Read El puerto de la traición Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (45 page)

Algunos de esos ratos los habían dedicado a arreglarse. Williamson había superado a Calamy, pues se había lavado casi todo el cuello, además de la cara y las manos, lo que era asombroso porque ambos sólo disponían del agua contenida en una palangana de peltre de nueve pulgadas de diámetro, y los dos se habían puesto camisas limpias todos los días. Todos los oficiales se habían vestido con el uniforme completo, se habían convertido en un modelo de perfección, como los del
Victory
cuando estaba al mando de Saint Vincent. Se habían quitado los pantalones anchos de dril, las chaquetas y los sombreros de paja de ala ancha y copa baja llamados
benjies
con que se protegían del sol, y se habían puesto calzones o al menos pantalones azules, sus mejores chaquetas azules, botas y el sombrero de reglamento. Por otra parte, los marineros encargados del palo trinquete a menudo se habían puesto los chalecos rojos que usaban los domingos y espléndidos pañuelos levantinos. Todos habían dejado de decir blasfemias, maldiciones y execraciones o las habían modificado (aunque, en realidad, estaban prohibidas por el segundo artículo del Código Naval). Había sido muy gracioso oír al contramaestre gritar: «¡Oh… m… torpe marinero!», cuando Doudle el Rápido, por mirar hacia atrás para ver a la señora Fielding, había dejado caer desde la cofa del mayor un pasador, que había estado a punto de clavarse en el pie del señor Hollar. También se había dejado de aplicar el castigo consistente en dar latigazos en el portalón, y aunque eso no tenía gran importancia porque en la fragata casi nunca se daban azotes, el hecho de que los miembros de la tripulación, en general, pensaran que eran tratados con indulgencia, habría tenido como consecuencia que faltaran a la disciplina si no hubiera sido porque la tripulación era excepcional. Los tripulantes de la
Surprise
siempre habían estado contentos y ahora lo estaban mucho más, y eso hizo pensar a Stephen que sería beneficioso para todos los tripulantes de los barcos de guerra que siempre hubiera a bordo una joven hermosa y simpática, pero inaccesible, que fuera sustituida por otra periódicamente, antes de que ellos llegaran a tratarla con confianza.

Casi todas las noches, hasta muy avanzada la guardia de prima, los marineros habían cantado y bailado, y hasta mucho más tarde Stephen y Jack habían tocado música o, en compañía de los demás oficiales, habían escuchado a la señora Fielding cantar, acompañándose ella misma con la mandolina de Honey.

Muy pronto la señora Fielding había sido invitada a comer por los oficiales, y cuando les había dicho que lamentaba no poder ir porque no tenía nada que ponerse, nada menos que tres caballeros habían mandado a un mensajero a presentarle sus respetos y a entregarle varias yardas de la seda que habían comprado, respectivamente, para su madre, su hermana y su esposa, de la famosa seda escarlata de la isla Santa Maura, donde la
Surprise
había estado recientemente. Ella se había hecho un vestido que realzaba su belleza, y Killick y el velero la habían ayudado a coser el dobladillo para que pudiera terminarlo a tiempo. Todos a bordo sentían afecto y admiración por ella y, a pesar de que creían que se había fugado con el doctor, los pocos que consideraban ese acto condenable no la censuraban a ella sino a él. Incluso el señor Gill, un hombre puritano, reservado y melancólico, cuando ella había preguntado cuánto tiempo tardarían en llegar al cabo Raba, donde terminaba la primera etapa del viaje, había contestado:

—Desgraciadamente, sólo tres días, si sigue soplando este viento.

El último de esos días, cuando las dos embarcaciones navegaban tan despacio que apenas tenían la velocidad suficiente para maniobrar, Jack había sido invitado a comer en el
Pollux
. Lo había lamentado mucho, porque las comidas en su propio barco eran mucho más agradables, pero no tenía elección, y cuando faltaban diez minutos para la hora de la cita, muy acicalado (tan acicalado que incluso llevaba los zapatos con hebilla plateada y el
chelengk
en el sombrero), había subido a bordo de su falúa, donde le esperaban los tripulantes vestidos espléndidamente, con chaquetas azul claro y pantalones de dril blancos como la nieve.

Había encontrado al capitán del
Pollux
, a quien apenas conocía, y al almirante Harte, a quien conocía demasiado bien, en excelente estado de ánimo. Dawson dijo que lamentaba no haber invitado antes al capitán Aubrey, pero que su cocinero había estado enfermo a causa de un cangrejo que había comido en Valletta poco antes de zarpar, y luego añadió que se alegraba de que ya se hubiera recuperado porque estaba harto de comer la comida de la cámara de oficiales.

El cocinero se había recuperado, pero había celebrado el acontecimiento emborrachándose, y la comida fue tan caótica que a veces mediaron largos intervalos entre los platos y otras aparecieron repentinamente cinco a la vez, y, además, ocurrieron cosas raras como, por ejemplo, que en el flan con merengue apareciera un trozo de zanahoria.

—Tengo que disculparme por esta comida —había dicho el señor Dawson casi al final.

—¡Y que lo diga! —había exclamado Harte—. La comida era muy mala y estaba muy mal distribuida. ¡Pato en tres platos seguidos! ¡Piense en eso nada más!

—El oporto es excelente —dijo Jack—. Creo que nunca he bebido un oporto mejor.

—Yo sí —replicó Harte—. Mi yerno, Andrew Wray, compró la bodega de lord Colville, y en uno de los barriles había un oporto tan bueno que éste, a su lado, parecería un vino para guardiamarinas. Sin embargo, es bastante bueno, bastante bueno.

Tanto si era bueno como si no, Harte había bebido mucho, y cuando se pasaban unos a otros la botella, había aumentado su curiosidad por la misión de Jack. Pero Jack le había dado respuestas vagas y evasivas, y habría salido de esa situación solamente con el consejo: «Hay que darle una patada en el culo al Dey, porque la mejor forma de tratar a los extranjeros, sobre todo a los nativos de esta región, es dándoles una patada en el culo», si no hubiera mencionado el lugar donde estaba el manantial. Harte le había hecho describir el lugar con todo detalle tres veces y había dicho que tal vez llevaría su barco hasta allí para verlo, porque algún día podría serle útil saber dónde estaba. Jack había intentado convencerle de que abandonara la idea con los argumentos más contundentes que podía encontrar, y tan pronto como había podido se había puesto de pie y había pedido permiso para retirarse.

—Antes de que se vaya, Aubrey —había dicho Harte—, quisiera pedirle un favor.

Entonces le había dado una pequeña bolsa de cuero que, obviamente, había preparado de antemano, y había añadido:

—Cuando vaya a Zambra, libere a uno o dos cautivos cristianos con esto. Preferiría que fueran marineros ingleses, pero no me importaría que fueran unos pobres desgraciados. Cada vez que mi barco ha hecho escala en algún puerto de Berbería, he rescatado a un par de los más viejos y les he mandado a Gibraltar.

Jack conocía a Harte desde que era teniente y nunca le había visto hacer una buena acción, y mientras iba en la falúa en el viaje de regreso, había pensado que el descubrimiento de ese rasgo de su carácter contribuía a que aquellos días le parecieran un sueño, un sueño maravilloso, a pesar de que sentía la tristeza que acompañaba siempre «la última vez». Sin embargo, no había podido definir sus sentimientos con palabras y había pensado que tal vez podría hacerlo, al menos de una manera que le resultara satisfactoria a él mismo, con música, con el violín bajo la barbilla. Mientras pasaban por su mente las notas de un movimiento lento de una pieza que a veces tocaba, un movimiento encantador pero complejo, había observado la
Surprise
. La conocía mejor que a ninguna otra embarcación, pero en ese momento notó que había cambiado, aunque no sabía si era realmente distinta o se lo parecía debido a sus propias meditaciones o a la oscilación de la luz; en ese momento le pareció que la fragata era una embarcación que no conocía, que estaba en un sueño y que seguía una ruta trazada desde hacía mucho tiempo deslizándose por una senda recta y estrecha como el filo de una navaja.

—Da una vuelta alrededor de ella —había ordenado a Bonden, que se encontraba a su lado.

Entonces, juzgándola con el criterio prosaico de los marinos, había notado que navegaba completamente horizontal, aunque la forma en que navegaba con más facilidad era con la popa un poco más hundida, y había pensado que eso se solucionaría con las veinte toneladas de agua que pronto cargarían en la bodega.

Llegaron al cabo Raba cuando empezaba la mañana, una mañana horrible: la presión atmosférica había bajado, el viento había rolado al oeste, había nubes bajas y estaba amenazando con llover. Pero Mowett, que era un primer oficial muy exigente, había decidido que la
Surprise
tendría un aspecto digno cuando llegara a Zambra, tanto si llovía como si hacía buen tiempo. Los marineros echaron abundante agua de mar en la cubierta para quitar hasta el último grano de la tonelada de arena con que la habían frotado, tanta agua que parecía que caía un diluvio, y luego la secaron y pulieron todo el brillo que había perdido. Antes de que esta ceremonia llegara al clímax, el capitán subió a la cubierta por segunda vez, miró hacia el mar y luego hacia el cielo y dijo:

—Señor Honey, por favor, haga al
Pollux
la señal: «Permiso para separarnos».

Wilkins, el suboficial encargado de las señales, había estado esperando ese momento desde hacía algún tiempo, y también su colega que estaba en el
Pollux
, así que la petición y la concesión aparecieron con extraordinaria rapidez, junto con un mensaje adicional del
Pollux
: «Feliz regreso».

La
Surprise
puso rumbo a la costa y el navío de línea (así era su clasificación oficial, a pesar de que era mucho menos potente que los de esa época) viró en redondo. Según el acuerdo entre ambos capitanes, el navío avanzaría hacia alta mar y regresaría a su puesto constantemente, en espera de que la fragata se reuniera con él al día siguiente. La silueta de la costa se veía cada vez más claramente, y muy pronto Jack llamó a los guardiamarinas, como hacía siempre que se acercaban a un fondeadero desconocido para ellos. Como a esa hora de la mañana y con ese tiempo no era probable ver en la cubierta a la señora Fielding, todos vestían prendas de trabajo, y la mayoría de ellos tenían la ropa mojada y tenían frío. Williamson estaba muy sucio, pues se había manchado de grasa el jersey de Gernsey, ya que había ayudado al contramaestre a engrasar los tamboretes; sin embargo, como era su deber, había traído el compás para medir el acimut, ya que seguramente el capitán Aubrey indicaría a los guardiamarinas varios puntos fijos en la costa que podrían tomarse como señal para saber la posición de la fragata y les pediría que la calcularan.

—Allí, por la amura de babor, está el cabo Raba —dijo señalando con la cabeza un enorme y oscuro promontorio con un acantilado al borde del mar—. Hay que doblarlo navegando a considerable distancia de la costa, porque hay un arrecife que sobresale media milla del litoral. Ya la derecha, a unas dos leguas al oestesuroeste, está el cabo Akroma.

Ellos miraron atentamente el distante promontorio, que sólo se diferenciaba del primero en que sobre él, justo en la misma punta, se alzaba una fortaleza.

—Al otro lado del cabo Akroma está la bahía Jedid —continuó—, que tiene la boca demasiado ancha, pero tiene un fondeadero de quince brazas de profundidad con el fondo firme. Además, frente a ella hay un islote lleno de conejos que la protege de los vientos del oeste y del noroeste. Es un lugar ideal para refugiarse cuando el viento sopla con mucha fuerza y no se puede doblar el cabo Akroma. Pero no es tan grande ni tiene un fondeadero tan bueno como esa otra bahía más próxima, a la que nos dirigimos ahora, la bahía Zambra, que se encuentra entre Raba y Akroma.

El viento había aumentado de intensidad cuando había salido el sol, que era casi invisible, y la
Surprise
, que ahora no tenía que adaptar su velocidad a la del viejo
Pollux
, navegaba a más de ocho nudos. El cabo Raba pareció moverse rápidamente en dirección a la popa cuando la fragata entró en la bahía Zambra, una inmensa extensión de agua que penetraba en la costa diez o doce millas. Era más profunda que ancha y el litoral que la bordeaba tenía muchas puntas rocosas y cabos. La fragata se situó de modo que tuviera el viento de través y empezó a navegar aún más rápido y en dirección al lado oeste de la bahía.

—Todavía no pueden ver Zambra —dijo Jack—, porque está en un lugar recóndito al sureste. Pero pueden ver los islotes The Brothers. Si miran hacia el cabo Akroma y luego un poco más hacia el sur, verán a unas dos millas de distancia un cabo con una palmera, y un poco más allá cuatro islotes en fila, más o menos a un cable de distancia unos de otros. Esos son los islotes The Brothers.

—Ya los veo, señor —dijo Calamy.

—Están al suroeste cuarta al oeste —dijo Williamson.

—Los verían mejor si el viento soplara del noreste y con más intensidad, y si hubiera fuerte marejada. Entre ellos hay un arrecife blanco que no tiene ni dos brazas de agua por encima, y se ve cuando sopla el viento del noreste y hay marejada. Pero, generalmente, el mar está en calma, como ahora. Los moros que viven en esta región no les dan importancia, pero cuando yo estaba a bordo del
Eurotas
, que tenía un calado de dieciocho pies y seis pulgadas, el barco encalló allí. Cuando hay una fila de islotes semejantes, lo más probable es que las aguas que los separan sean poco profundas. Señor Mowett —dijo, interrumpiendo la conversación—, puesto que hemos tardado tan poco en venir hasta aquí, completaremos la aguada antes de llegar al puerto. No es conveniente llegar demasiado temprano, y, además, me parece que esta tarde va a llover, así que será mejor coger el agua ahora. El manantial se encuentra al este, en una ensenada que está detrás de esos tres pequeños islotes.

Después de decir esto, se volvió y bajó a su cabina, pero cuando tenía la mano en el pomo de la puerta, se dio cuenta de que se había equivocado y bajó a la cámara de oficiales.

Allí encontró a Stephen, que estaba descontento y desaliñado (para Jack, la mejor prueba de que su amigo no mantenía relaciones con la señora Fielding era que tenía una barba de tres días y llevaba puesta una peluca vieja).

—Si esa mujer no nos invita a algo más cristiano, me beberé esto —dijo, señalando el café de la cámara de oficiales, que era claro e insípido y estaba tibio—. Nos ha invitado a tomar chocolate con ella. ¡Madre de Dios! ¡Chocolate a esta hora de la mañana! ¡Que lo tome ella!

Other books

Sin Límites by Alan Glynn
Semi-Detached by Griff Rhys Jones
Bloodraven by Nunn, P. L.
Ghosts Know by Ramsey Campbell
Summerkin by Sarah Prineas
We Need to Talk About Kevin by Lionel Shriver


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024