Authors: Brian Lumley
Todo era igual, se girara hacia donde se girase: una blancura inmensa que se extendía en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. Un suelo blanco, un cielo blanco, sin que apareciera ninguna distinción en parte alguna, sin ningún horizonte ni cosa alguna diferente, aparte de su propia persona. Él y la fuerza de la gravedad. Gracias a Dios que existía la gravedad, que sin aquella sensación de tener algo sólido debajo… habría tardado muy poco en volverse loco.
Por lo menos la fuerza de la gravedad le permitía saber dónde estaba arriba y dónde estaba abajo.
Se volvió y miró por encima del hombro. ¿De veras que había venido de esa dirección? ¿O quizá de esa otra? Habría sido difícil asegurarlo. ¿Cómo podía saber que iba en la dirección adecuada? ¿Y qué diablos podía querer decir en aquel sitio dejado de la mano de Dios ir en la dirección adecuada?
Sin embargo, cuando trató de volver a ponerse en camino, encontró una resistencia, una pared de espuma invisible que lo empujaba hacia atrás con una fuerza igual a la que él desplegaba contra ella. Ir hacia la derecha no era tan difícil, pese a que también costaba; hacia la izquierda ocurría lo mismo. Sólo se podía ir en una dirección, lo que significaba que aquélla era la adecuada. Por esto no lo había notado anteriormente, porque había escogido automáticamente el camino que ofrecía menor resistencia o se había sentido guiado hacia él.
Después se habían renovado los esfuerzos y los sudores hasta que llegó el momento de echar otro trago de la botella. Mientras miraba hacia adelante y tragaba agua de la botella para refrescarse el gaznate, Jazz se dio cuenta de que las cosas ya no eran de un color blanco inmaculado. Comprobarlo fue para él un susto y poco le faltó para atragantarse. ¿Qué diablos era todo aquello? ¿Eran montañas lo que divisaba a distancia? ¿Siluetas de peñascos? ¿Un cielo azul intenso…, estrellas? Era como mirar a través de una cueva marina, como si contemplara la escena desde el interior de un túnel una mañana de niebla. O como si estuviera observando un dibujo al aguafuerte en un trozo de seda blanca. ¡Pero qué lejos estaba!
Jazz se esforzó en mirar con mayor atención… pero al mismo tiempo sintió mayor recelo. La escena estaba acercándose y haciéndose más brillante a medida que las estrellas parpadeaban y eran sustituidas por débiles rayos de sol que parecían venir de las montañas situadas en la parte derecha de la escena. Y en ese momento fue cuando Jazz oyó el sonido.
Al principio lo asoció con la escena que estaba revelándose a su vista, pero después se dio cuenta de que venía de atrás. Y entonces reconoció de qué ruido se trataba: ¡era una moto! Se dio la vuelta y miró.
Karl Vyotsky iba montado en una moto con la correa de la metralleta colgada del hombro derecho y la metralleta debajo del brazo con el cañón apuntando hacia adelante. De momento todavía no podía ver la escena que Jazz acababa de descubrir, ya que lo único que podía ver era a Jazz. El hombretón ruso hizo rechinar los dientes y sus labios dibujaron una mueca de desprecio. Conducía la moto con la mano izquierda y las rodillas, mientras con la derecha sostenía la culata del arma. Deslizó el índice a lo largo del guardamonte y llevó la mano a la válvula de estrangulación del motor, al tiempo que la moto daba un salto adelante.
—¡Británico! —gruñó como si hablase consigo mismo—, tienes el tiempo contado. Da un besito a todo el mundo antes de desearles buenas noches.
Jazz se quedó estupefacto. ¡Una motocicleta! ¡Y él que había estado haciendo tantos esfuerzos para caminar! El problema consistía ahora en conseguir que aquella ventaja que Vyotsky tenía sobre él se transformara en desventaja. Pero mientras caminaba, Jazz tuvo tiempo de dedicar algunos de sus pensamientos al curioso aspecto de la Puerta. Le parecía que tenía la respuesta de aquella situación.
—Muy bien, Iván —murmuró para sí—, vamos a ver si eres tan listo como crees.
Vyotsky estaba cada vez más cerca y ahora comenzó a acelerar hasta que en el indicador apareció el número sesenta y sintió el latido de la moto debajo de él. Aunque el avance de la moto era suave y regular como la seda, sabía que no le iba a ser fácil hacer puntería con la metralleta. Sería, literalmente, dar en el blanco o fallar. Pero tenía a su favor el elemento de la sorpresa o, por lo menos, del susto. ¿Qué estaría pensando ahora el inglés, se preguntaba, al ver aquella poderosa máquina que se abalanzaba sobre él?
Jazz calculó que en aquel momento la moto estaba a poco menos de un kilómetro de distancia y que sólo le quedaban treinta segundos. Se arrodilló, se puso de lado, a fin de disminuir el blanco que ofrecía su silueta, y giró el arma en dirección a Vyotsky. No pensaba dispararle y lo único que quería era ponerlo un poco nervioso.
Cuando le quedaban unos cuatrocientos metros por recorrer, vio que el rostro de Vyotsky se había convertido en la máscara del odio, como preludio del ataque. Pero… súbitamente su presa se volvió más pequeña y estaba apoyada en una rodilla. Al mismo tiempo Vyotsky vio la escena que se había desarrollado al otro lado de la Puerta. Por un momento se quedó absorto en ella, pero en seguida volvió a concentrarse en lo que estaba haciendo: ¡quería abatir a aquel inglés hijo de puta y matarlo! Movió las rodillas, desplazó el peso del cuerpo, imprimió a la moto una especie de lento bamboleo… y al mismo tiempo comenzó a disparar tiros aislados en dirección a Jazz.
Quedaban unos ciento cincuenta metros y Jazz todavía se abstenía de disparar. Ni siquiera había sacado el seguro ni preparado el arma. Parecía evidente que aquel ruso loco quería abatirlo. Vyotsky confiaba en que Jazz se dejaría vencer por los nervios y trataría de echar a correr para apartarse de su camino. Pero Jazz tenía sus planes. Por fin sacó el seguro, preparó el arma, apuntó y… esperó. Porque, en caso de no estar equivocado, era inútil disparar.
Sólo cincuenta metros y Vyotsky seguía disparando con su arma automática: un río de plomo que zumbaba y hendía el aire alrededor de Jazz, demasiado cerca para su tranquilidad. Por fin, ya en el último momento, se echó a un lado. La moto de Vyotsky volcó y éste le imprimió un fuerte giro lateral. La moto quedó clavada en el suelo con las ruedas en el aire después de haber proyectado a su conductor fuera del sillín.
Moto y motorista iban dando volteretas en direcciones diferentes, mientras Jazz se encaminaba cautelosamente hacia ellos y hacia la escena que aparecía al otro lado de la Puerta. Como por milagro, Vyotsky dejó de patinar y de dar volteretas y se encontró prácticamente incólume. Aquí el «terreno» era evidentemente diferente. Tenía magulladuras por todo el cuerpo y se había desgarrado una manga del mono de combate pero, aparte de asomarle el codo por el desgarrón, todo parecía en orden. Se puso de pie con aire vacilante y con expresión de incredulidad contempló al inglés, situado quizás a unos quince pasos de distancia, que se dirigía a él.
—¡Hola, Iván! —le gritó Jazz—. Veo que has llegado por la vía directa.
Vyotsky cogió el arma, comprobó que no le había ocurrido nada y apuntó con ella al enemigo que se acercaba. ¿Por qué se sonreía de aquella manera aquel cabrón de mierda? ¿Por el accidente? ¿Lo encontraba divertido? No sabía qué le había pasado a la moto. Seguramente se le había reventado un neumático… pero a Simmons debía de habérsele reventado el cerebro, ni siquiera se defendía. Llevaba el arma en brazos como si acunara un niño y se acercaba a él como si no pasara nada en absoluto.
—¡Británico, eres hombre muerto! —dijo Vyotsky.
Apuntó deliberadamente a la parte baja del cuerpo, pensaba hacerle papilla los muslos, las ingles, el vientre… Y apretó el gatillo. El arma estaba puesta en el funcionamiento automático. Hizo tres disparos seguidos antes de que el dedo de Vyotsky saltara del gatillo, cosa que ocurrió cuando el arma le golpeó en el pecho y lo tumbó para atrás dejándolo espatarrado en el suelo. Vyotsky tuvo la sensación de que le había hundido el pecho, de que le había roto las costillas. Posiblemente se había roto una o dos.
Tumbado en tierra, rodeándose el pecho con los brazos, rechinando los dientes y soltando una serie de ayes de dolor, seguía con la vista clavada en Jazz. A distancia y entre los dos había tres balas perfectamente visibles en el suelo. La metralleta las había disparado, pero lo único que había hecho era expulsarlas a través el cañón. El resultado había sido tres poderosas coces en rápida sucesión que ni siquiera el corpachón del enorme ruso había sido totalmente capaz de amortiguar.
Vyotsky hizo un esfuerzo para alcanzar la metralleta humeante, pero ésta se encontraba cerca de donde estaba Jazz, es decir, en dirección indebida. Por mucho que se esforzase, sus intentos eran inútiles.
La metralleta estaba a menos de medio metro de distancia de sus dedos, verdaderamente a muy poca distancia, pero igual podría haber sido un kilómetro o no haber estado en ninguna parte. También la moto estaba en dirección opuesta.
Jazz se dirigió a la moto, la levantó, se colocó la rueda delantera entre las piernas y enderezó el manillar volviéndolo a colocar en posición correcta, ya que había quedado torcido con el golpe. No hizo ningún caso de los lamentos de Vyotsky, sino que se limitó a empujar la moto y a recoger del suelo la metralleta del ruso. Por fin habló:
—A lo que parece, el sonido y la luz son las dos únicas cosas que circulan aquí en ambas direcciones —dijo—. Podemos oír lo que decimos y podemos vernos mutuamente y, aunque tú estás más adelante que yo, al otro extremo de la Puerta, tus palabras me llegan perfectamente bien. Como me llega igualmente tu imagen, ya que puedo verte. Sin embargo, mientras estemos en esta misma posición, de ti a mí no puede llegar nada sólido. De haber estado en posición inversa, seguro que ahora estaría muerto. Pero no ha sido éste el caso. Así es que no hay manera de que puedas hacerme ningún daño, Iván, ni con balas, ni con palos, ni con piedras. ¡Nada! Esas tres balas —dijo apartando de un puntapié los tres proyectiles disparados— no han hecho otra cosa que descargar el arma contra ti. Si no te hubiera dominado el odio, lo habrías descubierto tú mismo.
Después de escuchar estas palabras, Vyotsky frunció el entrecejo y asintió con la cabeza y, abrazándose todavía el pecho con las manos, se sentó.
—Pues entonces acaba de una vez —dijo—. ¿A qué esperas?
Jazz lo miró fijamente e hizo una mueca.
—¿Serás imbécil? ¿No se te ha ocurrido pensar que a lo mejor somos los únicos seres humanos que estamos en este lado de la Tierra? ¿Tú y yo? No es que me encanten los hombres, pero no me veo matando a la mitad de la población humana sólo para darme ese gustazo. La última vez que ocurrió fue cuando Caín mató a Abel.
A Vyotsky le costaba muchísimo seguir la lógica de Jazz. Ni siquiera estaba seguro de que el razonamiento fuese lógico.
—Pero ¿qué estás diciendo?
—Pues que, yendo en contra de mis propias convicciones, te concedo la vida —le dijo Jazz—. Date cuenta de que no soy un loco asesino como tú. Ayer, en mi celda, de haberte tenido en esta misma situación, las cosas seguramente habrían sido muy diferentes. Y también habría sido culpa tuya, porque tú me provocaste. Pero ahora, ni loco te mataría.
Vyotsky trató de soltar una risita burlona, pero sólo le salió una mueca.
—¡Cobarde de mierda, hijo de…!
Se puso en pie de golpe.
Jazz apuntó hacia abajo su metralleta y disparó una sola bala entre los pies de Vyotsky, que rebotó en el suelo.
—Los palos y las piedras no pueden herir mis huesos —recordó—, pero las palabras pueden hacer mucho daño a los tuyos.
Se montó en la moto y con un golpe dado con el pie, la puso en marcha.
—¿Vas a dejarme aquí sin el arma? —dijo Vyotsky, alarmado de pronto—. ¡Pues es lo mismo que si me mataras!
—Encontrarás el arma esperándote cuando cruces la Puerta —le dijo Jazz—. Pero acuérdate de esto: como vuelva a encontrarte en mi camino, la historia va a tener un final muy diferente. No sé si ese mundo que tenemos delante es muy grande, pero me parece que basta para los dos. Tú lo has decidido así, por lo tanto, no tengo nada más que decirte. Espero no volver a verte.
Puso la moto en marcha y pasó por delante de Vyotsky, cambió la marcha y cogió un poco de velocidad. Después se volvió y miró un momento hacia atrás. El ruso lo miró mientras desaparecía. Habría sido difícil decir qué reflejaba la expresión de su rostro. Jazz suspiró, cambió las marchas sucesivamente y se dirigió a la escena iluminada por el sol que se revelaba ante sus ojos. Pero algo en el fondo de sus pensamientos lo avisaba de que acababa de cometer una grave equivocación…
Otra equivocación era ésta: ¡no reconocer dónde terminaba la Puerta y dónde empezaba el extraño mundo que se extendía más allá!
Jazz hacía tres o cuatro minutos que conducía a una velocidad regular de treinta o cuarenta kilómetros por hora cuando, sin previo aviso, rompió la piel exterior de la esfera, que por este lado también era una esfera, como pudo comprobar al saltar al espacio. El problema era que por ese lado de la esfera parecía colocada en la garganta de lo que parecía un cráter y el borde de dicho cráter era un metro más alto que el terreno circundante.
Cayó la moto y Jazz con ella, consiguiendo liberarse de un puntapié de aquella máquina cuyas ruedas seguían girando, al tiempo que los dos chocaban estrepitosamente con la dura tierra y las esquirlas desprendidas de las rocas. Jazz se quedó en el suelo hecho un ovillo esperando que sus sentidos se recuperasen del golpe. Después se sentó y miró a su alrededor… y entonces se enteró de la suerte que había tenido.
La deslumbrante esfera blanca tenía quizás unos nueve metros de diámetro, y alrededor de su perímetro, penetrando la tierra y el cráter, unas paredes con un radio de unos veinte metros y con las galerías del magma abiertas por doquier. Jazz había aterrizado entre dos de esos agujeros y sabía muy bien que sólo la buena suerte había impedido que cayera de cabeza por la boca de uno de ellos. Sus paredes eran finas como el cristal y casi perpendiculares, mientras que su profundidad tan sólo se podía conjeturar. Una vez dentro, le habría costado Dios y ayuda volver a salir.
Jazz contempló la esfera, pero tuvo que apartar en seguida los ojos de ella para evitar que lo cegara. Era una gigantesca pelota de golf, totalmente luminosa, colocada sobre mortero húmedo y puesta a secar. Eso era lo que parecía.
—Pero ¿quién diablos la habrá puesto aquí? —dijo Jazz para sus adentros—. ¿Y por qué no gritó «¡ojo!»?