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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (36 page)

—¡Marineros! ¡Marineros, detengan a los ladrones!

Killick pasó por delante de ellos, mientras se abrían las puertas de ambos lados del pasillo, pero después volvieron a encontrarle en el iluminado vestíbulo. Les dijo que no había cogido a nadie, pero tenía una sonrisa triunfante y maliciosa.

—¡Eran dos cabrones! —dijo al grupo de hombres que se había reunido a su alrededor, pero al darse cuenta de que una mujer acompañaba a Stephen, se quitó el gorro de dormir y dijo—: Perdone, señora. Eran dos individuos.

—Saltaron por la ventana del primer piso —dijo Stephen.

—Pero no se lo llevaron —dijo Killick.

Entonces Killick dijo a los que le rodeaban que los ladrones buscaban el
chelengk
del capitán Aubrey, pero que él, Preserved Killick, era más listo que ellos y había puesto a su alrededor anzuelos y una ratonera que se cerraba con extraordinaria violencia, en la que uno se había dejado un dedo, y añadió que los dos habían dejado un reguero de sangre que daba gusto ver.

Llegaron más personas de abajo y de arriba. Cuando los oficiales de marina veían a Stephen, apartaban inmediatamente la vista de él, y, por discreción, no le hablaban sino que se limitaban a saludarle con una inclinación de cabeza. No obstante, Laura se bajó más la capucha, porque pensaba que una cosa era que se fijaran en ella los espías franceses y otra muy diferente que la reconocieran las personas entre la cuales vivía, sus propios amigos y los amigos de su esposo.

—¿Dónde está el capitán Aubrey? —preguntó una voz.

—Haciendo una visita —respondió Killick, y empezó a contar la historia otra vez para que la oyeran los recién llegados.

Killick dijo que los ladrones se habían llevado algunos galones con hilos de oro, el dinero que había en un cajón del baúl, que no era mucho porque el capitán se lo había guardado casi todo en el bolsillo, y uno o dos cofres, pero que los diamantes estaban a salvo. Luego empezó a cambiar la historia, aumentando la cantidad de sangre y el número de dedos que los ladrones habían dejado atrás, y a contarla con demasiados detalles, y entonces Stephen cogió a la señora Fielding por el codo y, abriéndose paso entre la multitud, la sacó a la oscura noche, ya cercana a su final.

—No se olvide de venir el sábado por la tarde —dijo cuando se despidió de ella en la puerta de su casa, tras la cual estaba Ponto dando bufidos—. Y traiga a Aubrey también, si quiere venir.

—Estoy seguro de que le encantará. ¿Podría traer también a otro amigo, el señor Martin, el pastor que hizo el viaje con nosotros?

—Todos sus amigos serán bienvenidos —dijo, estrechándole la mano, y los dos se separaron.

—Buenos días, amigo mío —dijo Lesueur con su extraña sonrisa—. Pensé que hoy llegaría a tiempo.

—¿Qué noticias hay? —preguntó Wray en tono malhumorado.

—Todo salió bien —respondió Lesueur—, pero casi apresan a los muchachos, y uno de ellos perdió un dedo. Nuestros temores eran infundados, porque en el cofre sólo había documentos personales. No había ni una sola indiscreción.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Wray—. ¡Gracias a Dios! —repitió, sintiendo alivio y rabia a la vez—. Podía habérmelo dicho. Tenía que haber sabido que yo estaba angustiado. No podía dormir ni concentrarme en lo que hacía. Esto me ha hecho perder una gran suma jugando a las cartas. Habría bastado que me mandara una simple nota.

—Mientras menos cosas se escriban mejor —dijo Lesueur—.
Littera scripta manet
. Mire esto.

—¿Qué es?

—El borrador de un mensaje cifrado. ¿Lo reconoce?

—Es de la sección B del Almirantazgo.

—Sí pero el hombre que lo cifraba se equivocó en la segunda transposición y tiró el borrador, mejor dicho, lo puso entre las páginas de un libro y empezó de nuevo. Si hubiera avanzado un poco más, el documento habría sido muy valioso. A pesar de todo, es útil. ¿Conoce la letra?

—Es de Maturin.

Por la viva expresión de Lesueur, parecía que iba a hablar más del asunto, pero se abstuvo de pronunciar las palabras que iba a decir y preguntó:

—¿Cómo se comportó en la reunión?

—Fue muy prudente. Dijo que era un consejero ocasional y voluntario, nada más, y prácticamente le dijo al almirante que, como consejero, no tenía que recibir órdenes de nadie. Creo que no confía en nadie en Malta. Sin embargo, nos dio algunos consejos, que, según él, le había dado Waterhouse. Se habría reído usted mucho si le hubiera oído hablar de la reducción de los comités, las precauciones que hay que tomar al hacer mensajes cifrados, la detección de espías transmitiendo falsa información y cosas similares.

—Si los consejos, al menos en parte, eran de Waterhouse, eran buenos. Waterhouse era un agente secreto ejemplar, que desempeñaba a la perfección su profesión. Estuve presente en el último interrogatorio que le hicieron. No era posible obtener información de él. En cuanto a Maturin, creo que por el momento puedo sacarle información, pero me temo que eso no durará, y cuando llegue ese momento, tendrá que ser eliminado. Como usted sugirió, el dey de Mascara será útil para conseguir este propósito.

—Indudablemente —dijo Wray—. Recuerdo que dije que el dey nos serviría para matar dos pájaros de un tiro. Ahora creo que nos servirá para matar tres.

—Tanto mejor —dijo Lesueur—. Pero le aconsejo que entretanto no hable con él con frecuencia.

—Probablemente sólo le veré una vez más por cuestiones oficiales. No quiero ver a un discípulo de Waterhouse observando lo que hago aquí, y no creo que él quiera interferir en ello. Pero tal vez pase una tarde con él por una cuestión no oficial, para tomar la revancha por una absurda pérdida. Pero quiero que sepa que no me gustan sus aires de superioridad ni que me espíe ni que me aconseje quiénes deben ser mis acompañantes.

—No vamos a pelearnos —dijo Lesueur—, porque eso tendría necesariamente como consecuencia la destrucción de los dos. Puede ver a Maturin cada día de la semana, si quiere. Lo único que le pido es que recuerde que es peligroso.

—Muy bien —dijo Wray y, en tono irritado, preguntó—: ¿Ha tenido respuesta de la
rue
Villars?

—¿Acerca de pagar sus deudas de juego?

—Si quiere usted decirlo así…

—Me temo que no le darán más que la ayuda inicial.

Como Wray había predicho, él y Stephen Maturin volvieron a verse en una reunión que se celebró en el buque insignia, en la cual se llegó a la conclusión de que Hairabedian era un agente secreto al servicio de los franceses y que, por obvias razones, sus amigos o sus colegas en Valletta había mandado a robar sus papeles. Después el almirante propuso que el doctor Maturin ayudara a los hombres del departamento del señor Wray a buscar a esos amigos o colegas, pero la propuesta fue acogida con indiferencia por los dos, y el almirante no insistió. Sin embargo, por cuestiones no oficiales, se vieron con mucha más frecuencia. No se vieron todos los días, pero sí muy a menudo, puesto que la suerte se negaba a acompañarle. Sin embargo, Stephen no se reunía con él para saciar sus ganas de jugar, sino porque su cabina estaba llena de botes de pintura y no había tranquilidad en ella porque se oían constantemente martillazos y gritos, y, además, porque sus habituales compañeros tenían puesta toda su atención en las tareas navales, así que después que hacía la ronda en el hospital, dedicaba a jugar con Wray la parte de la tarde que no pasaba en las montañas o en la playa con Martin. Por la noche solía visitar a la señora Fielding, y era en su casa donde veía a Jack más a menudo.

Los empleados del astillero habían hecho un excelente trabajo en el interior de la
Surprise
, habían cumplido su parte del acuerdo, aunque no muy limpiamente. Pero en el acuerdo sólo se hacía referencia a varias reparaciones estructurales, y los carpinteros de barco habían dejado las partes más visibles de la fragata en un estado lamentable. Pero a Jack le importaba mucho el aspecto de la fragata, la inclinación de sus mástiles y su jarcia, pues pensaba que si salía de la Armada, debía salir con elegancia, con mucha elegancia, y que, además, había posibilidades de que entablara otro combate con ella antes de su final. Por esa razón, todos los marineros estaban atendiéndola como pocas veces la habían atendido antes. Adujaron todo sus cabos, cambiaron de lugar la fila de toneles inferior y recolocaron el cargamento en la bodega para que hundiera un poco más la popa, porque de esa manera navegaba mejor, la pintaron por dentro y por fuera y restregaron la cubierta. El señor Borrell y sus hombres ajustaron cuidadosamente los cañones y sus aparejos y prepararon la pólvora y las balas. El señor Hollar, sus ayudantes y todos los guardiamarinas habían subido como arañas a la jarcia para revisarla. Era la primera vez que no tenían prisa. El capitán de la escuadra había asegurado a Jack que no zarparía hasta que volviera estar a bordo «una razonable cantidad de tripulantes» de los que se habían llevado y los infantes de marina. No obstante, el capitán y el primer oficial, que habían oído muchas promesas de sus superiores en su vida, hacían realizar los trabajos bastante rápido. A Jack no le gustaban mucho los adornos brillantes, pero le parecía que este caso era diferente y, por primera vez en su vida, se había gastado una considerable cantidad de dinero en pan de oro para cubrir las guirnaldas de la popa, y, además, había llamado al mejor pintor de letreros de hoteles de Valletta para que pintara el mascarón de proa, una dama anónima con espléndidos pechos. Estaba satisfecho porque se ocupaba de todas esas tareas, tareas propias de marinos (había dicho a los guardiamarinas que realizándolas llegarían a conocer mejor un barco de guerra que navegando meses e incluso años en él) y porque, al fin, podía hacer muchas de la cosas que siempre había deseado hacer, pero a veces sentía amargura. Por eso le gustaba ir con su violín, cargado por un marinero supernumerario maltes, a los conciertos que había en casa de Laura Fielding por las noches, donde tocaba, a veces realmente bien, u oía tocar a otras personas.

Ya se había acostumbrado a la idea de que Laura y Stephen eran amantes, y aunque les admiraba menos a los dos, no le importaba, pero le parecía injusto que todos en Valletta supusieran todavía que él, Jack Aubrey, era el hombre afortunado. La gente le decía: «Si por casualidad pasa por casa de la señora Fielding, por favor, dígale que…» o «¿Quiénes irán el martes por la noche?», como si supieran con certeza que tenían relaciones. Naturalmente, eso se debía en gran parte al maldito Ponto, que le había saludado efusivamente y con mucho ruido en la abarrotada calle Real a los diez minutos de haber bajado a tierra. Sin embargo, tenía que admitir que Stephen y Laura eran muy discretos. Ninguna persona que viera a Stephen en una de las fiestas que daba Laura Fielding por las noches podría suponer que pasaría allí el resto de la noche.

Wray, indudablemente, no lo suponía. Desde el principio de este período, reía y se refería a Jack diciendo «su amigo Aubrey, que según dicen tiene mucha suerte». Pero a medida que pasaban los días tendía a reír menos. Todavía la mala suerte no le había abandonado, y ya había perdido tanto dinero que a Stephen, a pesar de que el juego ya le aburría, le parecía injusto no darle la ocasión de tomar la revancha, que pedía continuamente. Aunque Wray había jugado mucho, no era un muy buen jugador. Podía ser engañado fácilmente por un repentino cambio de una firme defensiva a un arriesgado ataque, y sus tentativas de engaño, que no iban más allá de breves vacilaciones y gestos de disgusto, eran totalmente transparentes. Pero además de eso, como Stephen tenía buenas cartas y, en cambio, él no, el juego le aburría todavía más. Por otra parte, puesto que Wray tenía mala suerte y estaba angustiado, no era un compañero tan divertido como antes. Cuando Stephen llegó a conocerle un poco mejor, descubrió que era un libertino, no se atenía a principios morales, daba demasiada importancia al dinero y no tenía escrúpulos, pero tenía una gran inteligencia. No obstante, Wray no intentaba modificar su suerte, ya que en otro tiempo había sido acusado de hacer trampas jugando a las cartas y ningún hombre que estuviera en su posición podía permitirse que le acusaran de eso por segunda vez.

Solían jugar en el club de los oficiales o en el cenador, y acordaron reunirse precisamente en el cenador para la partida final. Desde hacía algún tiempo Wray esperaba recibir un giro, y como no tenía dinero efectivo (Stephen se lo había quitado todo) pagaba sus deudas con pagarés. Ahora la apuesta era equivalente a toda la deuda, y a Stephen le daba igual cuál fuera el resultado, con tal de que tuviera tiempo suficiente para ir a visitar una cueva llena de murciélagos con Martin y Pullings.

Wray volvió a perder, y cometió más errores que otras veces. Estuvo un rato calculando de nuevo sus tantos y preparando lo que tenía que decir y luego levantó la vista y, con una sonrisa forzada, dijo que lamentaba mucho tener que comunicar al doctor Maturin que no había recibido el giro que esperaba debido a las recientes pérdidas de la City y que no podía pagarle lo que le debía. Repitió que lo lamentaba mucho y añadió que al menos podía proponer una solución: le daría ahora un reconocimiento de deuda y en los próximos días haría redactar un contrato de anualidad garantizado por las propiedades de su esposa, y los pagos serían abonados con el interés habitual y serían enviados al banco del doctor Maturin cada tres meses hasta que la señora Wray heredara, momento en el cual él podría saldar la deuda inmediatamente sin dificultad, ya que, como todo el mundo sabía, el almirante había heredado una gran fortuna, cuyas nueve décimas partes estaban vinculadas.

—Comprendo —dijo Stephen.

No estaba satisfecho. Habían jugado por dinero contante y Wray había faltado a la ética aventurándose a jugar la última partida sin poder pagar en efectivo si perdía. A Stephen no le había interesado en ningún momento conseguir aquella suma, porque ya se le había pasado la fiebre del juego, pero consideraba que se la merecía por haber arriesgado su dinero con buena fe.

Wray sabía cuáles eran sus sentimientos.

—¿Cree que puedo endulzar de alguna forma este trago amargo? Tengo cierta influencia en la comisión que da los nombramientos, como sabe.

—Creo que estará usted de acuerdo conmigo en que hace falta mucho azúcar para endulzar este trago —dijo Stephen y, después que Wray dijo que estaba totalmente de acuerdo con él, prosiguió—: Esta mañana, en el club de oficiales, he oído un rumor muy desagradable: que la
Blackwater
, que había sido prometida al capitán Aubrey desde hace tiempo, ha sido asignada a un tal capitán Irby. ¿Es cierto eso?

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