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Authors: Brian Lumley

El origen del mal (12 page)

Ahora también se daba cuenta de que su entrada en la habitación no había sido un hecho espontáneo y que Khuv la tenía preparada de antemano. Todo lo que debía hacer ahora era apagar las luces y proyectar la película. Fuera lo que fuese lo que Jazz se esperaba, es un hecho que no era lo que vio.

La película era en color y sonora, es decir, totalmente profesional en sus detalles. A un lado de la pantalla, una sombra oscura, borrosa y desenfocada daba la impresión de ser el costado de un soldado ruso, con un reluciente Kalashnikov apoyado en el muslo. El centro de la pantalla estaba ocupado por la esfera de luz blanca, es decir, por la Puerta, tal como ahora Jazz la veía, y proyectada en su deslumbrante superficie —la parte inferior de la «fotografía» situada sólo a pocos centímetros por encima de los tableros del pasadizo donde se extendía aquella abertura entre la plataforma del anillo de Saturno y la esfera— había la imagen… ¡de un hombre!

La cámara se había aproximado rápidamente, dejando toda la pantalla en blanco y, por tanto, mucho menos deslumbrante, con la imagen del hombre situado en el mismo centro. Éste avanzó en línea recta, directo hacia la cámara. Sus movimientos eran tan sumamente lentos que cada paso le costaba segundos, por lo que Jazz no pudo por menos de preguntarse si llegaría a avanzar. Pero entonces Khuv le hizo una advertencia:

—Fíjese en que la fotografía se va aclarando, lo que demuestra sin lugar a dudas que está a punto de salir. Pero yo, en su lugar, no me quedaría a esperar que esto suceda. Estúdielo mientras pueda.

La cámara, como por consideración, se había cerrado sobre el rostro del hombre.

Tenía la frente en talud y llevaba el cráneo afeitado, salvo un mechón de pelo en medio de la cabeza, que destacaba como una raya negra y ancha sobre una piel blanquísima. El mechón le caía por detrás como una melena y estaba atado con un nudo en la nuca. Tenía los ojos muy pequeños, muy juntos y como queriéndosele salir de las órbitas. Los ojos le brillaban por debajo de unas cejas gruesas y espesas, unidas en una maraña de pelos sobre el puente de una nariz chata y aplastada. Tenía las orejas ligeramente puntiagudas y con unos lóbulos muy grandes, aplastadas a ambos lados de la cara, sobre unas mejillas hundidas y enjutas. Sus labios eran rojos y carnosos y tenía la boca torcida hacia la izquierda, como si esbozara una permanente sonrisa de desprecio o de burla. Su barbilla era puntiaguda, lo que quedaba acentuado por una pequeña barba negra, untada para exagerar su forma. Pero el rasgo más marcado de su rostro era aquel par de ojos pequeños y relucientes. Jazz volvió a mirarlos: eran rojos como la sangre y centelleaban en unas órbitas negras y protundas.

Como si obedeciera a los deseos de Jazz, la cámara volvió a retroceder para mostrar de nuevo todo el cuerpo del hombre. Llevaba un trozo de tela ceñido a las caderas, los pies calzados con sandalias y un aro de un metal dorado en la oreja derecha. Su mano derecha estaba recubierta con un guantelete erizado de pinchos, cuchillos y ganchos…, ¡una arma increíblemente peligrosa!

Después de esto, Jazz sólo tuvo el tiempo suficiente para observar la extrema delgadez del hombre, el estremecimiento de sus músculos y aquel caminar de lobo que tenía al salir de la esfera y entrar en la pasarela. Después, todo empezó a acelerarse…

El agente británico volvió a la realidad, se agarró al borde de la cama y se sentó en la misma. Después se puso de pie y arrimó la espalda a la pared metálica. La pared estaba fresca, pero no fría; a través de ella, Jazz sentía la vida del complejo subterráneo, el discurrir nervioso e inquieto de su sangre asustada. Era como estar en la bodega de un gran barco, donde a través del suelo, de las paredes y los mamparos se nota el latido de los motores. Y de la misma manera que habría tenido conciencia de la vida del barco, sentía ahora el terror que reinaba en aquel sitio.

En la cueva artificial abierta en el corazón de la montaña había hombres, hombres armados hasta los dientes. Algunos habían visto el hecho con sus propios ojos y otros en películas como la que Jazz tenía ocasión de ver, que podía aparecer por aquella Puerta que custodiaban. No era de extrañar que el Perchorsk Projekt provocara miedo.

Sintió un ligero estremecimiento y después se rió entre dientes. Había contraído la fiebre del Projekt, cuyos síntomas eran aquel temblor, incluso cuando se tenía calor. Se había fijado en que todos temblaban; ahora también él temblaba como los demás.

Jazz, deliberadamente, trató de sobreponerse y se obligó a recordar de nuevo aquella película que Khuv le había mostrado…

Capítulo 5

¡Wamphyri!

Salió el hombre de la esfera para entrar en la pasarela… y en seguida se aceleraron las imágenes.

Entornó los ojos ante la luz repentina, gritó como resistiéndose en una lengua que Jazz entendió a medias o que le pareció entender y se echó al suelo, en actitud defensiva. Pareció como si la película cobrara vida. Con anterioridad, era como si los sonidos se hubieran amortiguado: alguna tosecilla ocasional, conversaciones nerviosas, pies que se arrastraban y, de cuando en cuando, el sonido de los muelles de las armas y el inconfundible chasquido metálico de la recámara al ser colocada en su posición. Pero todo resultaba extraño y un poco fuera de tono, como los primeros minutos de una película, cuando uno todavía conserva en los oídos los sonidos de la calle y aún no se ha acostumbrado al nuevo medio en que el sonido rebota contra las paredes.

Ahora, sin embargo, el sonido ya parecía más relacionado con la película. Se oía la voz de Khuv que gritaba: «¡Cogedlo vivo! ¡No le disparéis! ¡Voy a hacer consejo de guerra al primero que apriete el gatillo! No es más que un hombre, ¿o es que no lo veis? ¡Venga, capturadlo!»

Figuras vestidas con uniformes de combate pasaban corriendo por delante de la cámara, haciendo que el cameraman y la película se movieran a sacudidas, tapando un momento la imagen y ocupando la pantalla. Como les había ordenado que no disparasen, llevaban las armas de una manera torpe, como si no supiesen qué hacer con ellas. Jazz lo entendía: les habían dicho que en aquella esfera se escondía la muerte, pero ahora resultaba que no era más que un hombre. ¿Cuántas personas serían necesarias para reducir a un hombre? Con toda una gran variedad de armas al alcance de la mano, seguramente debían de sentirse como hombres tratando de aplastar insectos con cañones. Había que tener en cuenta, sin embargo, que de aquella esfera habían salido cosas espantosas, y ellos lo sabían.

El hombre que había salido de la esfera vio que se acercaban y se irguió. Ahora sus ojos enrojecidos ya estaban acostumbrados a la luz. Se quedó aguardando a que los soldados se acercaran, aunque Jazz pensaba que aquel hombre, que debía de medir casi dos metros, seguro que sabía cuidarse de sí mismo.

¡No hay duda de que estaba en lo cierto!

La pasarela debía de tener unos tres metros de ancho. Los dos primeros soldados se acercaron a aquel hombre prácticamente desnudo que había salido de la esfera abordándolo desde ambos lados, cosa que fue un error. Ordenándole a gritos que se pusiera manos arriba y avanzara, el más rápido de los dos se le acercó y lo aguijoneó con la punta de su rifle Kalashnikov. Con sorprendente presteza, el intruso pareció cobrar vida, apartó de un manotazo el cañón del arma sirviéndose de su mano izquierda y agitó en el aire el arma que llevaba en la derecha contra la cabeza del soldado.

El lado izquierdo de la cabeza del soldado pareció ceder, al hincarse los ganchos del guantelete en los huesos rotos del cráneo. El recién llegado se irguió un momento y después se agitó, vano intento, como un pez atravesado por un arpón. Pero no era más que una reacción nerviosa, puesto que la acometida lo dejó sin vida al instante. Después, el hombre de la Puerta refunfuñó y retiró bruscamente la mano para liberarla, al tiempo que con el hombro expulsaba a su víctima de la pasarela. El cuerpo del soldado desapareció de la vista.

El segundo soldado se detuvo y miró para atrás, el rostro lívido en el momento en que la cámara captó su indecisión. Sus compañeros no sabían qué actitud tomar, estaban fuera de sí y se sentían ávidos de abatir a aquel extraño enemigo. Sintiéndose valiente, gracias al número de los que lo acompañaban, volvió a hacer frente al intruso y precipitó la culata del rifle contra su cara. El hombre bufó como un lobo y esquivó el golpe, al tiempo que describía un arco con el guantelete que le cubría la mano. Con él sajó el cuello al soldado, dejándole una herida escarlata y derribándolo de lado. Pero, después de caer cuan largo era, se puso de rodillas, mientras el intruso descargaba su arma sobre su cabeza, atravesándole con ella su gorro de piel y su cráneo.

Después comenzaron a aparecer las figuras preparadas para el combate, que se congregaron alrededor del guerrero, arremetiendo contra él con sus rifles y golpeándolo con las botas. Pero él se deslizó debajo de los soldados, lanzando bramidos de furor y rabia. Los gritos de los soldados se habían convertido en un rugido, pero Jazz pudo reconocer la voz de Khuv que destacaba por lo estentórea: «¡Cogedlo, pero no lo matéis! Lo queremos vivo… ¡Vivo! ¿Está claro?».

Fue entonces cuando apareció Khuv, avanzando hacia la pasarela y agitando frenéticamente los brazos por encima de su cabeza.

«¡Sujetadlo, pero no lo machaquéis!», gritaba. «Lo queremos íntegro.»

Estas tres palabras finales expresaban toda la sorpresa de Khuv y su incredulidad. Al contemplar la película, Jazz comprendió por qué había advertido el cambio en la voz de Khuv, por qué casi había simpatizado con él.

Aquel extraño guerrero había resbalado al bajar —posiblemente al pisar la sangre— y era la única razón que explicaba por qué había bajado. Los cinco o seis soldados que lo rodeaban, sus movimientos entorpecidos por las armas que llevaban y desesperados por no ponerse al alcance de la terrible máquina trituradora que llevaba en la mano derecha, no constituían unos contrincantes dignos de él. Uno tras otro se movían hacia adelante y hacia atrás, tratando de agarrarse a gargantas degolladas o a caras destrozadas; dos de ellos salieron disparados hacia el borde de la pasarela, precipitándose a más de veinte metros de profundidad en un magma que era como un pantano; otro, que se quedó paralizado al darse la vuelta, salió despedido por los aires al recibir un puntapié de desprecio del guerrero, quien al final se quedó todo cubierto de sangre, pero libre y solo, en los tableros cubiertos de fango rojo que formaban la pasarela. Después vio a Khuv y entre los dos no mediaban más que cuatro o cinco pasos a través de los tablones.

«¡El escuadrón de los lanzallamas!», gritaba Khuv con voz ronca, convertida de pronto en un susurro ante el repentino silencio que invadía el lugar. «¡A mí! ¡Rápido!»

No volvió la cabeza para mirar, porque no se atrevía a apartar los ojos ni un momento del ser amenazador que había surgido de la esfera.

Pero el guerrero lo había oído hablar e inclinó la cabeza a un lado, entornando los ojos para mirar a Khuv. Quizá le había parecido que las palabras del comandante de la KGB sonaban a desafío. Y contestó con una sola frase breve, que casi sonó como un ladrido.

Probablemente era una pregunta formulada en una lengua que a Jazz le parecía que entendía, una pregunta que terminaba con una palabra: «¿wamphyri?» Dio dos pasos y repitió las palabras enigmáticas y vagamente familiares de la frase. Ésta vez la última palabra, «¿wamphyri?», fue pronunciada con mayor intensidad, en tono amenazador y arrogante.

Khuv cayó de rodillas y agarró una pistola automática de cañón largo. Con mano vacilante apuntó al guerrero, sirviéndose de la mano que tenía libre para urgir a los hombres a que se adelantasen.

«¡Escuadrón de lanzallamas!», graznó.

Cuando la película llegó a esta escena, parecía que ya no tenía saliva en la boca, como no la había tampoco en la boca de Jazz.

En aquel momento el guerrero volvió a lanzarse hacia adelante, sólo que esta vez no parecía tener intenciones de detenerse. Su manera de mirar y la forma como amenazaba con su mortal guantelete hablaban con bastante elocuencia de sus intenciones. Se oyó el ruido de botas al acercarse y unas cuantas figuras oscurecieron los laterales de la pantalla; en ellos aparecían varios hombres que avanzaban precipitadamente, pero Khuv no esperaba. Hasta él había olvidado sus órdenes sobre el uso que había que hacer de las armas, sus palabras se habían convertido en pura palabrería. Sostenía su pistola automática con manos temblorosas y por dos veces disparó a bocajarro contra la amenazadora figura humana, verdadera máquina de matar que avanzaba desde el otro lado.

El primer disparo alcanzó al guerrero en el hombro derecho, debajo de la clavícula. Al tiempo que caía derribado hacia atrás apareció en su hombro una mancha oscura semejante a una flor horrenda. Se quedó tumbado sobre los tablones. Al parecer, no había conseguido alcanzarlo con el segundo disparo, pero se sentó, se llevó la mano a su hombro herido y, sorprendido, se quedó contemplando la sangre que manchaba su mano. Sin embargo parecía que el dolor todavía no se había dejado sentir… cuando, un segundo más tarde, comenzó a notarlo…

El alarido del guerrero no se parecía a ningún sonido humano, puesto que era mucho más primitivo. Parecía venir de las cavernas que se pierden en la noche de los tiempos, cavernas de un mundo lejano, más allá de extraños límites de espacio y tiempo. Era tan espantoso y amedrentador como el hombre que lo profería.

Se habría abalanzado sobre Khuv y, de hecho, se agachó preparándose para hacerlo, pero los tres lanzadores de llamas se le adelantaron. Los aparatos que manejaban correspondían al tipo portátil, que un hombre puede llevar colgado de la espalda. De todos modos, se trataba de un artilugio pesado, compuesto de un depósito de combustible, montado sobre un carretón motorizado del que se encargaba un hombre, mientras otro, a su lado, manejaba el lanzallamas. El tercer miembro del escuadrón llevaba un gran escudo flexible de amianto, de hecho una protección frágil contra el retroceso.

El hombre que había salido de la esfera, pese a estar herido, descargó el arma de su guantelete contra el escudo de amianto y casi consiguió arrancarlo de las manos de la persona que lo sostenía. Antes de retirar el guantelete, que parecía haberse pegado al escudo, Khuv gritó: «¡Muéstrale el fuego! Pero muéstraselo únicamente, ¡no le quemes!»

Estaban demasiado nerviosos, pero del aparato salió proyectada una llamarada que lamió el costado del guerrero, lo que hizo que éste se pusiera a gritar, presa de rabia y terror, y se diera media vuelta. Cuando el fuego se extinguió, del costado del hombre seguían saliendo llamas químicas que le quemaron la barba, las cejas y que, incluso, prendieron en el único mechón de pelo que tenía en la cabeza.

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