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Authors: Brian Lumley

El origen del mal (31 page)

BOOK: El origen del mal
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Miraba directamente hacia Vyotsky y después se volvió en redondo con un movimiento lento. Pero, antes de volverse del todo, Vyotsky tuvo tiempo de ver el fulgor de sus ojos rojos, que brillaban como ascuas en su rostro. Sin embargo, más que el rostro del guerrero, lo que impresionó al ruso fue el arma en forma de guantelete que llevaba en la mano derecha, pues sabía el daño que podía hacer con ella. Aunque esta vez, por lo menos, no se lo haría a Karl Vyotsky.

El hombretón ruso estaba quieto como un ratón, amparado en la sombra; no se movía, no respiraba, no parpadeaba siquiera. El guerrero acabó de girarse y, levantando la cabeza, fijó la mirada un momento en el castillo que coronaba la columna, después de lo cual separó las piernas, se puso las manos en las caderas e inclinó la cabeza a un lado. A continuación lanzó un penetrante silbido, más parecido a una vibración del tímpano que a un verdadero sonido. En el cielo aparecieron dos figuras familiares, que se movieron en círculo sobre el guerrero y que inmediatamente después se precipitaron hacia Vyotsky, acurrucado a la sombra de los salientes que lo protegían. Fue tan inesperado que cogieron desprevenido al ruso.

Uno de los murciélagos estuvo a punto de golpear a Vyotsky con un movimiento del ala, por lo que éste tuvo que apartarse para esquivarla. El cañón corto de su metralleta golpeó la piedra y Vyotsky se dio cuenta de que se había roto el protector. El guerrero se encaró con él, profirió un silbido con el que alejó a los murciélagos y dio unos pasos hacia adelante. Ahora ya no le quedaba ninguna duda: sabía dónde se ocultaba su presa. Sus ojos parecían un ascua y en su rostro se dibujaba una extraña y sardónica mueca, al tiempo que se echaba unos mechones hacia atrás y adoptaba una actitud orgullosa, con la barbilla levantada y los hombros echados para atrás.

Vyotsky le dejó que se acercara y, cuando estuvo a veinte pasos de distancia, salió al exterior y se colocó bajo la luz amarillenta de la luna, en medio de la pedregosa llanura. Apuntando el arma hacia él, le gritó:

—¡Alto! ¡Quietecito, amigo, o se te ha acabado para siempre lo que te llevas entre manos!

Le temblaba la voz y parecía que el guerrero se daba perfecta cuenta de ello. Se limitó a cambiar bruscamente de postura como para variar el ángulo de enfoque y volvió a aproximarse avanzando la cabeza, igual que antes.

Vyotsky no quería matarlo. Debía tratar de vivir aquí como pudiera y procurar no morir en venganza por la muerte de aquel arrogante salvaje. El ruso prefería llegar a un acuerdo con él y abstenerse de luchar, para así no tener a todo un mundo enfrentado contra él. Apuntó el arma dispuesto a disparar un solo tiro contra el guerrero que avanzaba, procurando que la bala pasase rozando por encima de su cabeza. Disparó. La bala tocó el mechón de pelos del guerrero, tan cerca pasó de su cabeza, pero él se paró, levantó la cabeza y olió el aire. Entonces Vyotsky le gritó:

—Mira, tenemos que hablar.

Levantó la mano que tenía libre, con la palma abierta en dirección al guerrero, y bajó la metralleta apuntando con ella las piedras del suelo. Consideró que esa actitud era la mejor que podía adoptar para indicar que iba en son de paz. Sin embargo, al mismo tiempo se sirvió del pulgar para poner el arma en posición de disparar fuego graneado. La próxima vez que apretara el gatillo, la cosa iría en serio.

El guerrero levantó la mano y se tocó el mechón de pelo. Volvió a bajarla, se olisqueó los dedos de manera suspicaz con su boca de labios gruesos, semejante casi a un hocico de cerdo. Sus ojos se agrandaron y se quedaron tan redondos como monedas inyectadas de sangre y por lo bajo refunfuñó algunas palabras que Vyotsky creyó entender o adivinar.

—¿Cómo? ¿Te atreves a amenazarme?

El brazo derecho del guerrero se elevó hacia su hombro derecho en un gesto que era como una especie de saludo. Tenía el guantelete cerrado, pero, al terminar de hacer el saludo, se abrió de pronto y mostró todo un conjunto de cuchillas, ganchos y hoces.

Después se agachó, adoptó una actitud combativa e hizo como si fuera a abalanzarse sobre Vyotsky. Pero el gigante ruso no aguardó a que lo hiciera, sabía que a una distancia de sólo seis o siete pasos sería imposible que fallase el tiro. Apretó, pues, el gatillo, abrió fuego y regó el cuerpo del guerrero con una lluvia de plomo letal… o que así debiera de haberlo sido.

Pero el hombre de la KGB no debía de tener mucha suerte con su arma porque, al parecer, le salió una bala defectuosa y, después de tres o cuatro disparos, se le encasquilló. La intención de Vyotsky había sido coser el cuerpo del guerrero a tiros recorriéndoselo de derecha a izquierda, hacia arriba, en dirección contraria y luego hacia abajo. Un simple chorro de la metralleta habría bastado, ya que con él le habría soltado de quince a veinte balas y era casi seguro que por lo menos la mitad habrían dado en el blanco, pero el arma sólo había disparado tres o cuatro tiros, ninguno de los cuales había sido certero.

El primero abrió un corte en el costado izquierdo del guerrero, dejándole las carnes abiertas como si acabaran de pasarle por ellas una sierra de dientes afiladísimos; el segundo le perforó el hombro debajo de la clavícula derecha, junto a la articulación del brazo; el resto de las balas, dos a lo sumo, habían fallado totalmente el tiro. Aquellos dos primeros disparos hubieran sido como mazazos capaces de parar los pies a cualquier soldado de la Tierra. Pero aquello no era la Tierra, y el blanco no era simplemente un hombre.

Derribado por la fuerza del impacto en el hombro, cayó despatarrado en el polvo, pero se sentó inmediatamente y miró a su alrededor con aire aturdido. Vyotsky, lanzando unos cuantos sonoros tacos, sacó con brusquedad el cargador del arma, volvió a amartillarla y echó una ojeada a la recámara. Un cartucho no se había disparado y quedó encasquillado. Sacudió el arma tratando de sacar la bala defectuosa, pero no le sirvió de nada, porque era preciso extraerla con sumo cuidado. Y ahora el guerrero ya había vuelto a ponerse de pie.

Vyotsky se colgó el arma del cinturón para que no le estorbara y descolgó la boquilla del lanzallamas. Preparó el encendido y sacó el seguro. Cuando vio al guerrero herido avanzar hacia él dando trompicones, hizo un último intento pacificador y adoptó la misma postura de antes, mostrándole la palma abierta de la mano. Quizás el otro lo consideró un insulto, pero el hecho es que todo lo que Vyotsky obtuvo como respuesta fue un gruñido de rabia. Después, pese a que el guerrero había recibido un disparo en el hombro derecho, levantó el guantelete, flexionó sus mortíferos instrumentos y los mostró a su contrincante.

—¡Ya basta! —gruñó el ruso.

Dejó que su enemigo se acercara tres o cuatro pasos más, apuntó la boquilla del lanzallamas y accionó el dispositivo que lo ponía en marcha. La pequeña llama azul que apareció en la punta se convirtió en lanza cauterizadora que atacó al guerrero y convirtió en antorcha su costado izquierdo.

Despidiendo fuego, se puso a gritar sorprendido y aterrorizado y se alejó dando saltos hasta que, revolcándose en el polvo y entre las piedras, consiguió extinguir las llamas. Todavía echando humo, se tambaleó sobre sus pies y retrocedió, vacilante, hacia el lugar donde se encontraba su salvaje montura. Pero ahora que Vyotsky había iniciado su acción, estaba decidido a terminarla.

Avanzó detrás del guerrero humeante y apuntó por segunda vez el lanzallamas hacia él… y entonces ¡se quedó helado!

El guerrero wamphyri daba a su montura órdenes suplicantes pero perentorias que ésta oyó y obedeció al punto. Dio la impresión de que todo el cuerpo del animal se llenaba de arrugas, sus alas crecían y se transformaban en velas enormes. Las hizo batir en el aire, aplanándolas al tiempo que se elevaba. Empujado hacia arriba por lo que a Vyotsky le pareció un nido de enormes gusanos rosados que se desenrollaban igual que muelles para elevarlo, le dio la impresión de que aquello era como una enorme sábana de lona tosca y escamosa suspendida en el aire. Los impulsores en forma de gusano se retraían introduciéndose en ella, mientras se deslizaba en lo alto con su cola parecida a la de una raya desplegada y moviéndose de un lado a otro. Así que su cuerpo comenzó a agrandarse y se puso a batir las alas, los ojos que tenía en el vientre adquirieron nueva forma y comenzaron a moverse en varias direcciones. Súbitamente dejaron de espiar y se fijaron en el ruso.

Vyotsky retrocedió mientras la criatura voladora caía sobre él. Su forma semejante a la de un pez lo cubrió enteramente, negra como la tinta, y al mismo tiempo la parte inferior de su cuerpo, que tenía una consistencia parecida a la goma, se abrió para dar salida a una gran boca o bolsa, revestida de púas. Vyotsky vaciló y sintió que caía. Moviendo un gran vendaval con su cuerpo y trasladando con él un hedor increíble, aquella cosa se situó sobre él. Con un aleteo de carne, lo levantó y unos ganchos de materia cartilaginosa lo asieron por la ropa y ya no sintió más que una oscuridad fría y húmeda que lo comprimía.

Vyotsky seguía con el dedo puesto en el dispositivo para accionar el lanzallamas, pero no se atrevía a oprimirlo. De haberlo hecho, estando como estaba en el interior de aquella criatura, no habría conseguido otra cosa que freírse. Podía respirar, pero el aire era fétido y sucio. Toda aquella experiencia era una pesadilla espantosa, siniestra, pero que la estaba viviendo realmente y que se prolongaba cada vez más.

Los gases que emanaban de la criatura actuaban en él como un anestésico y, sin saber siquiera que estaba perdiendo la conciencia, Vyotsky se desmayó…

«Estar metido en el problema» significaba para Jazz Simmons unos cinco segundos para decidirse, que es lo que habría hecho de no haber estado presente Zek Föener para asesorarlo. Jazz se decidió en dos segundos y, cuando las sombras comenzaron a separarse de la gran sombra del desfiladero, ya estaba a punto de convertir la decisión en acción si no hubiera sido por Zek, que lo frenó con estas palabras:

—¡Jazz… no dispares!

—¿Cómo? —dijo él, incrédulo.

Las sombras eran hombres que se acercaban a ellos corriendo con intención de rodearlos.

—¿Que no dispare? ¿Es que acaso conoces a esa gente?

—Sé que no nos harán ningún daño… —le contestó en un susurro—, que somos para ellos más valiosos vivos que muertos y que si disparas un solo tiro no vivirás lo suficiente para oír sus ecos. Al momento caerán sobre ti media docena de flechas y de lanzas. Y probablemente también caerán sobre mí.

Jazz escondió el arma, pero lentamente y de mala gana.

—Esto es lo que se llama tener fe en tus amigos —refunfuñó sin pizca de humor.

Y miró al grupo de hombres sigilosos y circunspectos que los rodeaban. Uno de ellos se irguió, avanzó la barbilla y se dirigió a Zek. Hablaba sirviéndose de un extraño graznido, dialecto o lengua que a Jazz le pareció que reconocía perfectamente. Zek le respondió en una lengua que, evidentemente, reconocía. Había que decir como mínimo que la reconocía, por no decir más, ya que se trataba de un rumano muy esquemático y un tanto deslavazado.

—¡Hola, Arlek Nunescu! —dijo Zek, y añadió a continuación—: Salid rápidamente de las montañas y dejad que el sol funda los castillos de los wamphyri… pero ¿esto qué es? ¿Acecháis y molestáis a los amigos Viajeros?

Ahora que Jazz sabía de qué lengua se trataba, le costaba menos concentrarse en entenderla. Su conocimiento de las lenguas románicas no era muy profundo, pero no le eran totalmente desconocidas. Las conocía en parte gracias a su padre y algo menos gracias a sus estudios académicos posteriores. Lo que contaba más era su instinto, puesto que siempre había tenido un don especial para las lenguas.

Aquel hombre, Arlek, y de hecho todos los hombres que los rodeaban y otros que estaban saliendo de sus escondrijos, eran gitanos. Ésta fue la primera impresión de Jazz: que eran hombres pertenecientes a la raza gitana. Eso estaba claro por su aspecto tan reconocible ahora como lo habría sido en el mundo que habían dejado atrás, al otro lado de la Puerta. Tenían cabellos oscuros, manejaban sonajas y cascabeles, eran delgados y de piel aceitunada, llevaban los cabellos largos y grasientos, las ropas sueltas, y tenían un estilo y una elegancia muy especiales. Una cosa que desorientaba es que muchos de ellos llevaban ballestas y otros iban armados con estacas sumamente puntiagudas de madera dura. Dejando aparte este detalle, Jazz había visto ese tipo de gente en países de todo el mundo… del viejo mundo, por supuesto.

Eran gitanos, hojalateros, vendedores ambulantes de objetos metálicos, músicos y… aficionados a decir la buenaventura.

—Que abandonemos rápidamente las montañas, ¿verdad? —le respondió Arlek saludándola, hablando con más lentitud y de manera más reflexiva—. Tú siempre sabes lo que tienes que decir, Zekintha, porque lo robas de las mentes de los Viajeros. Pero desde que los hombres lo recuerdan, no hacemos más que repetirlo: «Destruid las montañas». Hace muchísimo tiempo que lo decimos y todavía siguen en pie. Y mientras las montañas sigan en su sitio, los wamphyri seguirán en sus castillos. Nos pasamos la vida yendo de un sitio a otro, porque quedarse en el mismo sitio significa morir. Hemos visto el futuro, Zekintha, y si te damos cobijo vas a llevar el desastre sobre Lardis y su cuadrilla. Pero si te ponemos en manos de los wamphyri…

—¡Bah! —dijo ella en tono desdeñoso—. Sois muy valientes ahora que Lardis Lidesci está en el oeste, buscando un nuevo campamento para que os instaléis en él y donde los wamphyri no puedan realizar incursiones. ¿Y qué vais a decirle cuando vuelva? ¿Cómo vais a explicarle que os habéis conchabado para entregarme? ¿Que habéis cedido a una mujer para apaciguar a vuestros peores enemigos y hacerlos más fuertes? ¡Un acto muy cobarde, Arlek!

Arlek exhaló un profundo suspiro. Se irguió aún más, dio un paso hacia ella y levantó la mano como si quisiera golpearla. Como se le habían subido los colores a la cara con la excitación, Arlek todavía parecía más moreno. Jazz bajó el cañón del arma hasta tocar con él el hombro de Arlek, apuntándole directamente a la oreja izquierda.

—¡No lo hagas! —le advirtió Jazz en su propia lengua—. Lo que he visto de ti hace que me importes muy poco, Arlek, pero si me obligas a matarte, también yo moriré.

Esperaba que hubiera comprendido bien las palabras que acababa de pronunciar.

Aparentemente había sido así. Arlek retrocedió y llamó a dos de sus hombres. Éstos se acercaron a Jazz y él les mostró los dientes al dirigirles una fría sonrisa; también les mostró el arma.

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