Authors: Brian Lumley
Agursky retrocedió automáticamente y se alejó. La reacción era ridicula, ya que la criatura no podía hacerle ningún daño mientras el grueso vidrio siguiese separándolos. Allí era donde había ido a parar aquel objeto reluciente y donde se había quedado, aplastado contra el cristal. Pero aunque Agursky se levantó y se sacudió nerviosamente la ropa, pudo darse cuenta de que la esfera se movía.
Se deslizaba por la pared interna del recipiente y durante un breve espacio de tiempo descansó sobre la arena y las piedras cubiertas de sangre. Recobró su forma esférica y se quedó flotando como una burbuja sobre la película que se había formado en la sangre. Después, ayudándose con sus miríadas de aleteantes cilios, se dio impulso y siguió con celeridad la corriente hasta su origen, situado debajo del tubo dispensador. A continuación ocurrió un hecho sorprendente.
Como una pelota de ping-pong que se encaramara por un surtidor, aquel esferoide subió por el último goterón sanguinolento que salía del tubo y desapareció en su interior. Con el entrecejo fruncido y la boca ligeramente entreabierta, Agursky se acercó a la parte del recipiente. Las válvulas seguían abiertas, naturalmente, y pensó que habría sido formidable poder aislar aquella cosa… ¿tal vez un parásito? ¿Era eso en realidad? ¿Era un organismo parasitario instalado en el cuerpo de otro ser? Quizá, pero…
Agursky sentía bullir en la cabeza toda suerte de ideas y de palabras. El mismo había comparado a la criatura con una placenta unos momentos antes de que expulsara aquello. A lo mejor no había estado tan desencaminado al hacer aquella comparación. Daba la impresión de que la criatura experimentaba una especie de cataplasia, una reversión de sus células y tejidos en dirección a una forma más primitiva, casi embrionaria. Placenta, cataplasia, embrión… ¿protoplasma?
¿Huevo?
Agursky cerró las válvulas y desconectó la bomba, empujó el carretón para acercarlo y levantó la pesada tapadera del contenedor de alimento. En el interior, en el fondo del contenedor y exactamente en el centro, flotando sobre una capa de sangre entre grumos de cartílagos sanguinolentos y restos imposibles de identificar, la esfera perlácea rodó con un movimiento casi imperceptible de los cilios. Agursky clavó en ella los ojos y movió la cabeza con aire desorientado.
En un momento de descuido, fascinado por lo que veía y olvidándose de lo que hacía, metió la mano en el contenedor y rozó con el índice de la mano derecha aquella cosa extraña. En el momento en que lo hacía tuvo conciencia de lo desatinado de su proceder, pero ya era demasiado tarde para rectificar.
El esferoide se volvió rojo como la sangre en el mismísimo instante y subió por la mano del hombre introduciéndose debajo del puño de su bata blanca de laboratorio. Agursky lanzó un grito de angustia, se enderezó retrocediendo, como tratando de apartarse del carrito. Sentía que el esferoide, un cuerpo extrañamente húmedo, le iba subiendo por el antebrazo, se trasladaba rápidamente hacia arriba y llegaba al hombro. No había tardado nada en llegarle al cuello y en asomar por debajo de la camisa. Pegando saltos como si hubiera enloquecido, comenzó a lanzar imprecaciones y a tratar de sacudirse de encima aquello y, al sentir la humedad en la palma de la mano, creyó por un instante que lo había aplastado. Pero en seguida se dio cuenta de que lo tenía en la nuca.
¡Allí era exactamente donde aquello quería estar! El huevo vampiro penetró como azogue a través de la piel de Agursky y se instaló en su columna vertebral.
Sintió un dolor fuerte en el cuerpo, en los miembros y en el cerebro. Presa de una reacción extraña, como si acabara de tocar un cable por el que pasara la corriente, se puso a saltar como un loco. Se dio un golpe contra la pared, se alejó de ella mareado y tambaleándose y al final cayó de rodillas. Como pudo, se esforzó por ponerse de pie y atravesó la habitación inmerso en un mar de dolor. Tenía que hacer algo, pero aquello era odioso… intolerable…
Sentía en su cerebro como rojos cohetes que estallaban y se lo cauterizaban. Alguien o algo estaba echando gota a gota un ácido en sus terminaciones nerviosas, que sentía en carne viva como si se las acabaran de sajar. Agursky lanzó un grito y, mientras el mundo entero se tornaba carmesí, descubrió la única salvación posible: el negro botón de alarma metido en la caja de vidrio con marco rojo que tenía en la pared.
Aunque sintió que iba a desmayarse, todavía pudo reunir la fuerza suficiente para abrir de un puñetazo la caja de vidrio…
Harry Keogh, practicante de necroscopia
Harry, sentado a la orilla del río, hablaba con su madre. Se figuraba estar solo y que nadie le veía, pero no había diferencia. Nadie tendría nada que decir si hubiera visto a un ermitaño loco que hablaba consigo mismo, sentado al borde del río. Sospechaba que había bastantes personas en la localidad que lo consideraban así, un anacoreta excéntrico, una persona a la que había que tratar con cautela, pero en realidad inofensiva. Lo sospechaba, pero la verdad es que no le importaba demasiado. De haber estado en el sitio de ellos, probablemente habría opinado lo mismo.
De hecho, a veces le habría gustado estar en su lugar, ser una persona normal, una de esas personas corrientes que cuidan el jardín, una persona del montón.
Homo sapiens
con una vida normal. Pero la verdad es que no estaba en el sitio de ellos, sino en el suyo, que difícilmente habría podido calificarse de normal. Practicaba la necroscopia y, que él supiera, era el único que quedaba en el mundo que la practicase. Habría habido otro, su hijo, pero su hijo Harry ya no estaba en este mundo y, si estaba, Harry no sabía dónde.
Harry miró entre sus rodillas, las piernas colgaban balanceándose, y contempló su cara reflejada en la superficie del agua. Vio cómo su rostro inexpresivo adoptaba un ademán cínico. ¿Por qué la designaba como su cara? Para complicar todavía más las cosas, no era su cara. O tal vez sí lo era ahora… porque en realidad, en otro tiempo había sido la cara de Alec Kyle, antiguo jefe de la Rama-E británica. Pero Harry también tenía la impresión de verse a sí mismo, el Harry Keogh que había sido en otro tiempo, sobrepuesto al rostro del extraño, creando una máscara combinada que en realidad no tenía nada de extraña. Por lo menos ahora había dejado de serlo para él. Le había costado ocho largos años acostumbrarse. Ocho años de levantarse por las mañanas y de mirarse al espejo con horror pensando: «¡Dios mío!, ¿y éste quién es?» Hasta que al final la pregunta se había convertido en algo puramente mecánico. Ahora sabía quién era: era él, por lo menos mentalmente, ya que no en el cuerpo.
¿Harry?
, le gritó de pronto, ansiosa, la voz de su madre imponiéndose a su paradoja mental.
Sabes muy bien que no tendrías que preocuparte por esa clase de cosas. Esa parte de tu vida ha terminado, es agua pasada. Te llamaron para que hicieras un trabajo y lo hiciste. Hiciste más de lo que habría hecho nadie. Y pese a todos los…, los cambios, bueno, tú sabes que sigues siendo
tú.
—Pero en el cuerpo de otro hombre —contestó él, irónico.
Alec estaba muerto, Harry
, le dijo en un exabrupto, puesto que no había otra forma de decírselo.
Estaba peor que muerto, de su mente no quedaba nada… ni de su mente ni de su alma. De todos modos, tampoco podías elegir
.
Los pensamientos de Harry, espoleados por las palabras de su madre, retrocedieron en el tiempo, a ocho años atrás:
Alec Kyle realizaba una misión en Rumania: destruir los restos de un vampiro humano sobre el terreno. Thibor Ferenczy había muerto, pero parte de su cuerpo había quedado en la tierra para contaminarla y para contaminar a todo aquel que se encontrara cerca. Kyle cumplió con su cometido, quemó la cosa y ya estaba a punto de regresar a Inglaterra cuando los «espers» soviéticos lo detuvieron. Tras llevarlo en avión a Rusia, al
château
Bronnitsy, el entonces cuartel general de la Rama-E soviética, fue sometido a un método particularmente espantoso de lavado de cerebro. Le secaron el cerebro por un procedimiento electrónico, vaciándoselo literalmente. Todo lo que sabía. No se trató de aplicar luces blancas deslumbrantes, manguera de goma, suero de la verdad ni cosas por el estilo. Extrajeron el contenido de su mente mediante un procedimiento violento, de hecho innecesario, como si le hubieran sacado una muela buena y la hubieran arrojado a cualquier parte. Entretanto, los expertos soviéticos en telepatía se habían hecho con aquello que les interesaba, los secretos de sus enemigos, los «espers» británicos. Cuando terminaron con Kyle, éste todavía estaba vivo, lo habían mantenido con vida, pero tenía el cerebro completamente vacío, muerto. Privado de lo que sustentaba su vida, también su cuerpo acabaría por morir. Esta había sido la intención de sus torturadores: dejarlo morir y abandonar su cuerpo en Berlín Occidental. En todo el mundo no habría habido ningún patólogo capaz de afirmar con absoluta seguridad de qué había muerto.
Éste era el guión. Pero mientras Alec Kyle había sido un pellejo, una vaina, una mente vacía en un cuerpo vivo, el que entonces era Harry Keogh era únicamente una fuerza mental. Un ser incorpóreo, un habitante del continuo de Möbius que carecía de cuerpo. Harry había buscado a Kyle, lo había encontrado y todo el resto puede decirse que casi había escapado a su control. La naturaleza aborrece el vacío, tanto en el mundo físico como en el metafísico. El universo normal era inútil para un ser incorpóreo y el cerebro de Kyle sufría un lamentable vacío. Así fue como la mente de Harry pasó a identificarse con el cuerpo de Kyle.
Desde entonces… ¡cuántas cosas habían ocurrido desde entonces!
Harry se obligó a desenfurruñar el ceño y clavar con mas ahínco la mirada en su imagen, reflejada en la calma del agua del río. Sus cabellos (¿o serían los de Alec?) tenían un color castaño rojizo, eran abundantes y, naturalmente, ondulados; sin embargo, durante los últimos ocho años habían perdido buena parte de su brillo y habían comenzado a aparecer gran abundancia de cabellos blancos. No pasaría mucho tiempo antes de que el gris predominase sobre el castaño, y eso que Harry todavía no había cumplido los treinta años. Tenía los ojos también castaños, de un color parecido al de la miel, muy grandes, muy inteligentes y, cosa que resultaba extraña por demás, muy inocentes. Incluso ahora, pese a todo lo que había visto, experimentado y sabido, seguían siendo inocentes. Podría decirse que los ojos de algunos asesinos tenían aquel mismo aspecto, si bien en el caso de Harry aquella inocencia era auténtica. Él no había pedido ser lo que era, ni solicitado tampoco hacer las cosas que había hecho.
Tenía una dentadura fuerte, no demasiado blanca y algo irregular, aunque la boca era excepcionalmente sensible a pesar de que en ocasiones también era cruel y cáustica. Tenía una frente ancha, en la que de vez en cuando había descubierto pecas. El viejo Harry tenía pecas, pero eso era antes.
En cuanto al resto del cuerpo de Harry, en otro tiempo había sido un hombre más bien entrado en carnes, incluso algo gordo, detalle que no contaba mucho debido a su estatura. Al menos no contaba para Alec Kyle, cuyo trabajo con la Rama-E había sido en gran parte sedentario. Pero le había importado a Harry. Había entrenado su nuevo cuerpo y lo había puesto en forma. No había quedado mal para ser un cuerpo de cuarenta años, aunque habría sido mejor tener sólo treinta, la edad del propio Harry.
Ya vuelves a andar a la greña con tu persona, ¿verdad, Harry?
, le dijo su madre.
¿Qué te preocupa ahora, hijo? ¿Sigue siendo Brenda? ¿Y el pequeño Harry?
—De nada serviría negarlo —contestó él, malhumorado, encogiéndose de hombros con gesto irritado—. Tú no lo conociste, ¿verdad? Él también habría hablado contigo, ya lo sabes. Pero yo… todavía no puedo llegar a superarlo. Una cosa es perder una persona… o incluso dos personas…, y otra muy distinta no saber por qué. Por lo menos habría podido decirme a qué sitio se la llevaba, me podría haber explicado sus razones. Después de todo, yo no tengo ninguna culpa de que ella fuera como era…, ¿no crees? O quizá sí tengo la culpa… —Otra vez volvió a encogerse de hombros antes de decir—: Ya no sé qué pensar…
Su madre ya había oído todas estas cosas otras veces, sabía qué quería decir, comprendía íntimamente aquellas vagas expresiones y aquellas palabras suyas, incluso comprendía aquel tono de voz. Aunque en realidad no había ninguna necesidad, generalmente él le hablaba en voz alta. No habría tenido necesidad porque él era un necroscopio (mejor dicho, él era el necroscopio, el hombre que se comunica con los muertos) y ella estaba muerta, había muerto cuando Harry todavía era muy niño. Estaba allá abajo desde hacía más de veintisiete años, entre el fango y los hierbajos del río, asesinada por el padrastro de Harry. Aunque el traidor ahora también estaba con ella, en el sitio donde lo había dejado Harry, aunque él hacía mucho tiempo que había dejado de hablar con nadie.
¿Por qué no miras las cosas desde el punto de vista de ellos?
, le dijo su madre, muy sensata.
Brenda lo pasó muy mal, considerando que es una chica de pueblo. Quizá lo que ella quería… era simplemente alejarse por un tiempo de todo esto… a lo menos por un tiempo
…
—Sí, ocho años, ¿verdad?
En la voz de Harry se advertía una cierta inseguridad.
Sí, claro, pero una vez rota la relación, resulta que descubrió que era más feliz
, dijo su madre, procurando mostrarse diplomática,
y como él se dio cuenta de que era más feliz, por eso decidieron no volver. Después de todo lo que se hizo y lo que se dijo, tu preocupación principal tendría que ser su felicidad, ¿no lo entiendes, Harry? Y tú tendrías que ser el primero en admitir que tú no eras el hombre con quien ella se casó. Bueno, no eras exactamente el mismo. ¡Oh!
Se la imaginaba llevándose la mano a la boca, aun sabiendo que su madre ya no tenía ninguna de esas dos cosas. Por desgracia, acababa de dar un traspié tratando de exponer sus argumentos diciendo no sólo lo que ella pensaba sino también lo que pensaba él.
Me refería a que
…
—Sí —dijo él reprimiendo un sollozo—, sé perfectamente a qué te refieres. Y además tienes toda la razón… hasta cierto punto.
De todos modos, como su madre había tratado de ser diplomática, ese punto no estaba desacertado. Y Harry lo sabía.
Lo que había ocurrido ocho años atrás era lo siguiente: