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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El puerto de la traición (19 page)

En ese momento vinieron a buscar a Mowett, y el joven se fue en contra de su voluntad. Mientras Rowan, Martin, el contador y los ayudantes del oficial de derrota hacían preguntas a Hairabedian, el señor Alien se inclinó hacia Stephen y le preguntó:

—¿Quién es ese tal Byron del que la gente habla constantemente?

—Es un poeta, señor —respondió Stephen—. Escribe poemas muy malos con fragmentos con auténtica poesía intercalados, aunque no sé si parece que tienen auténtica poesía por el contraste con los demás. No he leído muchos libros suyos.

—A mí me gusta oír buenos poemas —dijo el señor Alien.

Jack tosió y la conversación cesó. Entonces cogió una de las botellas de vino que acababan de traer, llenó su copa y dijo:

—¡Señor Adams, brindemos por el Rey!

—¡Caballeros, brindemos por el Rey! —dijo el señor Adams.

Después brindaron por el
Dromedary
, por la
Surprise
y por sus novias y esposas, y entonces Jack, mirando al señor Alien, dijo:

—Si le gusta oír poemas, ha venido usted al lugar indicado. Mis dos tenientes son excelentes poetas. Rowan, obsequie al capitán con el poema que relata las hazañas de sir Michael Seymour, es decir, el primero de ellos, pero empiece por la mitad para que no tarde mucho.

—Bien, señor, éste es el combate con el
Thetis
, ¿sabe? —dijo Rowan, mirando sonriente al señor Alien, y luego, sin abandonar el tono conversacional, continuó:

Doy testimonio de que no se ha visto desde hace

años una lucha tan feroz.

A las siete de la tarde la batalla comenzó,

y pasaron muchas horas hasta que terminó.

Hubo muchos heridos y muchos muertos

también, y la sangre cubrió la cubierta

y por los imbornales salió.

Tres horas y veinte minutos el horrible combate

sostuvimos, y con trincas amarramos

su barco al nuestro para que no pudieran huir.

Muchas veces intentaron al abordaje pasar, pero

con rapidez les hicimos retroceder,

y aunque eran muchos,

al final les pudimos vencer.

Entonces arriaron su bandera, porque luchar

ya no podían, y los marineros británicos,

contemplando el admirable espectáculo,

dieron tres vivas.

Tomamos posesión del barco sin tardar,

y a Plymouth lo mandamos, compañeros,

sin esperar más.

Tenía gran cantidad de cañones

municiones también,

y mil toneles de harina que fueron para los

marineros un valioso botín.

El barco venía de Martinica, esa es la verdad

y la tengo que decir,

pero lo encontramos en medio de la noche

y a su carrera pusimos fin.

Mowett había llegado cuando el joven recitaba los últimos versos, y Jack, notando su mal disimulada decepción, miró al señor Alien y dijo:

—Los poemas de mi primer oficial también son excelentes, señor, pero quizá su estilo no le guste, porque es moderno.

—¡Oh, no, señor! —exclamó Alien con la cara roja y con gesto risueño—. ¡Ja, ja, ja! ¡Me gusta mucho!

—Entonces quisiera que recitara el poema del delfín moribundo, señor Mowett —dijo Jack.

—Bueno, si insiste, señor —dijo Mowett con satisfacción y, después de explicar que el poema narraba la historia de unos pescadores en el mar Egeo, en tono grave, recitó:

Ahora los marineros, para el barco aliviar,

disminuyen las gavias con un rizo.

Cada una de las altas vergas, con los cabos flojos,

se empieza a tambalear,

y crujen los aparejos y chirrían sus ruedas.

Por los altos mástiles bajan con rapidez las gavias,

y pronto, disminuidas, vuelven a ocupar su lugar.

Ahora, cerca de la alta popa, una manada de

delfines ven saltar.

De sus bruñidas escamas salieron luminosos rayos

hasta que todo el océano parecía arder.

Pronto los marineros empiezan la caza mortal,

y largos arpones y redes con cebo comienzan a

arrojar.

Uno da vueltas y más vueltas asustado

y, ¡oh, desdichado!, al tridente se acerca poco

a poco.

Stephen dejó de prestarle atención y pensó en Laura Fielding y en su propia castidad, su inoportuna, ilógica e inútil castidad, próxima a la gazmoñería, y volvió al presente al oír los aplausos dedicados a Mowett cuando terminó de recitar. Entonces habló el señor Alien, y su vozarrón, el característico vozarrón de los marinos, ahora sin la débil oposición de algunas botellas, se distinguió entre el ruido general. Dijo que el
Dromedary
no podía corresponderles con lo mismo, porque no tenía a bordo caballeros de tanto talento, pero sí al menos con una canción, que él cantaría supliendo con buena voluntad la posible falta de armonía.


Damas de España
, William —dijo a su primer oficial.

Luego dio tres golpes en la mesa y ambos empezaron a cantar:

Adiós, adieu, hermosas damas españolas,

adiós, adieu, damas de España.

Recibimos órdenes de regresar

a nuestra querida Inglaterra

y tal vez no las volvamos a ver nunca más.

Casi todos los marinos se sabían la canción, y cantaron con ellos el coro:

Gritaremos y reiremos como auténticos

marineros británicos,

y por todos los mares navegaremos

hasta llegar a la entrada del canal de nuestra

querida Inglaterra,

donde están Ushant
[9]
y Scilly, separadas por

treinta y cinco leguas.

Entonces el capitán y su primer oficial continuaron:

Orzamos cuando el viento sopló del suroeste,

compañeros,

orzamos para acercarnos enseguida a la entrada,

y se hinchó la gavia mayor, compañeros, y

avanzamos con rapidez,

y pronto empezamos a navegar por el Canal.

Abajo, en la camareta de guardiamarinas, los cadetes que habían sido excluidos empezaron la siguiente estrofa antes que los marinos que estaban en la sala de oficiales y, con voz fuerte, cantaron:

El primer cabo que divisamos fue Dodman,

y luego el Rame, cerca de Plymouth,

el Start y el Portland y la isla de Wight…

Pero el mejor recuerdo que Stephen tuvo de aquella comida fue la cara risueña de Hairabedian y su viva mirada y su voz de contralto, con la que, en medio del ruido atronador, decía que él, como los auténticos marineros británicos, navegaría por todos los mares.

CAPITULO 5

El
Dromedary
navegaba contra el viento, y su quilla estaba tan próxima a la dirección en que soplaba que en la cubierta no había apenas aire para respirar ni se oía ningún murmullo en la jarcia. El silencio era casi absoluto, pues sólo se oía el crujido de las vergas y los mástiles cuando el barco cabeceaba suavemente entre las olas y el rumor del agua al pasar por sus costados. Había silencio en el
Dromedary
a pesar de que el alcázar estaba abarrotado de marineros, pues se estaba celebrando un oficio religioso.

Los tripulantes del transporte estaban acostumbrados a esto, porque su barco solía llevar soldados de un lado a otro, y los soldados iban acompañados de pastores con más frecuencia que los marineros. El carpintero había convertido el cabrestante, que se encontraba justo detrás del palo mayor, en una mesa aceptable, y el velero había transformado un retal de lona del número ocho en una sobrepelliz que enorgullecería a un obispo. El señor Martin se la había quitado al prepararse para pronunciar el sermón, y ahora, en medio del respetuoso silencio, miraba una hoja de papel con sus notas. Jack, sentado en una silla con brazos, se dio cuenta de que iba a leer uno que había escrito él mismo en vez de los escritos por el deán Donne o por el arzobispo Tillotson, como tenía por costumbre, y eso le causó ansiedad.

—Este fragmento lo he tomado del Eclesiastés. Es el versículo ocho del capítulo doce: «Vanidad de vanidades, dijo el predicador, y todo vanidad» —dijo el pastor, e hizo una breve pausa.

Los marineros le miraban expectantes. El viento era favorable y la velocidad media del barco había sido de cinco o seis nudos desde que había salido de Malta, y a veces había llegado a ocho o nueve, y Jack, por la estimación que había hecho y que casi coincidía con la de Alien, creía que avistarían tierra esa mañana. Su fuerza de voluntad y el inexplicable encogimiento de los músculos del estómago habían contribuido a que dejara de intentar que el barco navegara más rápido, y ahora, cuando se disponía a escuchar al señor Martin, se dio cuenta de que en el fondo de su mente bullían ideas que le provocaban entusiasmo, como le ocurría en su juventud. Sus hombres también se sentían alegres, pues estaban tan bien vestidos como los tripulantes del
Dromedary
,sabían que faltaba una hora más o menos para que les sirvieran la carne de cerdo y el pudín de pasas de los domingos, y, además, el grog, y pensaban que podrían conseguir un valioso botín en el mar Rojo.

—Cuando subí a bordo del
Worcester
, al empezar a ejercer mi ministerio en la Armada —continuó el señor Martin—, lo primero que oí fue: «¡Barrenderos!».

Los fieles sonrieron y asintieron con la cabeza, pensando que nada era más corriente que eso en un barco de guerra respetable, sobre todo si el primer oficial era el señor Pullings.

—Ya la mañana siguiente me despertó el ruido que hacían los tripulantes al limpiar la cubierta con la piedra arenisca y los lampazos, y por la tarde vi que otros pintaban un gran pedazo de un costado.

Siguió hablando de esta clase de cosas durante un rato, y los marineros le miraban con satisfacción cuando hacía una descripción técnica exacta y también cuando se equivocaba en algún detalle, y le miraron con más satisfacción aun cuando les contó que había visitado su fragata.

—… la «
Alegre Surprise
», como la llaman en la Armada. Todos me habían explicado que era la fragata más hermosa del Mediterráneo y también la más veloz, a pesar de ser pequeña.

Puesto que Stephen Maturin era un papista, no participaba en ese tipo de oficios religiosos; sin embargo, se había quedado tanto tiempo en la cofa del mesana, mirando al cielo por el telescopio del capitán Aubrey por si aparecía alguna golondrina del mar Caspio, que el oficio religioso había empezado cuando aún estaba allí, por eso pudo oír todo lo que decían y cantaban en él. Mientras los tripulantes de la
Surprise
y los del
Dromedary
cantaban los himnos y los salmos, en los que había más vehemencia que musicalidad debido a la rivalidad que había entre ellos, Stephen dejó de prestarles atención y volvió a pensar en Diana y en la carta anónima. Pensó en su peculiar fidelidad y en el rencor que guardaba por una leve ofensa, y le pareció que podía compararse con un halcón que había visto cuando era niño en casa de su abuelo, en España, un halcón común que habían cazado en el bosque y habían domesticado. Tenía una audacia y un valor extraordinarios, era enemigo mortal de las garzas, los patos e incluso los gansos, y aunque era afectuoso con quienes le eran simpáticos, se volvía hostil e incluso peligroso si ellos le ofendían. Una vez el niño Stephen había dado de comer a un azor delante del halcón, y desde entonces el halcón le miraba fijamente, con sus grandes ojos negros muy abiertos, y no se había vuelto a acercar a él. «Nunca ofenderé a Diana», pensó. En ese momento los fieles dijeron «¡Amén!», y poco después el señor Martin empezó a pronunciar su sermón. Stephen, que desconocía el modo en que predicaban los sacerdotes anglicanos desde el pulpito, escuchó con atención. «¿Qué pasa?», se preguntó al oír al pastor hablar tanto de la limpieza y el mantenimiento de un barco de guerra.

—¿Y qué hay al final de tanta limpieza y tanta pintura? —preguntó el señor Martin—. El desguace, eso es lo que hay al final. La Armada vende el barco, y tal vez el barco sea usado como mercante durante unos años, pero al final, a menos que se haya hundido o quemado antes, llega al desguace, convertido en un simple casco. Incluso el barco más hermoso, incluso la «
Alegre Surprise
», terminará por convertirse en leña y chatarra.

Stephen miró a los oficiales de la
Surprise
, al contador, al condestable y al carpintero. Todos pertenecían a su tripulación desde hacía varios años y habían estado a bordo más tiempo que muchos capitanes, tenientes y cirujanos. El carpintero, un hombre apacible por naturaleza y, además, por su profesión, estaba perplejo, mientras que el señor Hollar y el señor Borrell tenían el entrecejo y los labios fruncidos y miraban al pastor con una mezcla de desconfianza y rabia. Stephen no podía ver la cara de Jack Aubrey desde la cofa del mesana, pero veía su espalda, y por lo erguida que la tenía, supuso que su expresión era malhumorada. Por otra parte, muchos de los tripulantes más antiguos distaban mucho de estar complacidos.

Como si se hubiera percatado de la antipatía que había despertado en quienes le rodeaban, el señor Martin continuó el sermón hablando rápido. Invitó a los que le escuchaban a pensar en el viaje que el hombre hacía a través de la vida, y en que durante ese viaje cuidaba de su cuerpo, lavándose, vistiéndose y alimentándose, y cuidaba de su salud, a veces en extremo, con ejercicio, paseos a caballo, abstinencia, baños de mar, baños fríos, jubones de franela, sangrías, sudores, dietas y medicinas, pero que todo eso no servía de nada, porque al final sería derrotado inevitablemente, al final llegaría a la decrepitud y tal vez incluso a la imbecilidad. Añadió que si la muerte no le derrotaba cuando era joven, podrían provocar su derrota la vejez y la falta de salud, de amigos y de comodidades en un momento en que la mente y el cuerpo eran menos fuertes para soportarlos, o quizá la insoportable separación del marido y la mujer, o muchas otras cosas. Y terminó diciendo que al final de la vida en este mundo no hay sorpresas, y mucho menos sorpresas agradables, sino dos cosas seguras: la derrota y la muerte.

—¡Cubierta! —gritó el serviola desde la verga juanete de proa—. ¡Tierra por la amura de estribor!

El grito cambió por completo el ambiente e interrumpió el sermón del señor Martin. Después el pastor hizo cuanto pudo por aclarar que a pesar de que la vida del hombre en la Tierra podía compararse con la de un barco, el hombre tenía una parte inmortal y el barco, en cambio, no, y que la limpieza y el mantenimiento de esa parte inmortal le permitiría encontrarse al final con una agradable sorpresa, pero que la negligencia, tanto por falta de reflexión como por falta de continencia, le llevaría a la muerte eterna. Sin embargo, muchos de los fieles habían dejado de sentir simpatía por él y muchos más habían dejado de prestarle atención, y, además, él no era un buen orador y su seguridad y su poder de convicción habían disminuido por el hecho de que había sido despreciado, así que se desanimó y volvió a ponerse la sobrepelliz y terminó el oficio religioso en la forma tradicional.

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