Authors: Brian Lumley
Jazz miró fríamente a Khuv y dijo:
—Pero ustedes no podían traerla aquí. ¡No sabían!
Khuv volvió a encogerse de hombros.
—No, pero eso ella no lo sabía.
—O sea que, en cualquier caso, estamos hablando de asesinato —dijo Jazz asintiendo nuevamente con la cabeza—. Si son capaces de hacer una cosa así con uno de los suyos, ¿cómo puedo esperar que me dispensen mejor trato? Ustedes son… ¡al diablo!… ¡son una mierda!
Vyotsky gruñó una advertencia… o quizás era un desafío. Lo cierto es que se adelantó hacia él con sus manazas levantadas. Khuv lo detuvo cogiéndolo por el brazo.
—También a mí se me ha acabado la paciencia, Karl. Pero ¿qué importa? Mejor que ahorres tus energías. De todos modos, este asunto ya está tocando a su final. Créeme si te digo que estoy tan harto como tú de mister Simmons, pero que sigo queriendo que pase entero por la Puerta.
Se dispusieron a salir de la celda y para ello Khuv llamó con los nudillos a la puerta, que les fue abierta desde fuera. Cuando ya estaba a punto de salir, el comandante de la KGB dijo de pronto:
—¡Ay, por poco se me olvida! Enséñale a Michael tus asquerosas fotos. Si somos mierda, comportémonos como mierda.
Khuv atravesó la puerta y desapareció sin darse la vuelta. Vyotsky, en cambio, se volvió y, mirando a Jazz, le dirigió una sonrisa sardónica y se sacó del bolsillo un pequeño sobre de papel manila:
—¿Te acuerdas de tus amigos del campamento de madereros? Sí, me refiero a los Kirescu. Tan pronto como te cogimos, tus amigos de Occidente nos previnieron sobre ellos. Nosotros ya hacía tiempo que teníamos sospechas y nos pusimos a vigilarlos hasta que descubrimos que intentaban escapar. ¡No sé dónde se figuraban que podían ir! Anna Kirescu irá a un campo de trabajos forzados y su hijo Kaspar a un orfanato. En cuanto a Yuri, trató de resistirse y tuvimos que matarlo de un tiro… ¡qué lástima! Así es que sólo quedaron dos.
—Kazimir y su hija, Tassi. ¿Qué ha sido de ellos? —dijo Jazz poniéndose de pie.
Sentía un impulso irresistible de abalanzarse sobre Vyotsky. ¡Cómo deseaba cargarse a aquel bestia!
—Los tenemos con nosotros, naturalmente. Pueden decirnos muchas cosas. Hablarnos de sus contactos aquí en Rusia y en su antigua patria. Pero como son gente muy ruda, los métodos que empleamos para sacarles información tienen que ser muy directos. Nosotros sabemos ir al grano cuando nos conviene. ¿Me sigues?
Jazz dio un paso adelante. Tanto sus emociones como sus sentimientos estaban a flor de piel y sabía que, si daba un paso más, tendría que llegar hasta el final y arrojarse sobre Vyotsky. Lo más probable es que aquel matón de la KGB no esperase otra cosa.
—¿Un viejo y una muchacha? —dijo articulando las palabras entre dientes—. ¿Quieres decir que los han torturado?
Vyotsky se pasó la lengua por los labios ásperos y carnosos y, lanzando el sobre desde el otro extremo de la celda, lo situó sobre la cama de Jazz.
—Hay torturas y torturas —dijo con voz ronca y extrañamente lasciva—. Por ejemplo, estas fotografías serán una tortura para ti. Me refiero a que tú y la pequeña Tassi tengo entendido que simpatizabais bastante, ¿no es verdad?
Jazz sintió como si toda su cara rezumase sangre, miró el sobre y a continuación volvió a mirar a Vyotsky. Se sentía desgarrado.
—Pero ¿qué diablos…? —exclamó.
—Ve las fotografías —dijo Vyotsky arrastrando las palabras—, el comandante sabe lo mucho que disfruto provocándote, por lo que me dijo que veía muy bien que yo y la chica realizásemos una pequeña sesión fotográfica. Espero que las fotos te gusten, porque son muy artísticas.
Jazz avanzó hacia él dispuesto a agredirlo, pero Vyotsky le dio con la puerta en las narices.
Jazz, dentro de la celda, se concedió un momento de respiro, mientras clavaba los ojos en la puerta y sentía su respiración jadeante cómo resonaba en su pecho y en su garganta. En aquel momento habría cogido con gusto un cuchillo oxidado, habría abierto la barriga a Vyotsky y le habría sacado los intestinos. Habría sido una operación sin anestesia. Aquellas fotografías…
Jazz se acercó a la cama y cogió cinco fotos del sobre. La primera estaba un poco arrugada. Jazz ya la había visto antes: Tassi sentada en un campo de margaritas. La muchacha le había dado aquella fotografía. La fotografía siguiente la mostraba… desnuda, sujetada con argollas a una pared de acero. Tenía las manos afianzadas con cadenas sobre la cabeza y las piernas abiertas. La muchacha tenía los ojos cerrados, los párpados apretados debido a la fuerza que hacía para mantenerlos cerrados. Vyotsky, a su lado, con malévola sonrisa en los labios, parecía sopesarle el pecho izquierdo con la palma de la mano.
La tercera foto era peor. Jazz ni siquiera se dignó mirar las restantes. Las estrujó con la mano y arrojó la bola lejos de sí. Después se acurrucó en la cama y, hecho un ovillo, se concentró en otras imágenes. Volvían a centrarse en los intestinos de Vyotsky, aunque esta vez se los extraía con una navaja, sino que se los arrancaba con las uñas.
Vyotsky se quedó unos momentos con la oreja pegada al frío acero de la puerta de la celda. Nada. Silencio absoluto. Vyotsky pensó que Jazz no debía de tener sangre en las venas, sino agua. Después de dar Unos fuertes golpes en la puerta gritó:
—Michael, Khuv me ha dicho que esta noche, cuando nos hayamos librado de ti, puedo divertirme con ella una o dos horas. La vida también tiene sus momentos buenos, ¿no crees? A lo mejor podrías indicarme qué cosas le gustan más, ¿quieres?
Pero la sonrisa desapareció del rostro de Vyotsky que, frunciendo el entrecejo, dio unos pasos atrás.
Jazz Simmons, que seguía acurrucado en la cama, dejó escapar un gemido. Se había mordido el labio y por la herida no salía sangre sino fuego líquido…
Durante las cinco o seis horas siguientes Jazz tuvo un gran número de visitantes. Se presentaron en su celda con varios artilugios cuyo funcionamiento le explicaron y demostraron con todo detalle. Incluso lo autorizaron a manipularlos, desmontarlos y volverlos a montar. Jazz puso mucha atención en todas estas operaciones, puesto que significaban para él la supervivencia. El minúsculo lanzallamas que le suministraron venía desprovisto de su lata de combustible y, en lugar de la metralleta de pequeño calibre, le dieron un manual con su descripción.
El soldado que a última hora de la tarde apareció con el manual le entregó también una caja de municiones medio vacía con balas inutilizadas y cargadores oxidados. Era para que Jazz pudiera practicar la manera de cargar los cartuchos. En combate, la rapidez en cargar el arma supone a veces salvar la vida. Jazz había manoseado torpemente la primera carga, pero después, tras concentrarse en el trabajo, había conseguido colocar el segundo cargador en muy poco tiempo. El soldado se había quedado impresionado, pero al rato comenzó a bostezar y se desinteresó del asunto. Jazz continuó cargando y descargando cartuchos durante media hora más.
—¿Por qué estás ahí? —acabó preguntándole el soldado.
—¿Quieres decir que por qué estoy prisionero? Pues por espionaje —dijo Jazz.
No veía razón para disimular ni para ocultar la verdad.
—Pues yo, como no me dejen dormir pronto, es que me amotino —dijo el muchacho señalándose el pecho con el dedo pulgar—. Anoche en el cuartel hubo prácticas de alarma y desde entonces estoy de servicio. ¡Estoy que no me tengo de pie!
Frunciendo el entrecejo, añadió:
—¿Has dicho espionaje?
—Sí, soy espía —dijo Jazz asintiendo con la cabeza.
Metió los viejos cartuchos y un puñado de balas descoloridas en la caja de municiones, colocó la tapadera con un golpe y afirmó los cierres. Después se restregó las manos en los pantalones y se puso de pie.
—Ya está, me parece que ya lo domino.
—De todos modos, no sirve de mucho saber cargar el cartucho si no dispones de una arma —dijo el soldado riendo por lo bajo.
Jazz le devolvió la sonrisa.
—Tienes razón —le dijo—. ¿Me dejas una?
—¡Sí, hombre! —exclamó el chico echándose a reír—, una cosa es amotinarse y otra muy distinta estar chalado. ¿Que te deje un arma? No voy a ser yo quien te la deje. Ya te la darán después…
Ahora era ese «después» del que había hablado el soldado: las dos de la madrugada en el mundo exterior, aunque dentro del subterráneo del complejo de Perchorsk la hora tenía muy poca importancia. Allí las cosas variaban muy poco, ya fuera de día o de noche. Eso por lo menos era lo que ocurría en las noches normales. Esta noche, sin embargo, no era una noche normal.
En aquellos niveles de pesadilla situados en el interior del magma, en el mismo núcleo de aquel complejo, Michael «Jazz» Simmons esperaba de pie en la plataforma que formaba aquella especie de anillo de Saturno, pertrechándose con el equipo que le habían preparado. En cualquier caso, no tenía más remedio que hacer lo que le mandaban. Todavía no le habían dado la lata de combustible de su lanzallamas miniatura y aún estaba sin su metralleta. Ésta se encontraba en las manos muy capaces de Karl Vyotsky, que sostenían aquella arma ligera en sus brazos enormes como si se tratara de un niño. Vyotsky tenía que escoltar a Jazz a lo largo de la pasarela.
El agente iba cargado con todo lo que podía sostener, pese a lo cual seguía moviéndose con cierta desenvoltura. Había rechazado una
parka
y un enorme cuchillo de monte, que en conjunto habrían supuesto otros siete kilos de peso. Había aceptado, sin embargo, una pequeña hacha con una hoja afilada como una navaja barbera que podía servirle como arma o como utilísima herramienta.
Khuv, avanzando entre el círculo de personas que observaban a Jazz, dijo:
—Bien, Michael, así es como están las cosas. Ahora no me queda más que decirle que, si creyera que ha de aceptarlos, ahora sería el momento de ofrecerle mis mejores deseos.
—¿Ah, sí? —dijo mirándolo de arriba abajo—. ¡Yo nunca le ofrecería a usted mierda, camarada!
Khuv apretó las comisuras de los labios.
—Perfectamente —dijo—, tiene que ser fuerte y mantenerse fuerte, Michael. ¡Quién sabe, a lo mejor incluso logra sobrevivir! En cualquier caso, si encuentra forma de volver, nosotros le estaremos esperando. Y me encantará volver a tener noticias suyas. Como usted sabe, nos gustaría que por aquí pudiera pasar todo un ejército, por lo que todos los informes que podamos conseguir han de servirnos de gran ayuda.
Hizo una seña con la cabeza a Vyotsky.
—¡Adelante, británico! —dijo el enorme ruso, pinchándolo con la punta de la metralleta.
Jazz avanzó hacia el interior por el entarimado, se volvió para echar una última ojeada, se encogió de hombros y se encaró con la esfera. Unas gafas oscuras le protegían los ojos contra el deslumbramiento, pero hasta la misma uniformidad de la superficie de la esfera le resultaba molesta, como si estuviera contemplando un canal que no funcionase en la pantalla de un televisor. La plataforma del anillo de Saturno ya se había quedado atrás y Jazz avanzaba por el istmo de la pasarela. Las maderas carbonizadas que tenía bajo los pies le revelaban que aquél era el lugar donde había muerto el guerrero y le parecía estar oyendo el grito de aquel ser extraño: «¡Wamphyri!». Después…
… después llegaron a la esfera. Jazz se paró y avanzó una mano. Los dedos pasaron fácilmente a través de aquella luz blanca y no sintió la resistencia hasta que volvió a retirar la mano. Entonces notó una extraña viscosidad, como si la esfera estuviese tirando de él. Parecía que no quería soltarlo, aun así era el primer momento de penetración. Con bastantes esfuerzos consiguió liberar la mano.
—¡Aguanta, británico! —le dijo Vyotsky, detrás de él—. Y procura no ponerte nervioso. ¡Toma, lo vas a necesitar!
Y colgó del macuto que llevaba a la espalda una botella cilindrica de aluminio que contenía el combustible para el lanzallamas, después de lo cual le ordenó:
—¡Ahora date la vuelta!
Jazz le obedeció. Vyotsky, con una sonrisa sardónica, le dijo:
—¡Estás muy pálido, británico! Es una sensación extraña, ¿verdad?
—Sí, un poco —dijo Jazz francamente.
Ahora que veía el hecho como inevitable, sentía una extraña sensación. Pero aún habría sido mucho peor si se hubiera concentrado en sus sentimientos, ya que en realidad estaba concentrado en algo totalmente diferente.
Vyotsky escrutó su rostro un momento y dijo:
—¡Bah! No sé si eres un héroe o simplemente un estúpido. Dime, ¿qué eres? —Sacó el cargador de la metralleta y pasó el arma a Jazz. Después, riendo por lo bajo, añadió—: ¿Quieres también esto, británico? Mucho más a mano que los que llevas en el macuto, ¿verdad?
Y agitó el cargador en la mano, que sonó de manera especial.
El rostro tenso de Jazz reflejaba una profunda concentración, pero no denotaba ninguna emoción. De pronto Vyotsky pensó: «aquí está ocurriendo algo» y, dejando de reír bruscamente, dio un paso atrás.
La mano derecha de Jazz se metió en el bolsillo del mono de combate que llevaba y sacó de él un cargador oxidado, pero pese a ello utilizable. De un gesto rápido introdujo el cartucho en el arma y apuntó al ruso con ella.
—¡Quieto! —dijo encañonándolo.
Vyotsky se quedó helado, mientras Jazz acortaba la distancia entre los dos y colocaba la boca del cañón debajo mismo de la barbilla del ruso. Entonces, hablando entre dientes, le espetó:
—¡Es curioso, pero encuentro que estás un poco pálido, Iván! ¿Hay alguna cosa que te preocupa?
Khuv acudió corriendo desde la plataforma del anillo de Saturno.
—¡Alto el fuego! —vociferó, no dirigiéndose a Jazz, sino a los soldados apostados en el perímetro con las armas apuntadas hacia el agente británico.
Khuv se detuvo a unos tres metros de distancia de los dos hombres.
—Michael —dijo jadeando—. ¿Qué mosca te ha picado?
—Me parece que está bastante claro —dijo Jazz, que ahora parecía estar divirtiéndose de lo lindo—. El Iván el Terrible este que tengo a mi lado va a acompañarme en la excursión.
Y agarrando con fuerza a Vyotsky por la barba, le presionó el cañón del arma debajo de la barbilla y tiró de él hacia la esfera.
Vyotsky estaba pálido como un muerto.
—¡No! —tartamudeó, aunque sin atreverse a negarse, porque temía que el inglés presionara el gatillo.
—¡Naturalmente que sí, Iván, si no quieres que te liquide aquí mismo! —le dijo Jazz—. Lo que es yo, no tengo nada que perder.