonreír a la luz matinal y, calándose el sombrero, pensó: «¡Qué afortunado es este libertino!». En ese mismo momento estremecieron el aire las salvas para dar la bienvenida al comandante general, y mil palomas subieron volando al cielo azul claro.
Jack Aubrey, que no era vengativo, ya había perdonado a Stephen su buena fortuna a la mañana siguiente a la hora del desayuno, cuando los empleados del hotel le dijeron que no habían logrado que el doctor Maturin se levantara a pesar de haberle anunciado la llegada de un mensajero para pedirle que acudiera a una reunión convocada por el comandante general, por lo que se puso de pie de un salto y subió corriendo la escalera para recordarle cuál era su deber. Pero no obtuvo ninguna respuesta cuando tocó en la puerta con los nudillos ni cuando le llamó.
—¡Qué desgracia! ¡El pobre caballero está muerto! —gritó la camarera—. ¡Se ha degollado como el de la número diecisiete! ¡Oh, no puedo soportarlo! ¡Me voy corriendo!
—Pero antes déme la llave maestra —dijo Jack, y enseguida abrió la puerta, entró en la habitación y gritó—: ¡Levántate! ¡O sales de ahí o te tiro al suelo! ¡Levántate!
Tampoco obtuvo respuesta después de decir esto, así que cogió a Stephen por los hombros y le sacudió con fuerza. Stephen abrió sus enrojecidos ojos y, a pesar de que no podía ver bien a Jack porque tenía la vista nublada a consecuencia del somnífero que había tomado, le lanzó una mirada de odio, pues su amigo le había sacado de un agradable sueño que le producía emociones tan intensas que parecía real, un sueño en el cual la señora Fielding sentía por él una pasión tan intensa como la que ella había despertado en él. Entonces se sacó los tapones de cera de los oídos y, con voz áspera y quejumbrosa, preguntó:
—¿Qué hora es?
—Las tres y media de la madrugada, y llovizna y hace mucho frío —dijo Jack mientras descorría las cortinas y abría los postigos para que pudiera entrar el sol—. Vamos, no debes quedarte ahí.
—¿Qué pasa, señor? —preguntó Bonden desde la puerta.
Bonden y Killick habían entrado en la cocina al mismo tiempo que la camarera, quien había contado que la sangre salía por debajo de la puerta de esa habitación, como había ocurrido en la número diecisiete, que costaría trabajo limpiarla, y que seguramente el pobre caballero se había dado un corte tan profundo que la cabeza se le había separado casi por completo del cuerpo.
—Dentro de siete minutos el doctor debe presentarse en el palacio afeitado, aseado y con su mejor uniforme —dijo el capitán Aubrey.
Stephen, en tono malhumorado, dijo que no les necesitaba, que la reunión podía celebrarse perfectamente sin que él estuviera presente, y que la nota que le habían enviado del buque insignia no era una orden sino una simple invitación, la cual podía aceptar o rechazar según… Pero Jack salió de la habitación mientras Stephen hacía estos comentarios, y Stephen, que sabía que Killick y Bonden no tendrían piedad ni atenderían a razones, no dijo nada más hasta que se sentó en la abarrotada sala de reuniones, poco antes de que llegara el gran hombre. Su cara, a causa de las fricciones, había tomado un intenso color rosa que rara vez tenía, su uniforme y sus zapatos estaban como debían estar, y su peluca estaba perfectamente ajustada a su cabeza, pero aún tenía enturbiada la vista por falta de sueño, y saludó a Graham, que estaba a su lado, con una especie de gruñido. Sin embargo, Graham no se sintió cohibido por eso, y, sin vacilar un momento y sin reservas, le susurró al oído: