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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (37 page)

—Sí —respondió Wray después de vacilar unos momentos—. Sus conexiones en el Parlamento lo exigieron.

—En ese caso —dijo Stephen—, quiero que proporcione a Aubrey una embarcación similar. Ya conoce usted los servicios que ha prestado, sus justificadas peticiones y su deseo de estar al mando de una potente fragata en la base naval de Norteamérica.

—¡Por supuesto! —exclamó Wray.

—En segundo lugar, quiero que asigne un barco al capitán Pullings, y, en tercer lugar, quiero que sea benévolo con el reverendo Martin cuando quiera trasladarse de un barco a otro.

—Muy bien —dijo Wray, apuntando los nombres—. Haré lo que pueda. Como sabe, hay muy pocos barcos disponibles en la actualidad porque hay doble número de capitanes que de barcos, pero haré lo que pueda. En cuanto al pastor, no tendrá dificultades para trasladarse, podrá ir donde quiera.

Se guardó el cuaderno en el bolsillo y pidió más café. Luego, cuando llegó el café, dijo:

—Le estoy muy agradecido por ser tan benévolo, Maturin, se lo aseguro. Mi suegro tiene sesenta y siete años y no está bien de salud…

Wray dijo que, aparentemente, el almirante Harte estaba afectado de hidropesía, y que, a pesar de que los actuarios, basándose en las estadísticas, pensaban que le quedaban unos ocho años de vida, era poco probable que durara más de la mitad de ese tiempo. Estaba tan nervioso que hablaba sin miramientos, y Stephen no sabía qué contestar. Por fin, Stephen dijo que algunos médicos estaban tratando la hidropesía con una nueva medicina que contenía digitalina, pero que pensaba que había que usarla con mucha cautela porque podría ser peligrosa. La conversación siguió ese derrotero durante un rato, y Stephen tuvo la impresión de que Wray deseaba conseguir cualquier medicina que disminuyera aún más la esperanza de vida del almirante, pero, antes de que Wray aludiera a ello, llegaron Pullings y Martin para llevarle a la cueva.

—¡Esa cueva es una de las maravillas del universo, amiga mía! —dijo a Laura a medianoche, cuando ambos estaban sentados en la habitación del hotel comiendo espléndidamente—. Pude ver murciélagos de todas las especies del Mediterráneo y dos que, según creo, son de especies africanas. Pero eran tímidos y se metieron en una grieta donde Pullings no podía alcanzarlos con una cuerda. ¡Era una cueva maravillosa! En algunos lugares había capas de excrementos de dos pies de alto con un gran número de huesos y de ejemplares momificados dentro. La llevaré a verla el viernes.

—No, el viernes no —dijo Laura, untando una rebanada de pan con una pasta hecha con huevas de salmonete.

—¡No me diga que es usted supersticiosa! —exclamó Stephen.

—Lo soy. No pasaría por debajo de una escalera por nada del mundo. Pero no lo dije por eso. El viernes estará usted muy lejos de aquí. ¡Cómo voy a echarle de menos!

—¿Puede decirme cuál es su fuente de información?

—La esposa del coronel Rhodes me dijo que una brigada de infantes de marina iba a subir a bordo de la
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el jueves y que la fragata iba a zarpar el día siguiente. Su hermano, que está al mando de la brigada, está muy molesto, porque tenía un compromiso el sábado. Y la hija del comandante del puerto dijo que había sido decidido que la
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escoltara el convoy del Adriático.

—Gracias, amiga mía —dijo Stephen—. Me alegro de saberlo —añadió y, después de estar pensativo unos momentos, continuó—: Es lógico que de nuestros abrazos de despedida brote algo muy importante para el caballero extranjero.

Entonces fue al dormitorio y eligió cuidadosamente un regalo envenenado entre los muchos que había preparado con esmero, un cuaderno de bolsillo con tapas de badana con cierre. «Amigo mío, te doy esto con el deseo de que haga salir mal tus sucios trucos durante mucho tiempo», pensó.

CAPÍTULO 9

La cabina del cirujano en la fragata
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habría sido un triángulo pequeño y oscuro, algo muy parecido a un pedazo de tarta, si no le hubieran cortado la punta, transformándola en un cuadrilátero pequeño y oscuro. El techo, formado por la cubierta, era tan bajo que cualquier hombre de altura media se golpearía la cabeza con él si se ponía erguido, y ni uno solo de sus ángulos era recto. Pero el doctor Maturin era más bien bajo, y aunque, lógicamente, le gustaban los ángulos rectos, le gustaba más aún un lugar que no tuviera que ser desalojado cada vez que los tripulantes de la
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hacían zafarrancho de combate (lo que ocurría cada tarde), un lugar en que sus libros y sus especímenes no fueran tocados. El problema de la falta de espacio lo había resuelto en parte gracias a que estaba acostumbrado a ella y en parte gracias a la inventiva del carpintero, que le había hecho una litera y un mesa plegables y armarios en lugares insospechados. Y en cuanto al problema de la oscuridad, Stephen había gastado una pequeña fracción de la enorme cantidad de dinero que había ganado (de la parte que había recibido en elegantes billetes del Banco de Inglaterra) en cubrir todas las superficies libres con espejos venecianos de la mejor calidad, que intensificaban la luz que se filtraba por la cubierta de tal manera que podía leer y escribir sin necesidad de una vela. Ahora estaba escribiendo, escribiendo a su esposa, con los pies metidos bajo un candelero y el respaldo de la silla apoyado contra otro, pues la fragata se balanceaba fuertemente mientras avanzaba por entre grandes olas que venían por proa. Había empezado la carta el día anterior, cuando la
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, que se dirigía a Santa Maura, donde iban a quedarse dos barcos del convoy, se había desviado del rumbo a causa del mal tiempo y había llegado casi hasta Itaca.

«… hasta la mismísima Itaca, te lo aseguro. Pero, ¿crees que mis súplicas y las de algunos hombres instruidos que forman parte de la tripulación indujeron a ese animal a llegar a ese lugar sagrado? Pues no. Dijo que había oído hablar de Homero y que había leído la versión de su historia hecha por el señor Pope, y que podía asegurar que ese tipo no era un buen marino. También dijo que Ulises no tenía cronómetro y que era probable que tampoco tuviera sextante, pero que un buen capitán habría podido regresar de Troya a Itaca mucho más rápido sin nada más que una corredera, una sonda y un serviola, y, además, que se entregaba al vicio que tenían los marinos desde el tiempo de Noé al de Nelson: pasar mucho tiempo en los puertos y correr detrás de las mujeres. Añadió que esa historia de que los marineros fueron convertidos en cerdos para que él no pudiera levar anclas ni hacerse a la mar sólo se la creerían los infantes de marina, y que se había portado como un miserable con la reina Dido, aunque después lo pensó mejor y dijo que tal vez había sido otro tipo, el beato Anquises, pero que daba lo mismo, porque los dos estaban cortados con el mismo patrón: los dos eran unos aburridos y no eran caballeros ni buenos marinos. Luego confesó que le gustaba mucho más lo que escribían Mowett y Rowan, porque era una clase de poesía que cualquier hombre podía entender y, además, estaba impregnada de conocimientos de náutica, y, finalmente, dijo que estaba allí para llevar el convoy a Santa Maura, no para contemplar curiosidades».

Ahora, pensando que había ofendido a su amigo (porque el animal en cuestión era, naturalmente, el capitán de la
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), dejó esa hoja a un lado y escribió:

«Bien sabe Dios que Jack Aubrey tiene muchos defectos: piensa que el principal objetivo de un marino es llevar su barco desde la posición A a la B en el menor tiempo posible, sin perder ni un minuto, como si la vida fuera una continua carrera. Ayer mismo se negó rotundamente a desviarse un poco del rumbo para que pudiéramos ver Itaca. Pero, por otra parte (y eso es lo importante), cuando la ocasión lo requiere, es capaz de actuar con magnanimidad y de controlar sus sentimientos hasta un punto que nadie podría imaginar al verle exasperarse por tonterías. Tuve una prueba de esto el día siguiente al que zarpamos de Valletta. Durante la comida, uno de los pasajeros, el mayor Pollock, dijo que su hermano, un teniente de navío, estaba muy satisfecho de su nueva embarcación, la
Blackwater
, y tenía la certeza de que podía rivalizar con cualquiera de las potentes fragatas norteamericanas. "¿Está seguro?", le preguntó Jack asombrado, pues, como sabes, le habían prometido esa fragata desde que habían formado su quilla y confiaba en que la llevaría a la base naval de Norteamérica tan pronto como terminara de pasar este corto período en el Mediterráneo. "Estoy seguro, señor", respondió el militar. Y añadió: "Recibí una carta suya la misma mañana que embarqué, en la última saca de correo que llegó. Escribió la carta en la
Blackwater
en el puerto de Cork, y decía que esperaba llegar a Nueva Escocia antes de que la carta llegara a mis manos porque el viento soplaba del nordeste y con mucha fuerza, y al capitán Irby le gustaba navegar a toda vela". Entonces Jack dijo: "Pues brindemos por él. ¡Por la
Blackwatery
todos los que van a bordo!". Por la tarde, cuando estábamos solos en la gran cabina, mencioné la promesa rota, y lo único que dijo fue: "Sí, es un golpe bajo, pero quejarse no sirve de nada. Vamos a tocar música"».

En efecto, era un golpe bajo, y cuando Jack se despertó la mañana siguiente y el recuerdo vino a su mente, el luminoso día se ensombreció. Confiaba en que le darían el mando de la
Blackwater
, confiaba en que seguiría teniendo un empleo en la mar, lo que para él tenía mucha importancia porque sus negocios en tierra se encontraban en un estado lamentable, y, además, confiaba en que podría llevarse con él a todos sus oficiales y a sus hombres de confianza y, si tenía suerte, a casi todos los tripulantes de la
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. Pero nada de eso iba a ocurrir. Ahora aquella tripulación bien organizada y eficiente, que podía hacer reinar la armonía en un barco y convertirlo en una máquina de guerra, sería dispersada, y él sería abandonado en la playa. Además, puesto que el señor Croker, el secretario, le había tratado tan mal, tan irrespetuosamente, era probable que hubiera perdido su favor para siempre.

Era un golpe muy bajo, pero pocos lo habrían supuesto al ver a Jack contar al mayor Pollock cómo él y sus aliados habían expulsado a los franceses de Marga la última vez que la
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había navegado por aquellas aguas. La fragata y el resto del convoy (un convoy conducido por excelentes capitanes, ya que todos los barcos se mantenían en sus posiciones a pesar de la turbulencia de las aguas) estaban al sur del cabo Stavros, un enorme saliente que penetraba en el mar Jónico, y tenían justamente delante la ciudad amurallada que se encontraba al pie del acantilado y se extendía por terrazas por la parte superior.

—Ahí está la ciudadela —dijo, señalando al otro lado de las aguas verde pálido jaspeadas de blanco—. ¿La ve? A la derecha de la iglesia de la cúpula verde y un poco más arriba. Y abajo, junto al muelle hay dos baterías que guardan la entrada al puerto.

El militar estuvo observando Marga por el telescopio durante largo rato.

—Yo hubiera pensado que no se podía conquistar por mar —dijo por fin—. Esas baterías solas podrían hundir una escuadra.

—Eso pensé yo —dijo Jack—. Así que la atacamos de otra forma. Por detrás de la muralla de la ciudadela, cerca de la parte superior del acantilado, hay una torre cuadrada.

—Ya la veo.

—Y detrás hay una construcción de piedra de forma redonda que parece un gran tubo de desagüe.

—Sí.

—Ese es su acueducto. La ciudad no tiene agua, y se abastece de un manantial de Kutali que está situado al otro lado del cabo, a unas dos o tres millas de distancia. Desde la parte superior del acantilado puede verse parte del camino, mejor dicho, del sendero que cubre el canal por el que transcurre el agua hasta donde se une la tubería. Allí colocamos nuestros cañones.

—¿El otro lado del cabo es tan alto como éste?

—Todavía más.

—Entonces debe de haber costado mucho trabajo subir los cañones allí. Supongo que habrá hecho un camino.

—No, un teleférico. Los subimos en dos etapas hasta el sendero que cubre el acueducto, y cuando llegaban allí, los llevábamos hasta el final en las cureñas fácilmente, sobre todo porque seiscientos albaneses y un gran número de turcos tiraban de las cuerdas de arrastre. Cuando formamos una batería bastante grande allí arriba, apuntamos los cañones hacia el puerto e hicimos algunos disparos de aviso y luego mandamos un mensajero a decir al oficial al mando de las tropas francesas que si no se rendía enseguida nos veríamos obligados a destruir la ciudad.

—¿Le puso algunas condiciones?

—No. Y dije que no admitiría que ellos pusieran ninguna, pues teníamos la posición dominante.

—Sin duda, los disparos hechos desde una altura así habrían sido devastadores y el oficial francés no habría podido responder al ataque.

—No podía subir por el acantilado hasta donde estábamos nosotros. Para llegar allí sólo hay un sendero que usan los pastores, como ese de Gibraltar que lleva a la bahía catalana, y mi aliado turco, el bey Sciahan, había colocado a un grupo de francotiradores de modo que protegieran hasta el último recodo del camino. No obstante, nos sorprendió que se rindiera enseguida.

—Tal vez debería haber aparentado que ofrecía resistencia durante un rato o esperado a que fueran derribadas algunas casas. Es lo que se suele hacer.

—Eso hubiera sido más digno y más beneficioso para él cuando le juzgara un consejo de guerra. Pero, como supimos después, la mujer del oficial estaba dando a luz y los médicos estaban preocupados por ella, ya que no era conveniente que estuviera en medio de cañonazos y de casas que se derrumbaban, así que el oficial prefirió no dar una respuesta que era simplemente un poco de ruido para obtener el mismo resultado al final.

—Indudablemente, tomó una decisión sensata —dijo el mayor Pollock, en tono de disgusto.

—¡Dios mío! —exclamó Jack Aubrey, recordando el suceso—. Nunca he visto a nadie más decepcionado que los albaneses. Habían sudado como galeotes para llevar los cañones hasta allí, porque después de subirlos al extremo del teleférico tenían que trasladarlos al final del sendero que cubre el acueducto, lo que requería mover constantemente cientos de planchas de cuatro pulgadas de grosor para contrarrestar el peso y halar los cabos con fuerza, y también habían subido gran cantidad de balas y pólvora como auténticos héroes y se habían armado con cuantas armas les había sido posible, y después tuvieron que volver a llevárselo todo sin haber hecho un solo disparo y sin haber descargado su rabia. Estuvieron a punto de atacar a los turcos, para no quedarse sin combatir, y el pope, uno de los muchos que hay en esa región, y el bey les golpearon con sus armas para impedírselo, bramando como toros. No obstante, todo salió bien. Mandamos a los franceses a Zante con todos sus bártulos y luego los habitantes de Marga nos agasajaron con un banquete que duró desde el mediodía hasta el amanecer del día siguiente. Los cristianos estaban en una plaza y los musulmanes en la de al lado, y cuando ya ninguno de los asistentes podíamos comer más, empezaron a hablar amablemente unos con otros y a cantar y a bailar.

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