—Señor Calamy —dijo el capitán Aubrey al guardiamarina encargado de su brigada—, dígame cuál es, según el reglamento, la ropa que en las altas latitudes deben tener los marineros, es decir, los marineros sobrios y responsables que tripulan los barcos del Rey, no los irresponsables, perezosos y borrachos que tripulan los barcos corsarios.
—Dos chaquetas azules, un chaquetón, dos pantalones azules, dos pares de zapatos, seis camisas, cuatro pares de medias, dos jerseys de Guernsey, dos sombreros, dos pañuelos negros de Barcelona, una bufanda, varios… —se interrumpió y entonces, bajando la voz y ruborizándose, dijo—: calzoncillos de franela. Y además, un jergón, una almohada, dos mantas y dos coyes. Eso es todo, señor.
—¿Y en las zonas de clima cálido?
—Cuatro jerseys de algodón, cuatro pantalones de dril, un sombrero de paja y una capa de lona para las tempestades.
—Y si un marinero no tiene muchas de estas cosas por despilfarro o negligencia, o simple pereza, debe ser incluido en la lista de los que cometen faltas, ser llevado al portalón, colocado en un enjaretado y recibir doce azotes por cada cosa que le falte, ¿no es cierto?
—Sí, señor —dijo en voz muy baja.
—Este hombre pertenece a su brigada. Es uno de los tripulantes de su lancha. Usted sabía que se había quedado solamente con un zapato y no hizo nada. ¿No cree que es responsable de lo que hacen sus hombres? Es usted una vergüenza para la Armada. Se quedará sin su ración de grog hasta que le avise. Ha obrado muy mal.
La situación era peor de lo que Jack esperaba, aunque estaba habituado a ver signos de pobreza extrema en la Armada. Sin embargo, el señor Adams y él habían traído tantos suministros como si a los tripulantes les faltara casi todo, y el ayudante del contador estuvo vendiendo piezas de ropa toda la mañana. Por la tarde los tripulantes de la
Surprise
que no pertenecían a la brigada que trabajaba en el
Dromedary
se sentaron en la cubierta, formando pequeños grupos, y para evitar que les criticaran porque la ropa no les quedaba bien, descosieron, arreglaron y volvieron a coser las piezas de vestir suministradas a la Junta Naval por un proveedor.
Jack, que caminaba por la parte superior de la jarcia con el señor Alien, hablando de las posibles formas de aumentar la velocidad del barco cuando el viento viniera de proa, miró hacia abajo. La cubierta le pareció el taller de un sastre, pues sobre ella había trozos de tela y de hilo por todas partes, y los tripulantes estaban sentados con las piernas cruzadas y la cabeza inclinada sobre las prendas que cosían, levantando el brazo derecho y moviendo la aguja rítmicamente. Estaba satisfecho no sólo porque los marineros tenían menos pereza sino también porque el
Dromedary
, ahora con el viento en popa, que no era el viento con que él ni ningún otro barco de jarcia de cruz navegaba más rápido, desplazaba mucha agua con la proa y navegaba a una velocidad de cinco nudos y cuatro brazas, una velocidad suficiente para hacer el viaje en una semana, si el viento no cambiaba.
El viento siguió soplando en el mismo cuadrante un día más y también a la mañana siguiente a éste, y aún entonces la mayoría de los tripulantes de la
Surprise
estaban cosiendo. Habían terminado de arreglar la ropa de trabajo y ahora arreglaban la ropa de vestir. Sabían que el domingo se iba a celebrar el oficio religioso (los marineros que tenían las mejores voces, reunidos por el señor Martin, ensayaban la canción
Old Hundredth
bajo su dirección en la bodega de proa, y la cubierta vibraba como las paredes de la caja de resonancia de un enorme instrumento) y creían que los tripulantes del
Dromedary
iban a asistir a él muy bien vestidos, y como no querían que los tripulantes de un mercante les superaran en elegancia, pero no les parecía adecuado ponerse la ropa de bajar a tierra porque era demasiado lujosa ni tenían tiempo para hacer finos bordados, estaban cosiendo cintas en las costuras de la ropa.
No obstante eso, algunos habían dedicado algún tiempo a pulir la campana de buzo del doctor, y ahora las grandes placas de plomo que recubrían la parte inferior tenían el brillo más intenso que el roce de la arena y la arcilla podían darles, y las placas de latón de la parte superior brillaban más que el sol. Habían hecho esto para demostrar que sentían simpatía por Stephen, quien caminaba por el barco con un gorro de dormir ensangrentado y tenía un aspecto lamentable, y ahora sentían más simpatía por él que antes porque estaban convencidos de que estaba borracho cuando sufrió la herida.
Pero hoy el doctor Maturin no iba a usar el gorro de dormir, pues todos le habían dicho que debía ponerse una peluca, aunque le molestara mucho, porque el capitán de la
Surprise
y sus oficiales habían invitado a comer al capitán del
Dromedary
y a su primer oficial. Pero habían añadido que, a pesar de que era tan necesario tener puesta la peluca como llevar calzones durante la comida, podría echársela un poco hacia atrás cuando quitaran la mesa e incluso quitársela si cantaban al final de la comida. Así pues, con la peluca puesta, Stephen fue a su enfermería provisional. Después de reconocer a dos nuevos pacientes, confirmó que tenían sífilis y les reprendió por haber acudido a la enfermería demasiado tarde, como solían hacer todos, y les dijo que habían perdido la cabeza y que perderían los dientes, la nariz e incluso la vida si no seguían sus recomendaciones al pie de la letra. Les suprimió el grog, les prescribió una dieta ligera, inició el apropiado tratamiento y les dijo que el coste de las medicinas se les descontaría de la paga. Luego examinó a un tripulante del
Dromedary
, que tenía dolor de muelas, y llegó a la conclusión de que había que sacarle la muela inmediatamente; y entonces mandó a buscar a dos compañeros suyos, para que le sujetaran la cabeza, y al infante de marina que tocaba el tambor.
—A bordo no hay nadie que toque el tambor, señor —dijo su ayudante—. Todos los infantes de marina se quedaron en Malta.
—Es cierto —dijo Stephen—. Pero necesito que alguien toque el tambor.
No tenía mucha habilidad para sacar muelas, y por ese motivo quería que su paciente estuviera aturdido y ensordecido por un ruido muy fuerte.
—¿En este barco no tocan un tambor cuando hay niebla? —añadió.
—No, señor —dijeron los compañeros del marinero del
Dromedary—
. Usamos caracolas y un mosquete.
—Bueno, eso también podría servir —dijo Stephen—. Presenten mis respetos al oficial encargado de la guardia y pregúntenle que si me puede proporcionar caracolas y un mosquete. No. Esperen. Podremos golpear algunas ollas de la cocina.
Pero, puesto que pocos mensajes se comprenden perfectamente bien y pocos se dan sin algo añadido, el doctor sacó la muela, laboriosamente y pedazo a pedazo, entre el sonido de las caracolas, el ruido de los golpes en las ollas de cobre y los disparos de dos mosquetes.
—Les ruego que me disculpen por llegar tarde —dijo Stephen, sentándose en su puesto, pues Jack y sus oficiales y los invitados ya se habían sentado a la mesa—. Me demoré porque fui a la enfermería.
—Parece que había una batalla allí.
—No. Saqué una muela, una muela muy difícil de extraer. He ayudado a echar al mundo a muchos niños causando menos molestias a mis pacientes.
A todos les pareció que el comentario era de mal gusto, y Stephen no lo habría hecho si no le hubieran apremiado para que hablara, pues en circunstancias normales, se hubiera acordado de que los marinos consideraban indelicado hablar de cualquier cosa relacionada con la ginecología. Guardó silencio y, después de tomar sopa suficiente para calmar su apetito, miró a su alrededor. Jack estaba sentado en la cabecera de la mesa, a su derecha estaba el capitán del
Dromedary
y a su izquierda el señor Smith, el primer oficial de éste. Al lado del señor Alien se encontraba Mowett, que tenía enfrente a Rowan. Stephen, que estaba junto a Mowett, tenía enfrente a Martin. El señor Gill, el oficial de derrota de la
Surprise
, estaba a la derecha de Stephen, y frente a él estaba Hairabedian, el intérprete. Y Honey y Maitland, los dos ayudantes del oficial de derrota, estaban uno a cada lado del señor Adams, que se encontraba en el otro extremo de la mesa.
En presencia del capitán, estos dos jóvenes eran ahora como cuerpos inertes, en la primera parte de la comida, cuando todavía todos estaban sobrios, y el señor Gill, que era un hombre melancólico y no gustaba de conversar con la gente, seguramente permanecería en silencio desde el principio hasta el fin. En el centro de la mesa, Martin y Hairabedian ya habían empezado a hablar, pues no tenían que sujetarse a las convenciones de la Armada, pero era Jack, desde la cabecera, quien hubiera tenido que realizar la difícil tarea de mantener la conversación hasta que la comida se animara, de no haber sido porque poco antes de que llegara los dos tenientes casi habían llegado a pegarse por estar en desacuerdo sobre el significado de la palabra «dromedario». Los dos eran buenos marinos y buenos compañeros, y los dos cultivaban la poesía, pero Mowett escribía poemas épicos en dísticos, y Rowan, en cambio, prefería escribir con tanta libertad como Píndaro. Sin embargo, cada uno pensaba que el otro escribía mal porque no tenía inspiración poética y desconocía la gramática y el significado de las palabras. Cuando habían sonado las dos campanadas de la guardia de tarde, la rivalidad entre ambos había llegado a su grado máximo por la palabra que el transporte tenía por nombre, aunque nadie comprendía bien por qué, pues parecía difícil encontrar otras que rimaran con ella, y todavía estaban tan acalorados que, a pesar de que ahora el capitán Aubrey comía en silencio el cordero de Valletta, Rowan dijo:
—Doctor, usted que es un naturalista podrá confirmar que un dromedario es un animal peludo y con dos jorobas que camina despacio.
—¡Tonterías! El doctor sabe perfectamente que el dromedario tiene una sola joroba y camina rápido. ¿Si no por qué iban a llamarlo el barco del desierto?
Stephen lanzó una mirada a Martin, que estaba perplejo, y luego dijo:
—Si no me equivoco, el significado de la palabra no es preciso, sino que varía de acuerdo con el criterio de quien la usa.
Ocurre lo mismo con el nombre «corbeta», que los marinos asignan a embarcaciones de uno, dos e incluso tres mástiles. Y tenga en cuenta que hay corbetas rápidas y lentas, así que es posible que haya dromedarios ágiles y torpes. No obstante, tomando como ejemplo el excelente barco del capitán Alien, creo que el dromedario ideal sería uno que se moviera con rapidez y que, tuviera las jorobas que tuviera, pudiera dar un agradable paseo a quien montara en él.
—Algunos dicen
drumedario
—dijo el contador.
Entonces Jack cambió de tema porque pensó que ese podría parecer desagradable a los invitados, pero el señor Alien retuvo la palabra en la mente y, después de un rato, mirando por delante de Mowett hacia donde estaba Stephen, dijo:
—Señor, le agradezco que le haya sacado la muela al pobre Polwhele. Pero, por favor, dígame por qué le hacía falta un tambor para sacársela.
—Es un viejo truco de los sacamuelas —dijo Stephen, sonriendo—, pero da buen resultado. En las ferias, el ayudante del sacamuelas toca el tambor no sólo para ahogar los gritos del paciente, que podrían ahuyentar a otros clientes, sino también para provocar la pérdida parcial de la sensibilidad durante cierto tiempo, en el que su amo puede trabajar. Es un método empírico, pero muy bueno. Durante las batallas, a menudo he notado que los heridos que eran llevados a la enfermería durante una batalla no se habían dado cuenta de que tenían heridas, y muchas veces he cortado miembros destrozados sin oír casi ningún quejido y he sondado profundas heridas mientras los pacientes seguían hablando con voz normal. Creo que esto se debe a la intensa actividad, la excitación y el aturdimiento provocado por el fragor de la batalla.
—Estoy convencido de que tiene razón, doctor —dijo Alien—. El año pasado entablamos un combate con un barco corsario en el Canal. Era un lugre procedente de la isla Saint Malo y navegaba a tres nudos, mientras que nuestro barco navegaba a dos. Los tripulantes nos dispararon un par de andanadas y abordaron nuestro barco en medio del humo, y no exagero si le digo que les forzamos a volver a su barco, el
Víctor
, tan rápido como habían venido, y a alejarse de allí inmediatamente después. Pero le decía todo esto porque después que el combate acabó, cuando estaba sentado tomando una taza de té con el señor Smith, aquí presente —dijo, señalando con la cabeza a su primer oficial—, sentí una molestia en el hombro y, al quitarme la chaqueta, vi que tenía un agujero y que yo tenía otro en el hombro. Luego me di cuenta de que tenía alojada en el hombro una bala de pistola, que había penetrado tanto en la carne que casi lo había traspasado. Sentí el golpe desde luego, pero pensé que me había caído encima una polea que se había desprendido y no le di importancia.
Muchos otros dijeron que a ellos y a sus amigos les habían ocurrido cosas parecidas. Después de un breve silencio, el capitán Aubrey contó que una vez, cuando era ayudante del oficial de derrota, una bala le había entrado por un costado, pero que no había podido distinguir entre la sensación producida por la bala y la producida por la punta de una pica que se le había clavado en ese mismo momento, y que la bala había estado moviéndose por el interior de su cuerpo hasta que había llegado a capitán, y que el doctor Maturin se la había sacado entonces de entre los hombros. Luego otros contaron varias anécdotas más, que, a pesar de referirse a cosas un poco desagradables, hicieron amena la comida.
La conversación y las risas no cesaron desde entonces hasta que quitaron la mesa, aunque Stephen, a quien últimamente le molestaba la compañía de otras personas, permaneció en silencio, pensando en la señora Fielding. Después, mientras comían higos y almendras verdes, Stephen vio a Rowan inclinarse hacia delante para decir algo al intérprete.
—¿Dijo usted que conocía a lord Byron?
Hairabedian respondió que sí le conocía. Dijo que tenía el honor de haber comido dos veces con él y con varios comerciantes armenios que vivían en Constantinopla, y que una vez le había alcanzado una toalla cuando salía temblando y amoratado de las aguas del Helesponto. Stephen escrutó su cara redonda y risueña para saber si decía la verdad. En Valletta había hablado con muchísimas personas que afirmaban haber conocido a Byron. Las mujeres decían que habían rechazado sus insinuaciones, y los hombres, que le habían bajado los humos. Stephen llegó a la conclusión de que Hairabedian decía la verdad. No había tratado mucho al intérprete, pero le parecía que era realmente un hombre instruido, pues había hablado a Martin de la doctrina de los monofisitas, que seguían la Iglesia armenia y la copta, y la de los homusianos, de tal modo que era evidente que las conocía en profundidad. Además, se había ganado la simpatía de los oficiales, no por hablar mucho, aunque hablaba el inglés casi a la perfección, sino porque tenía una mirada viva y una risa contagiosa, les escuchaba atentamente y admiraba la Armada real.