Authors: Brian Lumley
—Dásela —dijo Zek.
—Sí, no estaba pensando en otra cosa —dijo Jazz hablando entre dientes.
—Ya sabes qué quiero decir —dijo ella—, ¡que les des el arma!
—¿Acaso tus dotes telepáticas permiten que vayas por ahí desnuda, paseándote ante el cubil de los leones? —le preguntó.
Uno de los gitanos había agarrado el cañón de su metralleta, mientras la mano de otro se cerraba alrededor de la muñeca de Jazz. Tenían unos ojos profundos, oscuros, despiertos. Jazz sabía perfectamente que había varias ballestas que apuntaban sus saetas contra él, pero a pesar de todo preguntó:
—¿Qué hago? Tú lo quieres así, ¿verdad, Zek?
—No podemos volver a la Tierra de las Estrellas —respondió ella apresuradamente— y los Viajeros custodian el camino hacia la Tierra del Sol. Aunque consigamos salir de ésta y apartarnos de ellos, acabarán por volver a encontrarnos. Así que dales el arma. Por lo menos de momento estamos seguros.
—Lo hago en contra de mi voluntad —refunfuñó Jazz—. Pero supongo que no hay más remedio.
Sacó el cargador, se lo metió en el bolsillo y les dio el arma.
Arlek sonrió con picardía.
—Esto también —dijo señalando con el dedo el bolsillo de Jazz—. Y el resto de tus pertenencias.
Entender aquella lengua y hablarla era cosa sobre todo de inspiración. El talento de Jazz para las lenguas hizo que buscara y encontrara unas cuantas palabras.
—Estás pidiendo demasiado, Viajero —dijo Jazz—. Yo soy un hombre libre, como tú…, más libre que tú incluso, porque yo no hago tratos con los wamphyri para poder vivir.
Arlek se quedó muy sorprendido y preguntó a Zek:
—¿Es que también sabe leer los pensamientos de los hombres?
—Los únicos pensamientos que sé leer son los míos —dijo Jazz— y las palabras con las que hablo también son las mías. No hables con ella de mí, ¡habla conmigo!
Arlek se enfrentó con él abiertamente.
—Está bien, entonces —dijo—, danos tus armas y tus cosas. Te las guardaremos para que no puedas usarlas contra nosotros. Tú eres extranjero, vienes del mundo de Zekintha… se ve por tu vestido y por las armas que llevas. ¿Por qué hemos de confiar en ti?
—¿Y por qué hay que confiar en vosotros? —le interrumpió Zek, mientras los hombres de Arlek estaban ya apoderándose de las cosas de Jazz—. Vosotros traicionáis a vuestro jefe mientras está lejos buscando lugares seguros.
Como para darle la razón, algunos de los Viajeros restregaron los pies en el suelo y parecieron un poco avergonzados. Pero Arlek se volvió a Zek y protestó:
—¿Traición? ¿Tú me hablas de traición? Así que Lardis vuelve la espalda, si te he visto no me acuerdo. ¿Y adonde vas, Zekintha? Pues a tu mundo, ¿verdad?, aunque hayas dicho que no hay forma de volver a él. Quizá para encontrar algún campeón, quizás este mismo hombre, ¡quién sabe! ¿O es que quieres entregarte a los wamphyri y convertirte en una potencia del mundo? Yo también te entregaría a ellos…, pero sólo a cambio de la seguridad de los Viajeros… ¡no para conseguir ningún mérito personal!
—¡Mérito! —se burló Zek—. Yo más bien diría infamia.
—¿Por qué…, tú…?
No sabía qué palabras emplear.
Entretanto Jazz había sido despojado de todos sus paquetes y de sus armas, pero no de su orgullo. Aunque parezca extraño, ahora que sólo llevaba su indumentaria de combate, se sentía más seguro; sabía que no lo matarían por temor a la destrucción que podían causar sus temibles armas. Ahora, por lo menos, estaban en situación de hombre a hombre. Aun cuando no podía comprender todas las palabras de Arlek, y aunque muchas de las que podía comprender le sonaban a verdaderas, no le gustaba el tono de voz de Arlek cuando hablaba con Zek en aquel tono. Por eso agarró al gitano por el hombro y, haciéndolo girar en redondo, se enfrentó con él:
—Sabes gritar con las mujeres, ¿verdad? —le dijo.
Arlek miró la mano de Jazz agarrada a su ropa y abrió unos ojos como platos.
—Tienes mucho que aprender, «hombre libre»… —le dijo entre dientes al mismo tiempo que proyectaba el puño cerrado contra la cara de Jazz.
Jazz reaccionó: agachó rápidamente la cabeza, porque aquello era como luchar con un colegial torpe y sin experiencia. Ninguno de los hombres del mundo de Arlek había oído hablar de combates sin armas, es decir, del judo, del kárate o similares. Jazz le propinó dos golpes casi simultáneos que lo dejaron tumbado al momento. Pero, para colmo de males, también él quedó tumbado, porque uno de los gitanos, atacando desde uno de los flancos, le golpeó la parte lateral de la cabeza con la culata de su propia arma.
En el momento de perder el conocimiento oyó la voz de Zek que gritaba:
—¡No lo matéis! ¡No le hagáis ningún daño! Este hombre puede ser la única respuesta a todos vuestros males, el único que puede traeros la paz.
Por un momento sintió los dedos finos y frescos de Zek posados en su rostro ardiente y después…
… después se quedó sólo envuelto en una fría oscuridad…
Andrei Roborov y Nikolai Rublev eran estrellas menores de la KGB. Uno y otro habían sido asignados al Perchorsk Projekt —que gozaba fama de puesto de castigo— para ayudar a Chingiz Khuv, al distinguirse por el exceso de celo en su trabajo. Unos periodistas occidentales los habían fotografiado pegando a una pareja de moscovitas entregados al mercado negro. Los «criminales» de este caso eran un matrimonio de edad avanzada que se dedicaban a vender los productos de una huerta que tenían en las afueras de la ciudad. En resumen, Roborov y Rublev eran unos matones. Y en esta ocasión eran matones que estaban metidos en un buen lío.
Khuv los había enviado a «hablar» con Kazimir Kirescu; era la última oportunidad que tenían de interrogar al viejo antes de someterlo al suero de la verdad. Lo mejor era convencerlo de facilitar de buen grado la información requerida (acerca de los vínculos occidentales y rumanos), puesto que las drogas no eran muy buenas para el corazón de una persona de edad. Cuanto más viejo era un hombre, peores eran los efectos que podían tener sobre él. Khuv deseaba obtener información antes de que Kirescu muriese, porque después de muerto ya sería demasiado tarde. Aunque esto pueda parecer perfectamente obvio, para los miembros de la Rama-E soviética raras veces las cosas eran tan obvias como parecían. En los viejos tiempos, cuando moría una persona sin facilitar la información requerida, se llamaba al nigromante Boris Dragosani, pero ahora Dragosani ya no estaba. Dicho sea de paso, tampoco estaba Kazimir Kirescu.
Al dirigirse a la celda del viejo para ver cómo se desenvolvían sus hombres, Khuv llegó a tiempo de descubrir que se disponían a salir. Los dos llevaban capas o ponchos de plástico transparente usados por el torturador profesional, si bien la capa de Rublev estaba salpicada de sangre…, una cantidad excesiva de sangre. También lo estaban los guantes de goma, cuando se los sacó con manos temblorosas. Rublev tenía la cara mortalmente pálida y Khuv sabía que a veces ésta era la reacción que experimentaban esa clase de hombres cuando hacen un trabajo excesivamente bien o disfrutan demasiado con él. A veces les ocurría también cuando temían las consecuencias de algún error importante.
Al volverse los dos después de cerrar la puerta con llave, Khuv quedó frente a ellos y entornó los ojos al darse cuenta de cómo temblaba Rublev y de las condiciones en que se encontraba su indumentaria protectora.
—¡Nikolai! —lo increpó—. ¡Nikolai!
—Camarada comandante —le soltó el otro, mientras el grueso labio inferior le comenzaba a temblar—. Yo…
Khuv lo apartó de un empujón.
—Abre la puerta —ordenó a Roborov—. ¿Has pedido asistencia?
Roborov retrocedió un paso y negó con un gesto de la cabeza, larga y angulosa.
—¡Demasiado tarde, camarada comandante!
Pese a ello, se volvió y abrió la puerta. Khuv se metió en la celda, echó una ojeada al interior y volvió a salir. Tenía los ojos encendidos de rabia. Agarró a los dos por la parte delantera de la camisa y los sacudió con furia.
—¡Estúpidos, estúpidos…! —les dijo resollando con fuerza—. Esto no merece otro nombre que carnicería.
Andrei Roborov estaba tan delgado que casi resultaba esquelético. Su rostro cadavérico estaba siempre pálido, aunque nunca tanto como ahora. No tenía ni pizca de grasa, por lo que, al sacudirlo, su cuerpo se limitaba a moverse hacia adelante y hacia atrás bajo el asalto de Khuv, parpadeando rápidamente y velando a intervalos sus ojos verdes totalmente inexpresivos y abriendo y cerrando la boca. La primera vez que Khuv se enfrentó con aquel hombre pensó: «Este hombre tiene ojos de pez… y probablemente también alma de pez».
Nikolai Rublev, en cambio, era un hombre muy corpulento pero con la cara de color rosado, como el de un niño de pañales; la más mínima reprimenda podía hacerle derramar lágrimas. Sus puños, por el contrario, eran enormes y duros como el hierro. Khuv había llegado a la conclusión de que sus lágrimas solían ser de furia reprimida o quizá de rabia. Sus rabietas, cuando se entregaba a ellas, eran extraordinariamente espectaculares, si bien no era tan tonto como para desahogarse delante de un superior… y menos aún delante de Chingiz Khuv.
Finalmente Khuv dejó que se fueran, se volvió bruscamente y cerró los puños. Mirando por encima del hombro, sin fijar la vista directamente en ellos, dijo:
—Id a buscar una camilla y llevadlo al depósito de cadáveres… ¡no! Llevadlo a vuestras habitaciones y aseguraos de que esté perfectamente cubierto durante el traslado. Lo dejáis allí hasta que decidamos qué hacer con él. De todos modos, hagamos lo que hagamos, que nadie lo vea… en estas condiciones. ¡Sobre todo Viktor Luchov! ¿Queda entendido?
—¡Oh, sí, camarada comandante Khuv! —dijo Rublev jadeando.
Daba la impresión de que había perdido la razón.
Khuv seguía desviando la vista.
—Después preparáis los dos los informes habituales de defunción por accidente, los firmáis y me los traéis. Y aseguraos de que cubren todos los detalles.
—Sí, camarada, desde luego —respondieron los dos al unísono.
—Bien, entonces… ¡moveos! —les gritó Khuv.
Los dos hombres chocaron entre sí y después desaparecieron corriendo por el pasillo. Pero antes de que desaparecieran del todo, Khuv los llamó:
—¡Eh, os hablo a los dos!
Los hombres se detuvieron en seco.
—¡Nikolai, por el amor de Dios! ¿Quieres quitarte esa capa? —dijo Khuv pronunciando las palabras lentamente entre dientes—. Y que ninguno de los dos se acerque a la chica, la hija de Kirescu. ¿Está claro? Me ocuparé personalmente de ver cuál de los dos trata con la chica. ¡Y ahora desapareced de mi vista!
Los dos desaparecieron en perfecto orden.
Khuv se encontraba todavía temblando de rabia por lo sucedido cuando llegó corriendo Vasily Agursky procedente de los laboratorios. Vio a Khuv y se dirigió cautelosamente hacia él.
—Me habían dicho que habías ido a ocuparte de los prisioneros —dijo.
Khuv asintió con un gesto.
—Sí, me estoy ocupando de ellos —respondió—. ¿Querías algo?
—Acabo de ir a ver al director Luchov y me ha devuelto a mi trabajo. Ahora iba a enfrentarme con la criatura… es la primera visita que le hago desde hace una semana… Si tuvieras la amabilidad de acompañarme, comandante Khuv…
Precisamente ahora no deseaba hacer otra cosa que acompañarlo. Echó una mirada al reloj y dijo:
—Precisamente me pillas de camino.
Cualquier cosa era oportuna con tal de sacar a Agursky de allí antes de que volvieran a aparecer Roborov y Rublev con la camilla.
—¡Estupendo! —dijo Agursky, que parecía radiante—. Mientras caminamos, me tomaré la libertad de solicitar tu ayuda en cierta cuestión. Te diré confidencialmente que es posible que aportes una significativa contribución a la comprensión, tanto mía como de todos nosotros, de esa criatura procedente del otro lado de la Puerta.
Khuv observó a aquel hombrecillo que pasaba por científico con el rabillo del ojo. Su aspecto había cambiado; habría sido difícil decir en qué consistía el cambio, pero era evidente que algo había ocurrido
—¿Que yo puedo hacer una contribución? —dijo Khuv levantando las cejas—. ¿En relación con la criatura? Vasily, ¿te importa que te llame Vasily?, yo estoy aquí para proteger el Projekt de lo que podríamos llamar interferencias ajenas. Como policía, como cazador de espías, como detective, como cualquiera de todas estas cosas y con todas ellas juntas yo ya realizo mi contribución. En lo que respecta a otros detalles de la labor que se realiza en el Projekt, no tengo ningún control sobre el personal como tal ni tampoco ningún conocimiento «oficial» de ninguna de las diferentes facetas del trabajo científico que aquí se hace. Yo mando en mis hombres, eso sí, y protejo a los especialistas de Moscú y de Kiev pero, aparte de estos deberes rutinarios, sería difícil ver qué ayuda puedo prestarte en tu trabajo.
Agursky, sin embargo, no desistió de sus propósitos, sino que, por el contrario, su voz se hizo más ansiosa.
—Camarada, hay cierto experimento que me gustaría intentar. Todos los trabajos teóricos que realizo actualmente con la criatura son de mi competencia personal, por supuesto, pero ahora necesito algo que está por encima de las exigencias normales.
Khuv volvió a observarlo como si lo midiese desde su altura, puesto que al lado del altísimo comandante de la KGB, Agursky era poco más que un enano. La calva coronilla que asomaba entre sus sucios cabellos grises todavía le daba un aire más parecido al de un gnomo. Sin embargo, aquellos ojos ribeteados de rojo que las gafas engrandecían más lo situaban en una perspectiva mucho menos cómica. Era como un extraño espíritu encerrado en una botella que hubiera adoptado la forma de un hombre.
¡Un espíritu tortuoso! Sí, ésta era la palabra que Khuv había estado buscando para describir el cambio operado en Agursky. Había algo astuto en aquel hombrecillo, algo furtivo.
Khuv dejó a un lado sus divagaciones mentales y lanzó un suspiro de impaciencia. Nunca había considerado en mucho a aquel científico insignificante y ahora todavía lo tenía en menos.
—Vasily —le dijo—, ¿no hay un oficial de suministros en el Projekt? ¿No hay un comisario? Hay muchas cosas que giran en torno a lo que podamos averiguar acerca de esta bestia. Estoy seguro de que todo lo que solicites para tu trabajo se te facilitará a través de los adecuados canales. Es más, yo diría que gozas de una prioridad absoluta. Todo lo que tienes que hacer es…