—¡Dios mío! —exclamó—. No tenía idea… ¡Cuánto me gustaría que Stephen estuviera aquí!
Puesto que no deseaba interrumpirlas, pasó a considerable distancia de ellas y luego siguió avanzando por el camino, recordando algunos versos de Shakespeare que no hacían referencia a tortugas sino a mujeres jóvenes, hasta que llegó a una ermita consagrada a San Sebastián, en la que la sangre del mártir había sido repintada recientemente y tenía un brillo extraordinario. Más allá de la ermita había un muro de piedra medio derrumbado, y en el centro del muro había una verja de hierro forjado, en otro tiempo dorada, que se había salido de los goznes y estaba apoyada contra él.
—Debe de ser esta casa —dijo, recordando la dirección que le habían dado.
Pero varios minutos después dijo:
—Tal vez me haya equivocado.
El inmenso jardín, que parecía un erial, el sendero que lo atravesaba y la lúgubre casa amarillenta que se veía al final del sendero, no parecían tener nada que ver con la Armada. Jack había visto en Irlanda propiedades tan descuidadas como esa, con senderos cubiertos de mala hierba, contraventanas salidas de la mitad de sus goznes y cristales rotos, pero no se notaba tanto que estaban desastradas debido a la constante llovizna y al musgo. Aquí, en cambio, sí se notaba, pues el sol brillaba intensamente, el cielo estaba despejado y lo único que había verde era un pequeño grupo de encinas polvorientas, y los chirridos de las innumerables cigarras hacían que se notara aún más. «Ese tipo me dirá si lo es», pensó.
La lúgubre casa amarillenta estaba construida en torno a un patio al que se entraba por una puerta con la parte superior en forma de arco, y en el pilar de la izquierda había recostado un hombre que parecía un mozo de cuadra o un campesino que se estaba hurgando la nariz.
—Por favor, ¿puede decirme si el almirante Hartley vive aquí? —preguntó Jack.
El hombre no respondió, sino que le miró maliciosamente, se deslizó por la abertura de la puerta y entró en el patio. Jack le oyó hablar con una mujer. Hablaban en italiano, no en maltes, y él pudo entender las palabras «oficial», «pensión» y «cuidado». Tenía la impresión de que le estaban mirando desde una pequeña ventana. Al cabo de unos instantes salió la mujer, una mujer malcarada que vestía un sucio vestido blanco y estaba desarreglada. Al verle, puso una expresión amable y dijo en correcto inglés que aquella era la casa del almirante, y preguntó si él había ido a tratar algún asunto oficial. Jack le dijo que era un amigo del almirante y le sorprendió ver una sombra de incredulidad en sus ojos pequeños y casi unidos. No obstante eso, ella conservó la sonrisa, le mandó a entrar y dijo que iba a avisar al almirante de que estaba allí. Luego le guió por una escalera mal iluminada hasta una sala espléndida. Era espléndida por sus componentes, el suelo de mármol verde claro con franjas blancas, el alto techo artesonado y la chimenea, con un hogar mucho más grande que el de las chimeneas de las cabinas en que Jack se había alojado cuando era teniente de navío; sin embargo, no lo era por sus muebles, una mesita redonda y un par de butacas con el asiento y el espaldar tapizado de cuero, que parecían más pequeñas en medio de aquel gran espacio iluminado. Al principio a Jack le pareció que no había nada más dentro, pero después, cuando avanzó hacia la pared en que había siete ventanas, se acercó a la ventana del medio y volvió la cabeza hacia la chimenea, vio un retrato de su antiguo capitán a la edad de cuarenta o cuarenta y cinco años, un retrato excelente y con los colores todavía muy vivos. Permaneció allí de pie, con las manos tras la espalda, contemplándolo silenciosamente durante un rato. No conocía al pintor. No era Beechey, ni Lawrence, ni Abbott, ni ninguno de los pintores que solían retratar a los miembros de la Armada. Probablemente no era inglés. Jack pensó que era un buen pintor, pues había reproducido fielmente la expresión altiva, voluntariosa y resuelta de Hartley, pero, después de observar el retrato largo rato, llegó a la conclusión de que no le había gustado su modelo. No había plasmado ningún sentimiento en aquella cara pintada, y, a pesar de que el retrato era bastante fiel, en él no se reflejaba la bondad que, indudablemente, Hartley tenía, aunque la mostraba en raras ocasiones. A Jack le parecía que el cuadro era como la crítica de un enemigo, y recordó que un compañero había dicho que el innegable valor de Hartley tenía una extraña particularidad, pues Hartley atacaba al enemigo movido por la indignación y el afán de venganza personal, como si pensara que el otro bando trataba de quitarle cosas ventajosas, como botines, alabanzas o categoría.
Pensaba en esto y en la verdadera función de la pintura cuando se abrió la puerta y entró una caricatura del hombre que representaba el retrato. El almirante Hartley llevaba puesta una vieja bata amarilla con manchas de tabaco en la parte delantera, pantalones anchos y zapatos con el talón doblado en vez de zapatillas. Le habían crecido la nariz y la mandíbula, y tenía la cara mucho más grande. Había perdido la expresión altiva y voluntariosa, y, naturalmente, su piel ya no tenía el color de bronce que adquirió mientras estuvo expuesta al sol. Tenía un aspecto desagradable y ridículo, y su rostro pálido sólo reflejaba descontento. Dirigió a Jack una mirada carente de humanidad, que no expresaba interés ni placer, y le preguntó por qué había ido allí. Jack dijo que, puesto que se encontraba en Gozo, había pensado que podía presentar sus respetos a su antiguo capitán y preguntarle si quería enviar algún recado a Valletta. El almirante no respondió, y los dos permanecieron allí de pie mientras Jack hablaba del tiempo que había habido durante los últimos días, de los cambios que se habían producido en Valletta y de su esperanza de que cambiara el viento, y su voz resonaba en la habitación vacía.
—Bueno, siéntese un momento —dijo el almirante Hartley y, haciendo un esfuerzo, preguntó si Aubrey tenía algún barco ahora, pero, sin esperar la respuesta, inquirió—: ¿Qué hora es? Es la hora de tomarme la leche de cabra. Es fundamental que tome la leche de cabra con regularidad.
Entonces miró con ansiedad hacia la puerta.
—Espero que se encuentre bien en este clima, señor. Dicen que es muy saludable.
—No es posible tener salud cuando uno es viejo. Además, ¿salud para qué?
Un sirviente trajo la leche. Era un hombre que se parecía en todo a la mujer que Jack había visto, menos en que tenía un poco de barba de color negro azulado porque no se afeitaba desde hacía cinco días.
—¿Dónde está la
signora
?—preguntó Hartley.
—Ahora viene —respondió el sirviente.
En efecto, la mujer ya estaba en la puerta cuando él se iba, y traía una bandeja con una botella de vino, galletas y un vaso. Se había cambiado el sucio vestido blanco por otro bastante más limpio y más escotado. Jack notó que Hartley puso una expresión alegre; sin embargo, a pesar de su alegría, sus primeras palabras fueron una protesta:
—Aubrey no quiere vino a esta hora del día.
Antes que se tomara una decisión respecto a este asunto, se oyeron unos gritos en el patio y el almirante y la mujer corrieron a la ventana. El almirante le acarició los pechos, pero ella le apartó con un manotazo y luego se asomó a la ventana y se puso a gritar con una voz tan potente que seguramente podía oírse a milla y media de distancia. Siguió gritando así algún tiempo. Jack no tenía más perspicacia que la mayoría de los hombres, pero había comprendido enseguida que el almirante había caído en desgracia, y que eso, mezclado con su lujuria, había provocado un sentimiento que podía ser amor, enamoramiento o cariño.
—¡Qué temperamento! —exclamó el almirante cuando la mujer salió corriendo de la habitación para seguir discutiendo más de cerca—. Siempre se puede conocer el carácter de una mujer por la prominencia de sus nalgas —afirmó, enrojeciendo, y después, en un tono más humano, dijo—: Sírvase un vaso de vino y luego sírvame uno a mí. Beberemos juntos. Lo único que me dejan beber es leche, ¿sabe?
Hizo una breve pausa, en la que inhaló un poco de rapé que tenía envuelto en un papel, y luego dijo:
—Voy a Valletta de vez en cuando a buscar mi media paga. Estuve allí hace dos semanas, y Brocas mencionó su nombre. Sí, sí, lo recuerdo perfectamente bien. Me habló de usted. Parece que todavía usted no ha aprendido a sujetarse bien los calzones. ¡Tanto mejor! Uno debe portarse como un hombre mientras pueda, como digo yo. Desearía no haber desaprovechado tantas oportunidades en el pasado. ¡Casi lloro sangre cuando me acuerdo de algunas de esas mujeres, de esas espléndidas mujeres! Uno debe portarse como un hombre mientras pueda. Luego, en la tumba, uno pasa mucho tiempo como un eunuco. Y algunos nos convertimos en eunucos antes de llegar a ella —dijo, soltando una risotada mezclada con un sollozo.
Cuando Jack iba de regreso a la costa, el calor era más intenso, el resplandor del blanco camino era cegador y los chirridos de las cigarras eran más fuertes. Rara vez se había sentido tan triste. Por su mente pasaron uno tras otro negros pensamientos: el estado del almirante, el eterno paso del tiempo, la inevitable decadencia, la espantosa impotencia… Retrocedió de manera instintiva cuando le pasó cerca de la cara un objeto que le recordó los trozos de madera que caían de la jarcia en las batallas. El objeto cayó en el pedregoso camino, justamente delante de sus pies, y se rompió en pedazos. Era una tortuga, probablemente una de las dos tortugas enamoradas que había visto poco antes, ya que ese era precisamente el lugar donde estaban. Miró hacia arriba y vio la enorme ave de plumaje negro que la había dejado caer. El ave empezó a volar alrededor de su cabeza, mirándole fijamente.
—¡Dios mío! —gritó—. ¡Dios mío!
Y después de estar pensativo unos momentos, exclamó:
—¡Cuánto me gustaría que Stephen estuviera aquí!
Stephen Maturin estaba sentado en un banco de la iglesia de la abadía de San Simón, oyendo a los monjes cantar vísperas. Tampoco había comido, pero porque no había querido, para hacer penitencia por haber deseado a Laura Fielding y (esperaba) hacer disminuir su concupiscencia. Pero su estómago, que era pagano, había protestado por ese tratamiento al principio y había seguido refunfuñando hasta el final de la primera antífona. Sin embargo, desde hacía algún tiempo Stephen se encontraba en un estado que podría llamarse estado de gracia, pues se había olvidado de su estómago, del incómodo banco y del amor carnal, se había quedado arrobado oyendo aquel canto que le era familiar, el viejo canto gregoriano.
Durante la ocupación francesa de Valletta, los franceses habían causado graves daños a la abadía. Se habían llevado sus tesoros, habían vendido el claustro, habían roto sin motivo las vidrieras de colores de las ventanas (que habían sido reemplazadas por esteras) y habían arrancado las placas de mármol noble, lapislázuli y malaquita que recubrían las paredes. Pero esto último había tenido una buena consecuencia: la acústica era mucho mejor. Y ahora que el coro de monjes cantaba entre las paredes de piedra y los arcos de ladrillo, parecía que estaba en una iglesia más antigua, un lugar más adecuado para cantar que la iglesia renacentista que los franceses habían encontrado a su llegada. El abad era un hombre muy viejo. Había conocido a los últimos tres maestres de campo generales, había visto llegar a los franceses y luego a los ingleses. Ahora, por las ruinosas naves laterales, se expandía su voz débil pero melodiosa, una voz diáfana, que no parecía pertenecer a un ser terrenal. Enseguida los monjes le siguieron, y el tono de su canto subía y bajaba como las suaves olas.
Había pocas personas en la iglesia, y las pocas que había sólo podían verse cuando pasaban por delante de las velas de las capillas laterales. La mayoría de ellas eran mujeres cuyas negras capas se fundían con las sombras. Pero al final de la misa, cuando Stephen se volvió para hacer una reverencia como muestra de respeto al altar, justo al lado de la pila de agua bendita que estaba cerca de la puerta, vio a un hombre sentado junto a uno de los pilares. El hombre se secaba los ojos con el pañuelo, y su cara estaba iluminada por la luz que entraba por una grieta de la pared que daba al claustro secularizado. En ese momento volvió la cabeza, y Stephen descubrió que era Andrew Wray.
Las mujeres se habían aglomerado frente a la puerta y avanzaban hacia ella muy despacio, hablando animadamente unas con otras. Stephen tuvo que quedarse allí de pie durante un tiempo. Le había sorprendido ver a Wray, pues aunque las leyes del código penal ya no eran lo que eran, un católico no podía ser vicesecretario interino del Almirantazgo. Stephen se había encontrado con Wray en algunos conciertos en Londres, pero pensaba que acudía a ellos por estar en compañía de gente importante en vez de por amor a la música. No obstante, notó que el vicesecretario se había emocionado de verdad, pues cuando ya se había serenado y había empezado a caminar hacia la puerta, estaba muy serio y su gesto traslucía su emoción. Las mujeres echaron la cortina de cuero hacia un lado y abrieron la puerta, y, al mismo tiempo que salieron, entró la luz del sol. Wray no dio importancia al altar ni al agua bendita, y eso era una prueba inequívoca que no era un papista. Entonces vio a Stephen, y su expresión seria se transformó en una sonriente.
—Es usted el doctor Maturin, ¿verdad? ¿Cómo está, señor? Soy el señor Wray. Nos conocimos en casa de lady Jersey. También tengo el honor de conocer a la señora Maturin, a quien he visto precisamente poco antes de zarpar.
Hablaron un rato, parpadeando bajo la intensa luz del sol. Hablaron de Diana, a quien Wray había visto en el Teatro de la Ópera en el palco de los Columptons, y de amigos comunes, y luego Wray le invitó a tomar una taza de chocolate en una elegante pastelería que estaba al otro lado de la plaza;
—Voy a San Simón con tanta frecuencia como puedo —dijo cuando se sentaron en una mesa verde en el cenador que estaba detrás de la pastelería—. ¿Le gusta el canto gregoriano, señor?
—Me gusta mucho, señor —respondió Stephen—, si no es empalagoso ni tiene brillantez ni es cantado para causar efecto. Me gusta cuando es sobrio, tiene frases uniformes y carece de notas superfluas y de transición.
—Lo mismo que a mí —dijo Wray—. Tampoco me gustan esos melismas modernos. La sencillez angelical es lo que le confiere belleza. Y estos admirables monjes conocen el secreto.
Entonces hablaron de los modos, y descubrieron que a los dos les gustaba más el canto ambrosiano que cualquier modo plagal, y luego Wray dijo: