Authors: Brian Lumley
Se puso de pie y quiso comprobar qué se había hecho, pero lo único que descubrió fueron chichones y magulladuras. Después (y pese a que se sentía casi obligado a permanecer inmóvil y con la boca abierta ante aquel extraño mundo en el que había penetrado) se dirigió a la moto para ver qué daños había sufrido. La horquilla había quedado totalmente torcida; la rueda, inmóvil y aprisionada. De haber tenido una llave inglesa y haber podido sacar la rueda, tal vez sirviéndose de la fuerza bruta hubiera podido enderezar la horquilla, pero… no disponía de llave inglesa.
¿Disponía de alguna herramienta?
Soltó las lengüetas que sujetaban el sillín y tiró de él para atrás… El compartimento de herramientas que estaba debajo se encontraba vacío. La máquina estaba destinada a quedarse allí hasta que se oxidase. Y lo mismo había que decir del transporte…
En ese momento Jazz se acordó de Karl Vyotsky. El ruso se encontraba a dos o tres kilómetros de distancia, lo que suponía cuarenta minutos en el mundo exterior, incluso cargado con el equipo. Lo último que deseaba Jazz era encontrarse allí cuando Vyotsky llegase, pero antes de marcharse todavía tenía que hacer una cosa.
Llevaba una pequeña radio de bolsillo, un
walkie-talkie
que Khuv había querido que se llevara. Lo puso en marcha y habló brevemente por el micro:
—¿Camarada cabrón comandante Khuv? Aquí Simmons. Estoy al otro lado y no pienso decirle ni una puñetera palabra acerca de cómo he llegado hasta aquí ni de qué aspecto tiene todo esto. ¿Qué le parece?
No hubo respuesta, ni siquiera ruido de interferencias. Quizás un débilísimo y lejano silbido y una especie de crujido. En cualquier caso, nada que se pareciera ni siquiera remotamente a una respuesta. De hecho, Jazz no la esperaba porque, si los demás no lo habían conseguido, ¿por qué había de ser diferente en su caso? Pero lo probó otra vez:
—¡Hola, aquí Simmons! ¿Me oye alguien?
Tampoco se oyó nada. La radio, que únicamente pesaba medio kilo, era ahora un peso «muerto» que no le era de ninguna utilidad.
—¡Cojones! —exclamó a través del micrófono, y lo arrojó dentro de uno de los agujeros del magma, por el que desapareció.
Y ahora…, ahora había llegado el momento de aspirar una profunda bocanada de aire y de echar una ojeada a aquel lugar en el que había ido a parar.
Jazz estaba contento de haber hecho las cosas observando el orden correcto de prioridades. Ahora se habría quedado allí de pie contemplando con la boca abierta quién sabe cuánto tiempo el mundo situado a ese lado de la Puerta de Perchorsk. En parte le resultaba familiar y fascinante, en parte extraño y amedrentador, pero igualmente fascinante. La mirada quedaba confundida ante tantos contrastes, cosas que habrían podido compararse a un paisaje surrealista si no hubieran sido tan reales.
Jazz quiso observar primero las cosas que le resultaban más familiares: las montañas, los árboles, el desfiladero que se abría como una boca entre colmillos de piedra y laderas cubiertas de bosque, un desfiladero que a través de hileras de árboles bordeaba las estribaciones desoladas y verticales de piedra grisácea que parecían erguirse hasta una altura infinita. Aterrado ante tanta grandeza, Jazz se sintió arrastrado por aquellas montañas y se alejó unos cien metros de la esfera y allí hizo un alto y, levantando una mano, se resguardó los ojos del persistente fulgor que emanaba de la esfera y contempló las montañas limítrofes.
Aunque no hubiera sabido que se encontraba en un mundo diferente, habría deducido que aquellas montañas no eran de la Tierra. El había esquiado en las montañas de la Tierra y sabía muy bien que no eran como éstas. Más que resultado de un enorme plegamiento geológico, parecían creadas por las circunstancias atmosféricas y, si en realidad esto no podía considerarse un hecho extraño en el mundo de Jazz, tampoco imaginar que este fenómeno se diera a una escala tan grande. Era un hecho increíble incluso en un mundo diferente: ¡que de la roca virgen hubiera podido salir aquella fortaleza, una cordillera de montañas que habría cubierto un planeta! ¡Eran tan altas, tan aserradas, tan salvajes, tan dramáticas e impresionantes aquellas montañas! De haber prescindido de los árboles que formaban la línea del bosque habrían parecido las montañas de la luna.
Jazz echó una ojeada a la brújula y advirtió que volvía a funcionar, lo que le permitió comprobar que la poderosa cordillera iba de este a oeste, en ambos sentidos hasta donde alcanzaba la vista. Sus picos se perdían en lejanos horizontes y se confundían con ellos, disolviéndose en lontananzas moradas, azules y aterciopeladas y desapareciendo en los confínes mismos del mundo. Y dejando aparte aquel desfiladero, que en épocas remotas habrían formado las montañas al abrirse de par en par, su continuidad no parecía interrumpirse en ningún punto.
Ahora, con la esfera detrás, Jazz miraba fijamente el «sol»… o lo que podía ver de él. Los débiles rayos que había contemplado al pasar por la Puerta, a la derecha de la imagen para dar su luz a aquella tierra, se filtraban por el desfiladero desde el borde del lejano sol. Pero no era más que eso: el borde del sol.
Al otro lado del desfiladero se estaba levantando una burbuja de luz roja. (¿O es que quizá se ponía, puesto que Jazz, en todo el tiempo que había estado allí, no había apreciado que aumentase?) La burbuja proyectaba sus débiles rayos por el muro de las montañas. Era el sol o un sol, por muy débil que brillase su luz; su contacto era agradable en la cara y en las manos de Jazz, con las que protegía sus ojos que no paraba de mover de un sitio a otro. Era imposible saber qué había al otro lado de las montañas del lejano paraje invisible pero iluminado por el sol. Pero a este lado…
Hacia el oeste se veía el flanco cubierto de bosque de la cordillera de montañas y al pie de ésta se divisaba una llanura que se extendía hacia el norte y que después de derivar hacia un tono azulado acababa por volverse azul intensísimo antes de perderse en una distancia aparentemente incalculable. Hacia el norte, el norte lejano situado más allá de la bóveda de la esfera, no había más que oscuridad, en la que refulgían formando desconocidas constelaciones estrellas como diamantes, incrustadas en el azabache abovedado de los cielos. Y debajo de aquellas estrellas, que emitían y reflejaban los distantes rayos de aquel sol-burbuja, se veía la superficie de lo que habría podido ser un tenebroso océano o más probablemente una sábana de hielo glacial.
Ahora soplaba del norte un viento helado que iba abriéndose camino gradualmente entre las ropas de Jazz hasta penetrar en sus huesos. Se estremeció porque sabía que el «norte» era un lugar inhóspito. Instintivamente comenzó a abrirse camino por la llanura de piedras y rocas en dirección al desfiladero que se abría entre las montañas.
Pero… era muy extraño. Si las montañas se dirigían hacia el este y el oeste y los hielos se encontraban en el norte, el sol debía de estar en el sur. Sin embargo, aquella burbuja de luz y calor no se movía. ¿Era un sol que se encontraba en un lejano sur, aparentemente inmóvil? Jazz movió la cabeza como desorientado. Por fin dejó vagar un momento la mirada hacia el este, que era donde acababa de golpe algo vagamente real y familiar y donde empezaba lo irreal o, en el mejor de los casos, lo surreal. Si Jazz había tenido serias dudas de las fuerzas sísmicas o corrosivas que habían formado las montañas, ¿qué podía pensar de las últimas torres envueltas en niebla que se levantaban al este? Eran nidos de águilas de kilómetro y medio de altura, esculpidos de manera fantástica, que se elevaban como extraños rascacielos en la pedregosa llanura que se extendía a la sombra de las enormes montañas. Jazz había advenido sus estructuras todo el tiempo que había permanecido en aquel lugar, pese a que había procurado mantener apartados de ellas los ojos; probablemente un signo más que confirmaba que la dirección que había emprendido —el desfiladero y el camino a través del desfiladero— era el acertado.
Es posible que las columnas o cañones se hubieran formado a partir de montañas y se hubieran quedado allí como centinelas fantasmagóricos mientras las montañas iban desintegrándose a su alrededor. No había duda de que se trataba de fenómenos «naturales», pues era inconcebible que una criatura las hubiera construido. Pero al mismo tiempo había algo en ellas que las convertía en algo más que una obra de la naturaleza, evidente sobre todo en las torres, en los torreones y en los contrafuertes aéreos de sus cumbres, que a ojos humanos se presentaban como castillos.
Pero no, no podía tratarse de otra cosa que de su imaginación, de la necesidad de poblar un lugar como aquél de criaturas que fueran semejantes a él. Debía de tratarse de una ilusión producida por la luz espectral, por un espejismo fruto de la niebla que, entrelazándose, vestía los enormes menhires, una distorsión óptica y mental conjurada por la distancia y los sueños. Los hombres no podían haber construido unos megalitos como aquéllos y, si habían sido los hombres, no podía tratarse de hombres como los concebía Michael J. Simmons.
¿De qué clase de hombres podía tratarse? ¿De wamphyri? Podía tratarse muy bien de un vuelo de la fantasía, pero Jazz volvía a ver ahora con los ojos de la mente el guerrero en llamas que se consumía en la pasarela y oía su voz que se elevaba orgullosa y desafiante: «¡Wamphyri!»
Aquellos castillos de más de mil quinientos metros de altura eran los nidos de águilas de los wamphyri. Jazz lanzó un bufido, como si sus imaginaciones pretendieran divertirse con él de una manera un poco sórdida…, pero ya la idea se había apoderado de sus pensamientos y había quedado impresa en ellos.
De pronto se apoderó de él un sentimiento extraño: sintió una inmensa soledad, una soledad como no había sentido en toda su vida. Se sentía absolutamente solo y sin amigos en un mundo cuyos habitantes…
Pero ¿qué habitantes? ¿Serían animales? Jazz todavía no había visto a nadie.
Contempló el cielo y no vio en él ningún pájaro, ni siquiera un solitario milano que saliera en busca de un poco de cena. Pero ¿acaso era de noche? Ésta era, por lo menos, la sensación que tenía. Sí, aquello parecía la noche, pero no solamente allí, sino en el mundo entero. ¿Sería aquél un mundo donde siempre era de noche? Dado que el sol se encontraba tan bajo en el horizonte, la verdad es que era muy posible. Por lo menos a este lado de las montañas. ¿Estaría la mañana al otro lado? ¿Sería aquél un lugar donde no existiera otra cosa que la mañana?
Parecía que el ensueño se había apoderado de sus pensamientos, cosa que no formaba parte de la manera de ser de Jazz y de la que debería liberarse indefectiblemente. Suspiró, se estremeció y se encaminó, decidido, a la abertura del paso y a aquel sol-burbuja que veía al otro lado del mismo. Aquel desfiladero no se encontraba a nivel del suelo, sino en un lugar elevado, camino de la cresta de una garganta entre montañas. Es decir, Jazz debía trepar. Aunque parezca extraño, aquel esfuerzo le pareció estimulante, porque le ayudaba a conservar el calor y era una actividad en la que podía concentrarse. A lo largo del camino crecían hierbas comunes, arbustos enanos e incluso algún que otro pino, mientras que más arriba de las laderas cubiertas de guijarros se veían empinadas pendientes cubiertas de densa arboleda. Ese sitio se parecía muchísimo a ciertas regiones del mundo que conocía… aunque no pertenecían a él. Éste era un mundo extraño y Jazz tenía pruebas de que daba cobijo a seres cuya naturaleza era letal.
Unos veinticinco minutos más tarde, al hacer una pausa para apoyarse un momento en una piedra, Jazz se volvió y miró para atrás.
La esfera en este momento se encontraba situada a poco más de tres kilómetros detrás de él y a un nivel más bajo. Había penetrado en la boca de la sima donde se encontraba aquélla, como una cuchillada en la cordillera de montañas. Pero en la llanura cubierta de locas, la esfera parecía un huevo refulgente medio enterrado en aquel nido del magma donde se alojaba. Como un microbio, había una mancha oscura que se movía sobre su refulgente superficie. No podía tratarse de nadie más que de Vyotsky. Al cabo de un momento, Jazz movió la cabeza con cierta contrariedad. Naturalmente, no podía tratarse más que de Vyotsky.
De pronto llegaron hasta Jazz los ecos de un disparo, que fueron rebotando de pared en pared hasta lo más hondo del desfiladero. El ruso había encontrado el arma donde Jazz la dejara y ahora estaba anunciando a aquel mundo extraño su presencia en él. Era como si dijera a sus habitantes: «¡Atención! Aquí hay un hombre que debéis tener en cuenta. Os conviene no andaros con bromas, puesto que ese hombre es nada menos que Karl Vyotsky».
Como los campesinos supersticiosos que, cuando están a oscuras, se ponen a silbar. O es que quizá sólo quería advertirle a Jazz y decirle: «¡Simmons, esto todavía no ha terminado! Quiero avisarte: ¡mira siempre para atrás!».
Jazz se prometió que no dejaría de hacerlo…
Ya en la parte baja de la esfera, Vyotsky dejó de soltar tacos, se colocó junto al arma y miró la moto. Vio que el sillín estaba tirado para atrás, girado sobre sus bisagras. Su rostro se deformó en una mueca. En uno de los bolsillos de un macuto guardaba una pequeña caja de herramientas. Era la última cosa que le habían dado al otro lado y, con las prisas, se había olvidado de guardarla debajo del asiento. Aquella mueca burlona se borró instantáneamente de su rostro y exhaló un suspiro de alivio. Desde que Simmons le quitó la moto, no había vuelto a acordarse de las herramientas. De haber recordado que las llevaba, seguro que las habría arrojado en cualquier parte durante los tres últimos kilómetros.
Descolgó una bolsa en forma de riñon que llevaba en la mochila, sacó unas herramientas y soltó la rueda. De pie sobre una de las horquillas y metido como una cuña debajo de la rueda, agachado y tirando de la otra horquilla con una mano, notó que cedía y pudo liberar la rueda. Ahora sólo era cuestión de enderezar la horquilla. Cogió la parte frontal de la moto y, medio a rastras y haciendo también girar la rueda, la colocó sobre un par de grandes piedras que estaban juntas. Si conseguía meter la horquilla torcida en el espacio comprendido entre las dos piedras y hacer palanca en la dirección adecuada…
Levantó la moto y puso la horquilla en su sitio y comenzó a hacer fuerza… pero se quedó helado. Tratando de evitar los jadeos que le causaba el esfuerzo y dejando incluso de respirar un momento, pensó: «Pero ¿qué diablos es esto?» Se precipitó hacia el arma, la agarró, la preparó para disparar y comenzó a mirar como un loco a su alrededor. No había nadie, no había nada. Pero él había oído algo. Habría jurado que acababa de oír algo. Se acercó corriendo a la moto y…