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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (44 page)

—Laura —dijo Stephen.

—¡Stephen! —exclamó ella, tirando la capa, y luego le abrazó—. ¡Cuánto me alegro de verle! No sabía que había llegado la
Surprise
. ¿Cómo ha entrado? ¡Ah, claro, con la llave! ¿Por qué se ha quedado sentado aquí a oscuras? Venga, vamos a encender una lámpara y a comernos un huevo cocido.

—¿Dónde está Ponto? —preguntó él cuando llegaron a la cocina.

Inmediatamente su expresión alegre se transformó en una triste.

—Murió —respondió, y se le saltaron las lágrimas—. Murió de repente esta mañana y el carbonero me ayudó a enterrarlo en el jardín.

—¿Dónde está Giovanna?

—Tuvo que ir a Gozo. Tenía un comportamiento raro… Parecía asustada.

—Ahora escúcheme, amiga mía. Su esposo se fugó de la prisión desde hace casi tres meses, y eso explica por qué sus cartas parecían tan raras. Naturalmente, eran falsas, ¿comprende? En este momento está a bordo de la
Nymphe
, frente a Trieste.

—¿No está herido? ¿Se encuentra bien?

—Muy bien.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! Pero, ¿por qué…?

—Escúcheme —dijo Stephen, agitando la mano para interrumpir su pregunta—. La
Dryad
regresó del Adriático antes que nuestra fragata, y sus tripulantes saben que él se fugó. Los agentes franceses saben que se enterará de la noticia en cualquier momento y que entonces no podrán dominarla. Quieren evitar que les delate. Han estado aquí esta noche y van a volver. ¿Tiene amistad con alguien que posea una casa muy grande y muchos criados, y que pueda ofrecerle refugio en ella? Vamos, trate de recordar amiga mía. ¿El
Commendatore
?

Laura se había sentado y ahora le miraba asombrada.

—No —respondió al fin—. Sólo tiene una vieja criada. Es pobre.

En realidad, ella tenía pocos amigos íntimos en Valletta, y ninguno a cuya puerta pudiera llamar a esa hora de la noche. Y Stephen no conocía en la ciudad ningún lugar que pudiera servirle de refugio.

—Vamos, amiga mía, coja algunas cosas para pasar la noche y póngase una
faldetta
. Tenemos que subir a bordo enseguida.

Tan pronto como el capitán Aubrey empezó a recorrer el muelle Thompson en contra del viento y la lluvia, sujetándose con una mano el sombrero y con la otra la capa de agua que el viento hacía ondear, advirtió que había luz en las ventanas de popa y pensó que probablemente Killick, que tenía afán por la limpieza, aprovechaba su ausencia para limpiar o abrillantar todas las cosas que podía, a pesar de que era tarde. La lluvia arreció, y el capitán corrió por la plancha, buscó un lugar donde refugiarse y allí sacudió el agua del sombrero y estuvo jadeando unos momentos. A la luz del farol, vio a Mowett, Killick, Bonden y a algunos miembros de la guardia y notó que tenían una expresión complacida o sonreían.

—¿Ya está a bordo el doctor? —preguntó.

Sintió un gran alivio cuando le respondieron que sí, pero se asombró al oír a Mowett añadir:

—Está en su cabina con un visitante, señor.

Se asombró porque Stephen, a pesar de ser íntimo amigo suyo, nunca iba a su cabina si no le invitaba, a menos que viajara en calidad de invitado, lo que no ocurría ahora. Pero se asombró aún más cuando abrió la puerta de la cabina y vio a la señora Fielding sentada en su butaca. Ella tenía el aspecto de una rata ahogada y el pelo mojado y separado en mechones, pero estaba radiante de alegría. El asesinato formaba parte de la vida en Sicilia, donde ella había pasado su niñez y su juventud, y por eso comprendía el sentido de esa palabra mejor que una inglesa, y, por otra parte, había sentido un miedo terrible durante los últimos momentos que Stephen y ella habían pasado en su casa, porque se había convertido en una trampa, y también cuando atravesaban la ciudad empapados, siempre oyendo pasos detrás de ellos y en ocasiones deteniéndose delante de las puertas, donde a veces les molestaban soldados y marineros borrachos; sin embargo, ahora estaba a salvo, rodeada de doscientos hombres fuertes y afectuosos, y aunque todavía no estaba seca, al menos había entrado en calor. Además, por fin se había dado cuenta de que todavía tenía esposo, un esposo a quien amaba con pasión a pesar de sus defectos y a quien había dado por muerto desde hacía dos meses. Stephen le había dicho que el señor Fielding estaba malhumorado, pero ella le conocía muy bien y no tenía la menor duda de que podría cambiar su estado de ánimo en cuanto se reuniera con él. Ahora lo único que ella necesitaba para que su felicidad fuera completa era ver a Charles otra vez, por eso no era de extrañar que tuviera el rostro tan resplandeciente como la lámpara.

—Buenas noches, Jack —dijo Stephen, apartándose de la mesa del capitán, donde había estado escribiendo—. Perdona la intrusión, pero cuando traía a la señora Fielding, se caló hasta los huesos, y pensé que la cabina era un lugar más apropiado para ella que la cámara de oficiales. Le prometí en tu nombre que la llevarías a Gibraltar.

Jack notó que estaba pálido y agotado y que le miraba con angustia, y, casi sin pausa, dijo:

—Hiciste bien.

Entonces, saludó a Laura con una cortés inclinación de cabeza.

—Es un placer tenerla a bordo, señora —dijo, y luego, alzando la voz pero en un tono más suave que el que usaba habitualmente, llamó a Killick y ordenó—: Lleva mi baúl a la cabina del señor Pullings. La señora Fielding se quedará aquí. Trae toallas limpias y el jabón oloroso. Bonden colgará el coy un pie más bajo. Trae su baúl a la cabina.

—No tiene baúl, señor —dijo Killick—. No tiene más que una pequeña bolsa.

—En ese caso… —dijo, mirando disimuladamente hacia el charco que se había formado bajo los pies de Laura—. Calienta una camisa de dormir de franela, un par de medias de lana, y mi bata de lana, la de
lana
, ¿me has oído?, y luego tráeselos. ¡Date prisa! Tiene que cambiarse enseguida, señora-dijo a Laura—, si no, pescará un horrible catarro. ¿Le gustan las tostadas con queso?

—Mucho, señor —respondió Laura, sonriendo.

—Entonces prepara tostadas con queso, Killick. Y trae cerveza caliente y aderezada con azúcar y especias. Señora —dijo, mirando su reloj—, ahora debe usted ponerse la ropa seca y caliente, aunque esté áspera, y dentro de diez minutos tendremos el honor de comer tostadas con queso con usted. Inmediatamente después deberá acostarse, ya que zarparemos al amanecer y tendrá muy poco tiempo para dormir antes de que empiecen los ruidos.

A excepción de la cabina del capitán, en un barco de guerra no había ningún lugar donde se pudiera hablar confidencialmente, ya que la mayoría de las divisiones estaban hechas con finas planchas de madera y lona. No obstante, en la pequeña cabina de Pullings, Jack preguntó:

—¿Todo va bien?

—Muy bien, amigo mío. Te agradezco mucho que hayas acogido cordialmente a nuestra invitada.

—¿Cómo te enteraste de que íbamos a Gibraltar?

—Lo sabía la hija del comandante del puerto y, por tanto, todas sus amigas de la isla, entre las que se encuentra Laura.

—Señor, ¿puedo darle ese objeto con ribetes de oro a la señora? —preguntó Killick a Stephen al entrar precipitadamente en la cabina.

—Sí, Killick —contestó Stephen—. No hay duda de que ella necesita algo más que un pequeño espejo de afeitarse.

El objeto en cuestión era un regalo que Diana le había hecho a Stephen, una extravagante e ingeniosa arqueta que también podía servir de atril, palanganero, tablero de
chaquete
[18]
y muchas otras cosas, y que siempre estaba tapada con una funda de lona encerada porque era demasiado valiosa y demasiado delicada para usarla en un barco.

—¡Oh, Stephen! —exclamó Jack al recordar de repente a su irascible prima—. Esto te costará muy caro. Será muy difícil explicárselo a Diana.

—¿Crees que ella sospechará de mí?

—Estoy completamente seguro. No podrías justificarte ni aunque hablaras en todas las lenguas de los hombres y, además, en la de los ángeles. Stephen, piensa un momento en esto: has traído a bordo, durante la guardia de media, a la mujer más hermosa de Malta, a la mujer que vieron salir de tu habitación en el Searle la noche en que los ladrones…

—Con su permiso, Su Señoría —dijo un grumete muy excitado y con los ojos desorbitados—. Dice Killick que la cena está lista.

Hasta el otro día a la hora del desayuno Stephen no se dio cuenta de que Jack había acertado con la opinión de la tripulación de la fragata. Tenía la lucidez que sigue a un período de gran tensión y de falta de sueño. Había pasado lo que quedaba de la noche haciendo dos detallados informes de la situación, uno para Wray y otro para sir Francis, cifrados con arreglo a dos claves diferentes, porque tenía que enviarlos a la comandancia del puerto, junto con los duplicados, urgentemente, antes de que la
Surprise
soltara las amarras. Después de pensarlo mucho, había decidido no mandar uno al gobernador, ya que había visto a uno de sus subordinados en casa de Laura y pensaba que ese hombre podría abrir fácilmente el sobre. Wray iba a regresar el miércoles o antes, si recibía pronto el informe de Stephen, y lograría apresar a los franceses a pesar de que probablemente la desaparición de Laura les causaría intranquilidad, porque la intranquilidad no les llevaría a tomar medidas drásticas, ya que pensarían que no era la primera joven que huía con su amante cuando iba a llegar su marido.

Durante el desayuno observó a sus compañeros. Su reserva podía atribuirse a la presencia del capitán, que no era usual a esa hora del día, pero persistió después que él se fue, y la situación llegó a ser embarazosa. Stephen detectó desprecio en unos, cierta admiración o respeto en otros y en Gill desaprobación desde el punto de vista de la moral, y se bebió el café pensando que no merecía ser objeto de ninguna de esas cosas.

Después que Stephen echó una mirada rápida a la enfermería vacía mientras su ayudante tocaba en vano la campana para que acudieran a ella todos los que se sintieran mal, se fue a su cabina con un frasco de láudano y el informe de Pocock sobre el dey de Mascara. Por el informe se enteró que el Dey gobernaba un país pequeño pero poderoso, que nominalmente dependía del sultán de Turquía, pero que era tan poco dependiente de él como Argelia o aún menos, y que a pesar de que Mascara era la capital, la residencia principal del Dey estaba en Zambra, un puerto por donde pasaba todo el comercio del país y donde los agentes franceses tenían influencia… mucha influencia… y mucho éxito… Y entonces se quedó dormido.

Tanto él como Laura durmieron durante el día, mientras fueron servidas varias comidas en el barco y a pesar del ruido del viento, del mar y de las maniobras, y esto suscitó muchos comentarios de proa a popa. Stephen fue el que durmió más de los dos, pero cuando subió a la cubierta por fin pudo ver un atardecer tan hermoso que pensó que había valido la pena soportar el mal tiempo. La
Surprise
, con pocas velas desplegadas, surcaba el mar, un mar de ensueño, ilimitado y con infinidad de tonos nacarados entremezclados, sobre el cual se extendía el cielo azul y sin nubes. Aquel era uno de esos días en que no se veía el horizonte, en que era imposible decir en qué punto de la niebla perlada el mar se juntaba con el cielo, y eso parecía aumentar su inmensidad. El viento soplaba por la amura y susurraba en la jarcia, y el agua se deslizaba por los costados de la fragata con un suave murmullo, y todo junto formaba una especie de silencio del mar. Pero la impresión de que estaba en un lugar aislado desapareció cuando miró hacia delante, porque allí, a dos cables de distancia estaba el
Pollux
, un navío de setenta y cuatro cañones viejo y estropeado, uno de los últimos de su clase. Aunque estaba estropeado, era digno de verse por su torre de velas desplegadas, sus vergas exactamente perpendiculares a los mástiles, su enorme gallardete ondeando hacia sotavento y las curvas y rectas de su complejo entramado iluminadas por el sol, que ya estaba muy bajo y se encontraba por la amura de estribor.

—Señor —dijo Calamy a su lado—, la señora Fielding quiere enseñarle Venus.

—¿Venus? —preguntó Stephen.

Entonces vio con sorpresa que no sólo Calamy se había puesto la camisa con chorrera sino que también se había lavado la cara, una ceremonia que tenía reservada para los días en que era invitado a cenar y los domingos, cuando se celebraba el oficio religioso. Y cuando caminaba hacia la popa, donde se encontraba la señora Fielding, que estaba sentada en la butaca de Jack muy cerca del coronamiento, notó que todos los oficiales estaban presentes, que todos estaban afeitados y que la mayoría de ellos tenían puesta la chaqueta del uniforme.

—¡Venga a verla! —exclamó ella, agitando en el aire el telescopio más pequeño de Jack—. Está a la izquierda de la verga mayor. ¡Una estrella en pleno día! ¿Sabía que es como la luna en cuarto menguante, pero mucho más pequeña?

—Sé muy pocas cosas sobre Venus —dijo Stephen—, aparte de que es un planeta inferior.

—¡Debería darle vergüenza! —exclamó ella.

El contador, el teniente de infantería de marina y Jack hicieron algunos comentarios corteses y dijeron algunas frases ingeniosas, mientras que Mowett y Rowan, que podrían haber dicho algo brillante, permanecieron silenciosos pero sin dejar de sonreír alegremente, hasta que el suboficial que gobernaba la fragata, en tono solemne, ordenó:

—¡Den la vuelta al reloj y toquen la campana!

Esas palabras y las dos campanadas hicieron recordar a Mowett sus tareas, y entonces preguntó:

—Señor, ¿tenemos que quitar los mamparos hoy después de pasar revista?

Desde que la
Surprise
estaba bajo el mando del capitán Aubrey, todos los días al atardecer sus tripulantes hacían zafarrancho de combate como si fueran a entablar realmente una lucha, es decir, quitaban todos los mamparos y llevaban a la bodega todas sus pertenencias, y después sacaban los cañones. Pero eso tendría necesariamente que acabar con la tranquilidad de la señora Fielding, y Jack, después de pensarlo unos momentos, dijo:

—Tal vez sea mejor limitarnos a sacar y guardar los cañones de proa. Luego, si en el
Pollux
arrizan las gavias o cambian de orientación las juanetes, nosotros haremos lo mismo.

En realidad, los tripulantes de la
Surprise
no hicieron zafarrancho de combate durante los seis días que duró el viaje a Zambra, los seis días en que Jack viajó más placenteramente que en toda su vida. Si la
Surprise
no hubiera estado acompañada del viejo y lento
Pollux
, probablemente habría hecho el recorrido en dos días menos, pero todos los marineros lo hubieran lamentado mucho. Durante esos seis días los vientos habían sido favorables y cálidos, el mar había estado en calma y los tripulantes no habían tenido que hacer las cosas con urgencia (pues la
Surprise
tenía que llevar la misma velocidad que el
Pollux
), algo muy molesto que ocurría a menudo durante los viajes. Por esa razón habían tenido la impresión de que esos seis días eran extraordinarios, que no estaban en el calendario, aunque no podían considerarlos días libres, porque habían tenido que trabajar mucho, pero al menos durante ellos habían dispuesto de ratos libres, de muchos ratos libres. No obstante, no esa la única ni la principal razón de que tuvieran esa impresión.

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