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Authors: Brian Lumley

El origen del mal (14 page)

—¡Es hora de comer! —dijo a la cosa—. Voy a echarte una porquería asquerosa y putrefacta y tú te la vas a zampar como si fuera la leche de tu madre, como si fuera miel de un panal de abejas… ¡Bicho repugnante!

No hay duda de que hubiera preferido una o dos ratas blancas vivas, pero el solo hecho de imaginarlo poblaba de pesadillas la cabeza de Agursky. Había algo que también sabía de la cosa; que aunque se alimentara de sangre coagulada, en realidad prefería perforar una arteria y tomarla todavía palpitante, es decir, que era un vampiro.

Cuando Agursky se puso de pie para empezar a preparar el aparato dispensador de comida, se acordó de la primera vez que dio a la cosa una rata viva. Había hecho falta drogarla primero y dejar que se durmiera. Para conseguirlo había bastado con darle una pequeña cantidad de sangre con una dosis masiva de un tranquilizante. Así que la cosa empezó a dar muestras de sufrir los efectos del somnífero y se retiró a dormir bajo la arena, entonces él retiró los dispositivos de seguridad que afianzaban la tapadera y metió en el interior del tanque a la bulliciosa ratita. Tres horas más tarde (período de tiempo extremadamente corto considerada la dosis de la droga), la cosa recuperó la conciencia y se asomó a la superficie para ver qué pasaba.

La rata no tenía escapatoria. Por supuesto que se había defendido como puede defenderse una rata cuando se ve acorralada en un rincón, pero le sirvió de muy poco. El vampiro la inmovilizó, la mordió en el cuello y le sorbió toda la sangre. Para hacerlo, le formó en el cuello un par de tubos carnosos y finos como una aguja, verdaderos sifones que deslizaba en los vasos seccionados de la rata.

El «banquete» duró tan sólo uno o dos minutos y aquélla era la vez que Agursky vio a la criatura alimentarse con mayor avidez. Posteriormente, de vez en cuando la cosa adoptaba ciertas características propias de los roedores, cosa que su guardián atribuía a haberlas «aprendido» de la criatura devorada. Y al decir «devorada» no empleamos una palabra demasiado fuerte, puesto que después de chupar la sangre de la rata, la criatura consumió su piel, sus huesos e incluso el rabo.

Aquélla y otras comidas de alimento vivo que Agursky le sirvió, lo indujeron a sacar varias conclusiones que, sin embargo, todavía no había tenido ocasión de comprobar. El Encuentro Uno había sido con un vampiro. Por lo menos se trataba de un carnívoro, si no de un vampiro. Antes de que escapara del complejo, se le había visto devorar a varios hombres. El ser del Encuentro Dos, un lobo, también era un depredador, un animal que se alimentaba de carne. El cuarto fue un murciélago y, más específicamente, un murciélago vampiro. Y el quinto se había declarado wamphyri. ¿Había algo en aquel mundo que estaba al otro lado de la Puerta que no tuviera que ver con los vampiros o que no fuera carnívoro? La conclusión de Agursky fue que no le habría importado visitar aquel mundo para poder describirlo de primera mano.

Otra de sus reflexiones o de sus divagaciones, que habrían podido llevar a varias conclusiones impensables, era que tres de los cinco encuentros —las cinco incursiones del más allá— habían sido con seres de forma cambiante, criaturas no vinculadas a una forma específica.

La cosa del tanque, tras examinar y comerse una rata, estaba en condiciones de asumir de manera imperfecta la identidad de un roedor. ¿Sería capaz de emular a un hombre? Esto, a su vez, conducía a otra pregunta: ¿sería el guerrero wamphyri un hombre dotado de la facultad de cambiar de forma, o era otra cosa que imitaba a un hombre?

Pensamientos y preguntas morbosas como éstas habían empujado a Agursky a la bebida. El solo hecho de volver a reflexionar en ellas le hacía desear que ojalá ahora dispusiera de una botella. Pero se daba el caso de que ahora no la tenía. Cuanto antes terminara con aquel asunto, más pronto podría volver a su cuarto y echar un buen trago antes de meterse en la cama.

Junto a la puerta había un carrito de ruedas con el alimento de la criatura metido en un contenedor provisto de tapadera. El contenedor estaba colgado de un gancho a una bomba eléctrica. Agursky acercó el carrito al tanque y lo enchufó a la corriente. Acopló la salida del contenedor al tubo dispensador situado en la pared extrema del tanque, hizo girar las válvulas del contenedor y del tanque dejándolas en posición de apertura y puso en marcha el motor. Aquel motor eléctrico era de una eficiencia máxima. Primero hubo un chasquido, después se oyó un gorgoteo e inmediatamente comenzaron a fluir una serie de líquidos viscosos.

Mientras trabajaba, Agursky se dio cuenta de que la cosa lo estaba observando. Era curioso que lo mirase a él y no al dispensador de comida, es decir, que permaneciese en la misma postura en que se había quedado. Lo único que se desplazaban eran sus ojos, que iban siguiendo sus movimientos. Agursky estaba desconcertado. Caían dentro del tanque gruesos grumos de color rojo oscuro, mezclados con un flujo de sangre medio coagulada, que salían en esporádicos chorretones y que quedaban sobre la arena formando un montón de visceras en un extremo del cubil. Pero la cosa ni se movía.

Agursky frunció el entrecejo. Aquella criatura era capaz de consumir una cantidad de comida igual a la mitad de su peso y hacía cuatro días que no comía. ¿Estaría enferma? ¿Funcionaría debidamente la entrada de aire? ¿Qué diablos estaba ocurriendo?

Volvió a su silla y se sentó como antes, con los brazos doblados en el respaldo y la barbilla reposando en el dorso de la mano izquierda. La criatura lo observaba con unos ojos que ahora parecían casi humanos. Su rostro en estos momentos había perdido mucha de su identidad de roedor y había adquirido unos rasgos que se aproximaban mucho a los humanos. Aquel cuerpo parecido a un saco que tanto recordaba al de una sanguijuela se había alargado, había perdido su coloración oscura y todas las rugosidades que lo cubrían. Le estaban saliendo piernas… y brazos… ¿y eso otro?, ¿eran pechos?

—¿Cómo? —murmuró Agursky, apretando los clientes—. ¿Qué…?

El miembro espurio con el que solía examinar las piedras se había encogido y retirado en la enorme masa del cuerpo. Era un cuerpo prácticamente humano, por lo menos en cuanto a su forma. Ahora parecía una muchacha e incluso tenía la cabellera de una muchacha. Sin embargo, en la cabeza de la criatura, aquella mata de pelo era áspera y sin brillo, como la falsa cabellera de una muñeca barata. Los pechos eran meros bultos sin pezones, como pálidos amasijos de carne pegados al tórax de un hombre. Las dimensiones tampoco correspondían a la realidad, puesto que tenía unas dimensiones semejantes a las de un perro grande, lo que sólo podía equivaler a una mujer muy bajita.

A medida que iban pasando los minutos, la expresión del rostro de Agursky iba reflejando el asco que le inspiraba aquel ser. Estaba intentando parecerse a una mujer, pero sólo se convertía en una imitación que parecía una pesadilla. Las manos ahora adquirían la forma de meros apéndices que se asemejaban a las manos humanas, si bien los dedos, excesivamente delgados, tenían unas uñas extremadamente largas y eran de un color rojo brillante. Lo peor de todo era que los pies también eran manos. Aquella criatura no sabía distinguir. En este punto, el rostro idiota y bobalicón de la cosa sonrió a Agursky y súbitamente recordó dónde había visto antes aquella sonrisa.

¡Eran la cara y la sonrisa, e incluso el cabello, de aquella mujerzuela sedienta de sexo que se llamaba Klara Orlova, una científica especializada en física teórica, larguirucha como una escoba, que estaba fascinada por la criatura y que, de vez en cuando, la visitaba para poder admirarla! La cosa había visto su cara, sus manos de uñas pintadas, las redondeces de su busto, que se cubría con una blusa desabotonada hasta bastante abajo para dar dentera a los soldados… Pero la cosa no sabía nada de pezones, ni tampoco le había visto los pies, por lo que había dado por sentado que tenían que ser igual que las manos.

Agursky se contuvo: no, no por esto iba a atribuirle inteligencia, puesto que ya sabía que no se trataba de un ser especialmente despierto. Su mímica era como un parloteo sin sentido, aunque parecido al humano, como el del loro, o como el mono que se pone gafas para «leer» un libro. De hecho, ni siquiera era eso, ya que en ese caso se trataba de puro instinto. Era como el cambio de color del camaleón o, mejor aún, el control de color del camaleón más la elasticidad del pulpo.

Mientras pensaba en esto, se fijó en que la cosa había limado ciertas imperfecciones. La tonalidad de la piel era mucho más normal, como también el arco de la boca que parecía pintada. Pese a todo, la nariz seguía siendo fea y extraña, cubierta de rugosidades, de circunvoluciones temblorosas… En su ambiente natural (dondequiera que se encontrase), su sentido del olfato constituía el instrumento más importante para asegurar su supervivencia; cambiar la forma de aquel órgano equivaldría a degradar drásticamente su función. En cualquier caso, la imagen final que presentaba, aunque resultase errónea y grotesca, ¿tenía algo de tentadora?

¿Pero de qué tentación se trataba?

Súbitamente Agursky se sintió indignado. ¿Acaso aquella maldita sabandija devoradora de carne se había propuesto seducirlo?

—¡Condenada! ¡Eso es!, ¿verdad? —exclamó poniéndose de pie—. Estás al corriente de la diferencia que existe entre nosotros… o por lo menos la intuyes. ¡Y te gustaría sacar partido de ella! Te figuras que me mostraría más condescendiente con mi extraña putita chupadora de sangre si se me antojaba hacer el amor con ella, ¿verdad? Pues mira… ¡te has equivocado de hombre!

Igual que un gato juguetón, la cosa se tumbó en el suelo, se colocó patas arriba e irguió sus pálidos e inútiles pechos como ofreciéndoselos. No tenía ombligo en el vientre, pero un poco más abajo del lugar que correspondía al ombligo había un tubo carnoso y palpitante que se prolongaba como una protuberancia y que seguramente equivalía a la idea que se hacía de la vulva de una mujer. Aquellas insinuaciones de carácter sexual pusieron a Agursky lívido de rabia. ¡La cosa estaba intentando seducirlo! Sacándose una tarjeta negra del bolsillo del guardapolvo, la mostró a la cosa, que seguía sonriéndole y haciendo muecas.

—¿Has visto esto, monstruosidad que ni siquiera conoces a tu madre? ¿Quieres bailar un ratito? Esto ya no te gusta tanto, ¿verdad?

Palabras, sólo palabras, y la criatura lo sabía. Sus ojos límpidos miraban a través del vidrio a uno y otro lado de la sala, pero Agursky no había traído consigo la caja de las sacudidas eléctricas. Se sentía impotente para dar realidad a sus amenazas.

Aquel potingue rojizo y gorgoteante seguía saliendo del tubo dispensador y amontonándose en el recipiente. El contenedor ya estaba casi lleno, pero la cosa parecía no sentirse tentada a iniciar el banquete. Pero ahora, mientras Agursky, tembloroso, volvía a ocupar su asiento, un río de la papilla escarlata salió del montón de carne y, describiendo un camino en zigzag, llegó hasta el lugar donde se encontraba la criatura y le tocó el costado. La metamorfosis que se operó en ella fue instantánea.

Torció el cuello en un ángulo imposible para que su rostro casi humano pudiera ver la sangre que sentía resbalar por su costado. Nuevamente volvió el rostro y entonces Agursky pudo observar que sus ojos habían adquirido la coloración de la sangre que acababa de mirar. Aquellos ojos parecían escupir fuego. Aquella grotesca imitación de una cara comenzó a desleírse y a cobrar otras características, otra forma. La boca se ensanchó hasta abarcar casi la cara entera, se abrió desmesuradamente para mostrar su cavernosa abertura en la que se alineaban unos dientes curvados y finos como agujas y donde había una garganta roja que llegaba hasta allí donde Agursky podía mirar. En ella vibraba la lengua bífida de una serpiente, cuyas puntas entraban y salían a través de los labios ensangrentados de la cosa.

—¡Así me gusta! —exclamó Agursky, con la impresión de haber conseguido una victoria—. Como te ha fallado el plan, muéstrate como eres en realidad.

El contacto con aquella pulpa enrojecida y sanguinolenta despertó el hambre de la cosa y le arrancó la máscara del rostro. Cuando se encontraba frente a necesidades urgentes, se sentía incapaz de llevar adelante el engaño. Salvo que… a pesar de todo el tiempo que había pasado con aquella criatura, Agursky jamás había tenido ocasión de verla como ahora. Su comida estaba allí y aquella cosa que había venido del otro lado de la Puerta lo sabía, pero se había despertado algo más que hambre y sed de sangre. Nuevamente el científico se preguntó si estaría enferma, si estaría sufriendo. Y si era así, ¿qué le pasaba?

Como si la vibración de la lengua no hubiera sido más que el comienzo, el catalizador, ahora todo el cuerpo empezaba a temblar. La palidez humana de su protoplasma —ya que a Agursky le costaba pensar que aquella cosa tenía un cuerpo de carne— estaba adquiriendo un tono pizarroso, como leproso, mientras por todas partes le aparecían mechones de pelo áspero. Sus miembros iban retrayéndose, volvían a formar parte de su masa y en la totalidad de la misma se notaban vibraciones regulares, sísmicas, espasmódicas.

Al contemplar aquella escena —fascinado contra su voluntad hasta el punto de no poder apartar de ella los ojos— los labios de Agursky se retrajeron de sus dientes amarillentos en una silenciosa mueca de asco. ¡Dios santo! Aquella cosa parecía una inmensa y morbosa placenta… una placenta con cabeza.

Pero los ojos carmesíes seguían clavados en él y, como a él le resultaba imposible dejar de observarla, vio que la cosa arrollaba para atrás su lengua bífida hasta retirarla al fondo de la garganta. Sus espasmos se convirtieron en arcadas hasta que, finalmente, la criatura expulsó nuevamente la lengua y la hizo visible. En equilibrio sobre las puntas ligeramente curvadas hacia arriba de su lengua había una esfera temblorosa, parecida a una perla de empañado brillo, más o menos del tamaño de una canica.

Agursky se levantó al momento, se acercó al recipiente, se agachó y se quedó mirando el extraño objeto en forma de bola, aparentemente dura, que la criatura sostenía con la lengua. Fuera lo que fuese, era algo vivo. Su superficie estaba recubierta de una película perlácea, si bien a Agursky le pareció ver varias hileras de cilios que aleteaban en torno a su superficie, haciendo girar verticalmente la esfera sobre su eje, tal como se encontraba depositada sobre la lengua.

—¿Y ahora qué…? —comenzó a decir.

Pero en aquel mismo momento la criatura echó la cabeza hacia adelante, su lengua se desdobló y proyectó la esfera perlácea directamente a la cara del científico.

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