Read El origen del mal Online

Authors: Brian Lumley

El origen del mal (27 page)

BOOK: El origen del mal
9.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

¡Otra vez! El gigante ruso sintió un estremecimiento y notó que se le ponía la carne de gallina. ¿Qué era aquello? La voz era apenas perceptible. ¿Qué era aquel grito metálico, que casi no se oía? ¿Era un grito de ayuda? Aguzó el oído y volvió a oír lo mismo de antes. No era un murmullo, sino una voz muy débil y distante, pero era una voz humana y salía de una de las galerías del magma.

Pero esto no era todo sino que Vyotsky incluso reconoció la voz. Sí, era la voz de Zek Föener, una voz casi sin aliento y desesperada, pero ávida de comunicarse con alguien, con algún ser humano que pudiese estar en aquel mundo extraño.

Se precipitó junto a la galería y miró el interior desde el borde de la misma. La lisa abertura era perfectamente circular, tenía aproximadamente un metro de diámetro y se curvaba hacia adentro, en dirección a la base enterrada de la esfera, por lo que el interior no era visible. Pero precisamente allí donde el pozo se perdía de vista había una pequeña radio parecida a la que Vyotsky llevaba en el bolsillo. Era evidente que era la de Simmons y que seguramente éste se había desprendido de ella. Cada vez que se oía la voz de Föener, en el panel de control parpadeaba la luz de un pequeño monitor rojo. Aquella luz avisaba de la recepción, advertía a su operador de que debía elevar el volumen.

—¿Hola? —volvió a decir la voz de Zek Föener—. ¡Hola! ¡Oh, responda, por favor! ¿Hay alguien aquí? He oído su voz pero… yo estaba durmiendo. ¡Me figuraba que estaba soñando! ¡Por favor, por favor… si hay alguien ahí afuera, diga por favor quién es! ¡Y dónde está! ¡Hola! ¡Hola!

—¡Zek Föener! —exclamó Vyotsky con un suspiro y relamiéndose los labios al tiempo que se la imaginaba.

¡Ah, pero qué mujer tan diferente era ésta de aquella puta de lengua viperina que había rechazado sus avances en Perchorsk! ¿Este mundo había hecho esto con ella? Sí, la había cambiado. Ahora se moría de ganas de tener compañía. ¡La que fuese!

Vyotsky sacó su propia radio, la conmutó y tiró de la antena. Sólo había dos canales. Transmitía sistemáticamente a través de los dos, y este fue su mensaje:

—Zek Föener, aquí Karl Vyotsky. Estoy seguro de que te acuerdas de mí. Hemos descubierto un procedimiento para neutralizar el efecto de arrastre en un sentido que tiene la Puerta. Me han enviado para localizar a los supervivientes de los experimentos realizados con la Puerta y para devolverlos al otro lado. Ven aquí, Zek, yo te sacaré. ¿Me oyes?

Así que terminó de hablar, la luz roja de su aparato comenzó a parpadear. Estaba contestando, pero él no podía oírla. Subió el volumen y comenzó a oír interferencias y todo tipo de ruidos. Agitó el aparato y lo miró con rabia. Tenía rota la envoltura de plástico y el panel de control miniatura situado en la parte de arriba estaba mellado. Debía de haberse roto al ser arrojado de la moto. Aparte de esto, su proximidad a la radio desechada de Simmons también interfería la recepción en el aparato.

—¡Mierda! —soltó, apretando los dientes.

Dejó a un lado el aparato roto y bajó la cabeza, un brazo y el hombro, que introdujo en la galería. Se agarró al borde con la mano que le quedaba libre y se colgó con un pie de una protuberancia de la roca. Estiró el cuerpo todo lo que pudo hacia abajo y a su alrededor, extendiendo los dedos hacia la radio de Simmons. Tenía la antena totalmente sacada y formaba una especie de medio aro fino y flexible de secciones metálicas telescópicas en las que había algo colocado a los lados del palo que impedía que la radio cayese hacia abajo. Los dedos inquietos de Vyotsky tocaron la antena… y la movieron.

—¡Mierda!

El aparato desapareció de su vista y cayó dando bandazos hasta ignotas profundidades.

Vyotsky salió con furia del agujero y se puso en pie de un salto. ¡Maldita suerte la suya! Volvió a coger su aparato y dijo:

—Zek, no te oigo. Sé que estás ahí y que probablemente me estás oyendo, pero yo no puedo oírte a ti. Si has oído mis palabras, probablemente querrás ponerte en contacto conmigo. En este momento estoy en la esfera, pero no me quedaré mucho rato. De todos modos, estaré ojo avizor, Zek. Me parece que soy la única esperanza que te queda. ¿Quieres cambiar o no de situación?

La luz roja de su aparato comenzó a parpadear de nuevo, igual que un telégrafo ininteligible que no pretendiera ser entendido. Vyotsky no sabía si le estaba rogando algo o si le lanzaba un desafío. De todos modos, tarde o temprano, ella tendría que salir a buscarlo. Aunque Vyotsky había mentido al decirle que él era su única oportunidad, ella no podía saber que no era verdad. Y si lo sospechaba, no podía permitirse el lujo de ignorar su presencia.

Vyotsky soltó una risita nerviosa. Por lo menos había una cosa en este condenado mundo que podía suponerle una satisfacción. Y que seguramente lo sería. Todavía con aquella risita en los labios, desconectó la radio…

Capítulo 10

Zek

Dos horas después de haber salido de la esfera —dos horas sombrías en solitario, acompañado únicamente de sus propios gruñidos y exclamaciones—, Jazz Simmons hizo un pausa para concederse su primer descanso y encontrar asiento en una piedra, situada a cierta altura, que le ofrecía una excelente vista de todo el terreno circundante. Cogió unas cuantas galletas de su macuto y dos pastillas de chocolate negro que debía chupar, no morder. Tomó un sorbo de agua y pensó que no tardaría en volver a ponerse en camino. De momento, allí sentado, mientras alimentaba su cuerpo larguirucho pero fuerte y recuperaba un poco de fuerzas, consideró que era el momento de inspeccionar a su alrededor y de considerar la situación en que se encontraba.

Era una situación verdaderamente de risa. No se trataba, ciertamente, de una situación envidiable: solo y en tierra extraña, con alimentos concentrados suficientes para sobrevivir una semana, armamento bastante para iniciar la tercera guerra mundial y hasta ahora sin nada a la vista que mereciera un disparo, una explosión o un incendio… Pero no se lamentaba por esto. Volvió a ocurrírsele el mismo pensamiento de pocos momentos antes: ¿dónde estaban?, ¿dónde diablos estaban los habitantes de ese mundo? Y cuando por fin los encontrase —o ellos lo encontraran a él—, ¿cómo serían? El hacerse esta consideración ya quería decir que pensaba que aquí habría seres diferentes de los que ya conocía, lo cual ya era suponer.

Fue como si estas consideraciones particulares actuaran como una invocación porque ocurrieron dos cosas simultáneamente: en primer lugar, el brillo de media luna que iba elevándose por la parte de poniente que teñía el cielo de un color azul intenso con reflejos dorados y se mostraba sobre los picos del lado opuesto de la garganta; y en segundo lugar…, en segundo lugar un lejano y angustiado lamento, una nota sostenida que reverberaba y parecía arrancar ecos a la luna para volver a bajar después, recogida por toda una serie de gargantas afines y que cruzaba tristemente el desfiladero y se perdía en la distancia.

Los aullidos eran inequívocos: se trataba de lobos. Jazz recordó lo que le habían contado acerca del Encuentro Dos. Sin embargo aquel lobo estaba ciego, tullido, era inofensivo. Estos, no. Era imposible que un ser capaz de proferir un grito de esta naturaleza no tuviera una excelente salud…, lo cual no presagiaba nada bueno para la suya propia.

Jazz terminó de comer, se despejó el gaznate del chocolate grumoso que acababa de comer, se ajustó el macuto y se bajó de la roca. Volvía a ponerse en camino. Pero… tuvo que hacer una pausa, se quedó paralizado un momento en el sitio donde se encontraba, fijó la mirada al frente y comenzó a subir, a subir sin parar.

Anteriormente, la luz que procedía de aquel sol-burbuja, aunque débil, había servido para delimitar la silueta de las paredes del cañón. Ante los ojos de Jazz se presentaban como una masa negra, lateral, mientras que la escena principal se situaba directamente enfrente. Aquel cuadro era el falso horizonte que había visto en lontananza, el camino sembrado de piedrecillas que conducía a él y el fino arco de resplandeciente luz amarilla situado más allá y que, como Jazz pudo observar, había ido trasladándose gradualmente de oeste a este y que ahora se encontraba en la misma esquina de la escena.

Durante los cuatro o cinco kilómetros últimos, cuando apartó un momento los ojos del sol, volvió la cara a un lado y miró hacia arriba, al irse acostumbrando gradualmente sus ojos pudo divisar las alturas oscuras cubiertas de bosque y, por encima de ellas, el hiriente fulgor plateado de la nieve. Pero, de hecho, tenía poco tiempo para admirar el paisaje. Su atención se centraba más bien en el camino inexistente que recorría y que iba encontrando a través de rocas desprendidas y de piedras, escogiendo siempre el lugar más fácil para transitar por él. Mientras avanzaba no se le ocurrió pensar en ello, pero de hecho allí había un camino. En su propio mundo lo habría habido, pero en este no parecía haberlos. Esta vez, sin embargo, le parecía que allí lo había.

La garganta era aquí mucho más estrecha. En la boca de la garganta, donde estaba dos horas antes, la distancia entre las paredes era de algo más de un kilómetro, quizás incluso de dos kilómetros, pero aquí se había estrechado hasta llegar a menos de doscientos metros, convirtiéndose en una especie de cuello de botella al pie de las escarpadas paredes del cañón. Tenía la impresión de que la cresta del cerro estaba ahora solamente a unos cuatrocientos metros de distancia, cuando por fin miró hacia abajo y contempló algo de aquel mundo en la parte de la cordillera que estaba iluminada por el sol.

La causa de la impresión había sido que la luna, elevándose rápidamente por la parte occidental de la garganta, brillaba ahora con luz plateada y amarillenta en la pared este. Jazz estaba cerca de aquel lado de la garganta, por lo que la cara que veía antes como una silueta ahora parecía descollar directamente sobre su cabeza. Sin embargo, ya no era una silueta, ya no era un saliente de roca negra que se proyectaba verticalmente, sino que el poderoso acantilado del cañón había adoptado un aspecto completamente diferente.

Recortado ahora por la luna con todo detalle, Jazz vio un castillo construido a una impresionante altura. Sí, un castillo de verdad y esta vez no había posibilidad de equivocarse. Allí donde anteriormente un amplio saliente había mutilado la ladera del acantilado, ahora se levantaban a fantásticas alturas las paredes de una fortaleza hasta encontrar el imponente saledizo de piedra natural que se cernía sobre ella. Un castillo, un puesto avanzado, un siniestro alcázar cargado de malos augurios, levantado allí para guardar el paso.

Estirando el cuello todo lo que le fue posible, pudo captar en toda su terrible desolación, iluminada por la luz de la luna, la sombría soledad de sus formas que recordaban batallas y asedios: los muros de la fortaleza coronados de almenas, con macizos merlones y amplias troneras; y allí donde las torres y torreones estaban sostenidos por contrafuertes y arbotantes, se abrían las bocas de monstruosas gárgolas. Arcos de piedra escalonados unían las partes arquitectónicas que de otro modo habrían resultado inaccesibles, allí donde la roca natural del acantilado sobresalía o se proyectaba hacia afuera y en general resultaba obstruida; tramos de escaleras de piedra ascendían, empinadas, entre los varios niveles, excavadas profundamente en la aspereza de la roca; los agujeros de las ventanas destacaban tenebrosos como ojos oscuros en la piedra color de luna y miraban como enfurruñados a Jazz, agachado en las sombras, contemplando maravillado todo lo que veía.

La estructura se erguía tal vez a quince metros de altura de la cara del acantilado y se elevaba hasta la parte superior de un saliente solitario, proyectado hacia afuera. En la chimenea situada entre el acantilado y el pilar se veían unas escaleras de piedra que iban zigzagueando hacia arriba hasta llegar a la boca de una cueva provista de bóveda. Era de presumir que la cueva fuera extensa y que tuviera pasadizos que conducían al castillo propiamente dicho. Más arriba aún, las fortificaciones se extendían hacia afuera por la ladera del acantilado, igual que extraños hongos de piedra, cubriendo los bastiones de la naturaleza con obras menores pero más útiles, construidas… ¿por hombres? A Jazz no le quedaba otra alternativa que imaginar que era así.

Sin embargo, los que habían construido aquel nido de águilas, era evidente que ahora no estaban en él. No se veía figura ninguna en las almenas ni en las escaleras, no brillaban luces en las ventanas, en los miradores ni en los torreones, y de las altas chimeneas no se veían espirales de humo subiendo hacia la ladera del acantilado. El lugar estaba desierto… probablemente. Y si pensaba en aquella palabra, era porque Jazz estaba seguro, como lo había estado en todo momento, de que había ojos ocultos que lo observaban y espiaban mientras él, a su vez, casi sin aliento, se dedicaba a estudiar el castillo construido en la roca.

La parte inferior del saliente donde se encontraba, libre en gran parte de la pared del cañón, estaba todavía en sombras que iban retirándose gradualmente a medida que la luna subía a mayor altura. Jazz estaba contento con la luna, pues el sol ahora estaba declinando. Cuando cruzara la cresta de la garganta, tal vez alcanzaría un poco de sol y podría beneficiarse durante una hora o más de su luz mortecina, pero aquí, al socaire de aquel tenebroso castillo, la luna era el único astro. Avanzó rápidamente, yendo casi corriendo a causa de los ojos que imaginaba, amparándose siempre que podía en las sombras de las rocas y cruzando a gran velocidad los espacios iluminados por la luna. Había llegado a la base del saliente de roca inclinada desde la que se proyectaba hacia afuera sobresaliendo del acantilado. O por lo menos había llegado a la gran pared que rodeaba la base.

Era un muro hecho de bloques macizos, tenía unos cuatro metros de altura y estaba coronado de merlones y troneras; bocas de dragones formaban caños para los canalones de las ménsulas. Sin embargo, aquellos dragones tallados no eran dragones de la Tierra. Jazz, rápidamente y en silencio, fue bordeando el muro hasta llegar a una puerta construida con enormes tablones claveteados de hierro en los que vio pintada una temible cimera: nuevamente el dragón, con la cara y las alas de murciélago y el cuerpo de lobo. Le recordó enormemente aquella cosa del magma que había visto metida en un recipiente en Perchorsk. Pero este dragón estaba dividido por la mitad, a través de la cual se veía la amenazadora oscuridad de un patio, ya que las grandes puertas estaban un poco abiertas hacia adentro. Era como una invitación. Si lo era realmente, Jazz quiso ignorarlo y, en cambio, se apresuró a encaminarse hacia el sol, que iba debilitándose por momentos, deseando únicamente poner la máxima distancia posible entre él y aquel lugar mientras hubiera luz suficiente para poder hacerlo.

BOOK: El origen del mal
9.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Turtle Terror by Ali Sparkes
Disney at Dawn by Ridley Pearson
How to Tame Your Duke by Juliana Gray
The Overhaul by Kathleen Jamie
The Heaven Makers by Frank Herbert
The Harder They Fall by Jill Shalvis


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024