—Sí, por favor —dijo sir Francis—. Sé que el almirante Thornton le tenía en mucha estima.
Stephen había hablado apenas cinco minutos cuando el almirante volvió a salir apresuradamente de la cabina. Pero esta vez no regresó. Después de una larga espera, el infante de marina que era su ayudante entró y habló con el señor Yarrow, quien mandó a buscar al cirujano del buque insignia y dijo que la reunión había terminado.
—Según tengo entendido, los dos comeremos con el gobernador —dijo Wray a Stephen cuando estaban en el alcázar del
Caledonia—
. ¿Quiere que le lleve a tierra? Sin embargo, es demasiado temprano, y tal vez prefiera volver a su barco. La comida que ofrece el señor Hildebrand no empezará hasta dentro de mucho tiempo.
—Me gustaría mucho bajar a tierra. Hoy los monjes de la abadía de San Simón van a cantar la sexta y la nona juntas y tengo muchos deseos de oírles.
—¿Ah, sí? Me gustaría mucho acompañarle, si me lo permite. He estado tan ocupado haciendo esas tediosas investigaciones que he podido ir muy pocas veces en las dos últimas semanas.
—Esas tediosas investigaciones… —repitió cuando los dos salieron de la iglesia de San Simón, parpadeando bajo la intensa luz del sol—. Pensaba hablarle de algunos hombres que me inspiran sospechas, algunos cuyos nombres causan sorpresa y hacen pensar que no se puede confiar en nadie y recordar que
munera navium saevos inlaqueant duces
; sin embargo, no tengo ánimo después de estar inmerso en esa exquisita música, no tengo el valor de hacerlo.
—¿Quiere que nos sentemos en el cenador hasta que llegue la hora de la comida?
—Sería un placer —respondió Stephen.
En efecto, le producía placer estar allí sentado a la sombra, acariciado por la suave brisa que atenuaba el terrible calor del día, bebiendo café con hielo. Wray no era un hombre que despertara admiración, pero hablaba con pasión de un tema que conocía bien (y Wray sabía mucho de música, tanto de antigua como de moderna), y era difícil que no fuera una agradable compañía para un hombre que tuviera sus mismos gustos. Sin embargo, Stephen se dio cuenta de que no todos sus gustos eran iguales al observar a Wray a través de los verdes cristales de sus gafas cuando el camarero, un hermoso joven de finos modales, trajo las bebidas, los puros y los mecheros y cuando, innecesariamente, trajo otros mecheros. Pensó que probablemente el vicesecretario era un pederasta o un hombre como Horacio, que sentía inclinación amorosa hacia los dos sexos. Esto no le produjo indignación por ser contrario a la moral ni por ninguna otra razón. Admiraba a Horacio y, puesto que tenía la actitud tolerante propia de las gentes del Mediterráneo, admiraba también a muchos otros hombres que tenían las mismas inclinaciones extrañas que él. Pero parecía que Wray no estaba a gusto, y en cuanto dejaron de hablar de música, se puso nervioso y pidió más café y otro puro antes de haber terminado el primero. Parecía que no se encontraba bien.
—Me parece que tendré que dejarle —dijo Stephen al fin—. Tengo que ir al hotel a buscar dinero.
—Tal vez deberíamos irnos los dos —dijo Wray—. Pero no se preocupe por el dinero, porque tengo mucho en el bolsillo, por lo menos cinco libras.
—Es usted muy amable —dijo Stephen—, pero yo hablaba de una suma mucho mayor. Me han dicho que en el palacio juegan con apuestas muy grandes, y como mi agente financiero me ha dicho que soy más rico que Creso, al menos este trimestre, me voy a permitir entregarme a uno de mis vicios una hora o dos.
Wray le miró atentamente, pero no pudo descubrir si hablaba en serio. Stephen Maturin no tenía aspecto de jugador, pero lo que había dicho era cierto, pues le gustaba jugar de vez en cuando, y haciendo las apuestas más grandes que podía. Sabía que eso era una debilidad, pero sabía controlarse, y, además, como había pasado largo tiempo en una prisión española encerrado en la misma celda que un tahúr rico (un hombre que había sido condenado a garrote vil no por hacer trampas, ya que nunca le descubrían, sino por violación), era poco probable que le ganaran.
Caminaron en silencio durante un rato y después Wray preguntó:
—Usted y Aubrey se hospedan en el hotel Carlotta, ¿verdad?
—En el Searle, para ser exacto.
—Bueno, tengo que decirle adiós, porque usted tiene que seguir recto y yo tengo que doblar a la derecha.
Se separaron, pero no por mucho tiempo. Se sentaron bastante cerca en la comida, y como al hombre que estaba sentado a la derecha de Stephen, el señor Summerhays, se le subía el vino a la cabeza con tanta facilidad que se emborrachó cuando se bebió la segunda copa de clarete, y el oficial alemán que estaba sentado a su izquierda no sabía hablar inglés, francés ni latín, Stephen tuvo tiempo de observar a Wray. Notó que Wray sabía ganarse las simpatías de los hombres que acudían a esa clase de reuniones, pues era inteligente y divertido. No profundizaba en las cosas y tenía mejores aptitudes para ser un político que para ser un funcionario, pero era evidente que era capaz de granjearse las simpatías de hombres tan diferentes como el tesorero y el tosco capitán preboste.
Cuando la comida terminó, la mayoría de los invitados (todos eran hombres y entre ellos estaban casi todos los militares y civiles más importantes de Valletta) pasaron a la sala de juego, y Stephen se reunió con ellos después de despedir al botánico. Varios caballeros, serios y pensativos, ya estaban jugando al
whist
, pero muchos se habían reunido alrededor de una mesa donde se jugaba a los dados. Stephen estuvo mirándoles un rato y, a pesar de que había oído que esos hombres hacían apuestas muy grandes, le sorprendió ver la gran cantidad de dinero que pasaba de unas manos a otras.
—¿No quiere echar una partida de dados? —preguntó Wray, que estaba justo detrás de Stephen.
—No —respondió Stephen—. Prometí a mi padrino que no volvería a tocar los dados un día que me sacó de un apuro cuando era joven. Ahora sólo juego a las cartas.
—¿Le gustaría jugar al juego de los cientos?
—Me encantaría.
Cuando Maturin jugaba a las cartas, no era el más amable de los mortales. Cuando jugaba por dinero, jugaba para ganar, jugaba tan seriamente como si estuviera realizando una operación contra el enemigo, y aunque observaba estrictamente las reglas, siempre aprovechaba las oportunidades que se le presentaban, si bien con corrección. Ahora estaba jugando seriamente, como debía hacerlo en vista de la cantidad de dinero que había apostado con Wray, después de haber escogido una mesa próxima a la ventana y haberse sentado de manera que el sol no le diera en la cara a él sino a Wray.
No le sorprendió ver que Wray era un jugador experimentado, un jugador que mezclaba las cartas como un prestidigitador y las repartía con soltura. Tampoco le sorprendió que, a pesar de la experiencia que Wray tenía, no supiera que la posición que ocupaba era desventajosa, porque lo sabían pocas personas, incluso pocos tahúres. Aunque Stephen era médico y un entendido en fisiología, no lo había sabido hasta que había estado en la prisión de Teruel y Jaime, su compañero de celda, le había hablado de la influencia de las emociones en la pupila del ojo. «Es como un espejo que está colocado detrás de los ojos de nuestro oponente y nos enseña las cartas que tiene en la mano», había dicho Jaime. Luego le había explicado que la pupila se contraía o se dilataba involuntariamente y según el valor de las cartas del jugador y la posibilidad de que hiciera una jugada brillante o mala. Había añadido que mientras más emotivo era un jugador y más altas eran las apuestas, mayor era la influencia, pero que siempre la había, a condición de que hubiera algo que ganar o que perder. Pero había agregado que el problema era que había que tener buena vista para detectar los cambios y mucha práctica para interpretarlos, y que, además, el oponente de uno tenía que estar bien iluminado.
Stephen tenía una vista excelente y mucha práctica en interpretar los cambios, pues había usado ese método con buenos resultados en los interrogatorios, y Wray estaba sentado en una posición en que el sol le daba de lleno en la cara. Además, aunque Wray se había acostumbrado a poner un gesto que sólo expresaba la complacencia que una persona cortés debía mostrar,
era
un hombre emotivo (y hoy a Stephen le parecía que lo era más todavía) y ambos habían hecho grandes apuestas. Por otra parte, como en el juego se tiraban y cogían cartas constantemente, la suerte podía cambiar rápidamente. Pero Stephen habría ganado aun sin todos los factores, ya que la suerte le acompañó desde la primera mano a la última, en que cogió el siete de corazones, tiró tres cartas de diamantes bajas, la jota y el diez de espadas y luego cogió los tres últimos ases, un rey y el siete de espadas, estropeando a Wray una jugada con el rey, y logró repicar y, después que Wray jugara mal su última carta, ganó la baza y la partida.
—Ganar cuando uno tiene tan buena suerte no produce satisfacción —dijo Stephen.
—Creo que yo podría soportarlo —dijo Wray, haciendo una buena imitación de una risa alegre al mismo tiempo que sacaba un cuaderno del bolsillo—. Tal vez pueda darme la ocasión de tomar la revancha otro día, cuando tenga tiempo libre.
Stephen dijo que con mucho gusto se la daría, se despidió del gobernador y se fue con el bolsillo de la chaqueta lleno de crujientes billetes nuevos. Como Laura Fielding iba a ir a visitarle esa tarde, cuando regresaba al hotel compró flores, pasteles, huevos, un lomo de cerdo asado, pero ya frío, un hornillo de alcohol y una mandolina. Colocó todas las cosas en la salita que había alquilado por decencia y luego mandó que llenaran la bañera del baño del hotel. Después de quedarse sumergido en el agua caliente durante un rato, se cambió de ropa interior y se arregló lo poco que podía: se afeitó (no se había afeitado para ir a ver al almirante ni para ir a casa del gobernador), echó más polvo a su peluca y cepilló la chaqueta. Mientras se arreglaba se miraba de vez en cuando en el espejo con la vana esperanza de que ocurriera un milagro y la imagen que reflejaba se transformara, pues a pesar de que sabía que la relación entre él y la señora Fielding debía seguir siendo casta, tenía muchos deseos de que no lo fuera y jadeaba al pensar que iba a verla muy pronto.
Pero el término «pronto» era vago y abarcó suficiente tiempo para que Stephen arreglara las flores dos veces, dejara caer el lomo de cerdo y llegara a convencerse de que no se habían entendido bien al acordar el día, la hora y el lugar. Ya estaba rabioso cuando un mozo llamó a la puerta y le dijo que una dama quería verle.
—Condúzcala hasta aquí —dijo Stephen en tono irritado.
Sin embargo, cuando ella llegó y se quitó la máscara y la capucha de la
faldetta
, Stephen sintió que la rabia se desvanecía igual que la escarcha al salir el sol. No obstante, ella advirtió la rabia, y sabía perfectamente que había llegado muy tarde, así que intentó mostrarse amable alabando las flores, la mandolina y la colocación de los pasteles. Desafortunadamente, eso era lo peor que podía haber hecho, porque avivó el fuego de su pasión. Después de unos momentos, él entró en el dormitorio, repitió rápidamente tres avemarías y regresó a la salita con un documento que parecía ser el borrador de un mensaje cifrado, interrumpido a la mitad por un error al usar la clave, y desechado.
—Aquí tiene —dijo—. Esto convencerá a ese hombre de que usted ha hecho progresos.
Ella le dio las gracias y, con gesto preocupado, dijo:
—Espero que así sea. ¡Estoy tan angustiada!
—Estoy seguro de ello —dijo en tono convincente.
—Confío plenamente en usted —dijo ella.
Después de una pausa de varios minutos, Stephen preguntó:
—¿Le apetece un huevo cocido?
—¿Un huevo cocido? —preguntó ella.
—Sí. Pensé que debíamos tomar una colación, ya que estaríamos varias horas juntos, y, como es sabido, lo que comen los amantes para fortalecerse son huevos cocidos. Era necesario preparar el escenario, ¿sabe?
—De todas formas, me gustaría comerme un huevo cocido. No tuve tiempo de cenar.
Laura Fielding era una mujer de complexión robusta. A pesar de su profunda angustia, se comió dos huevos, y comerlos le abrió el apetito. Entonces, con un vaso de vino de Marsala en la mano, comió lomo y, después de una pausa, comió muchos pasteles. Era un placer verla comer.
También era un placer oírla tocar la mandolina. Tocaba al estilo siciliano, y de las cuerdas brotaba un sonido agudo que parecía nasal, un sonido que contrastaba agradablemente con su voz de contralto cuando ella cantaba una larga balada que contaba la historia del paladín Orlando y su amada Angélica.
Aunque Stephen había comido bastante en el palacio, pensó que su deber, como anfitrión, era compartir la colación con ella, huevo por huevo, loncha por loncha, y el poder de las oraciones y el exceso de comida hicieron disminuir su deseo hasta un grado en que era perfectamente soportable, así que las últimas horas que ambos estuvieron juntos las pasaron conversando como amigos, aunque con las manos grasientas, ya que no tenían tenedores. Hablaron casi sin pausa de varios temas, incluso de temas confidenciales, pasando sin transición de uno a otro, y al final hablaron de los recuerdos de su infancia y su juventud. Laura le contó que, a pesar de que no había sido recatada cuando era una adolescente, pues estaba en la corte del reino de las Dos Sicilias, donde su padre trabajaba a las órdenes del gran chambelán, donde no existía el recato, desde que se había casado con el señor Fielding llevaba una vida virtuosa. Añadió que por esa razón le molestaba más que Charles Fielding fuera celoso, aunque aseguró que ese era su único defecto. Dijo que era un hombre apuesto, amable y valiente, generoso, un hombre que tenía todo lo que la mujer más exigente podía pedir, pero que era posesivo y desconfiado como un español o un moro. Contó algunas de las injustificadas escenas que le había hecho, pero luego, pensando que había sido injusta, desleal y maligna, volvió a hablar de sus méritos durante mucho más tiempo.
A Stephen le aburrieron sus méritos y, por fin, en una pausa en que ella sonrió y bajó la vista, pensando, sin duda, en otros méritos, dijo:
—Vamos, amiga mía. Es hora de que vuelva a ponerse su disfraz y se vaya, porque si no, no quedará nadie ahí fuera para ver que ha venido.
Laura se puso la máscara y la capa con capucha y Stephen abrió la puerta. Ambos salieron y recorrieron el pasillo de puntillas y entre crujidos y luego bajaron dos tramos de escalera hasta el piso donde estaba Jack. En ese momento rompieron el silencio un alarido, unos golpes y el grito: «¡Alto, deténganse!». Dos delgadas figuras pasaron corriendo por el rellano y saltaron por una ventana, y luego apareció Killick, que tenía una palmatoria en la mano y gritaba: