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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El nombre del Único (25 page)

—Hay que encontrar al kender y devolverlo al momento y el lugar de su muerte —añadió Lunitari con voz severa—. Tasslehoff Burrfoot debe morir cuando y donde se suponía que había de morir, o todos nos enfrentamos a la aniquilación.

Las tres voces, que eran distintas e independientes pero que sin embargo parecían una sola, callaron. Raistlin volvió a mirar a su alrededor.

—¿He de entender que tengo permiso para ir? —preguntó.

Sargonnas rezongó y masculló, pero al final guardó silencio.

Los otros dioses miraron a Paladine.

Éste asintió con la cabeza finalmente.

—Entonces, me despido de vosotros —dijo Raistlin.

Cuando el mago se hubo marchado, Sargonnas se enfrentó a Paladine.

—Acumulas una locura tras otra —sentenció el minotauro en tono acusador—. Primero pones un poderoso artefacto mágico en manos de un kender, y después envías a este hechicero solapado a luchar contra Takhisis. Si estamos condenados, nos has condenado tú.

—Nada que se haga por amor es una locura —replicó Paladine—. Si nos enfrentamos a un gran peligro, ahora lo hacemos con esperanza. —Se volvió hacia Zivilyn—. ¿Qué ves?

Zivilyn contempló la eternidad.

—Nada —contestó—. Sólo oscuridad.

18

La canción del desierto

El ejército de Mina avanzaba hacia el este, en dirección a Sanction. Viajaban deprisa, pues el cielo estaba despejado, el aire era frío y no encontraron oposición. Unos Dragones Azules volaban sobre ellos, protegiendo la marcha y explorando el terreno que tenían delante. El rumor de su llegada se extendió. Los que se encontraban a lo largo de su ruta temblaron de miedo cuando se enteraron que estaban en el paso de aquel ejército conquistador. Muchos huyeron a las colinas, y los que no pudieron huir o no tenían a donde ir, esperaron la destrucción llenos de temor.

Su miedo resultó infundado. El ejército pasó a través de pueblos y granjas y acampó a las afueras de ciudades. Mina mantuvo una férrea disciplina sobre sus tropas. Se pagaron los suministros que podrían haber tomado por la fuerza. En algunos casos, cuando llegaban a un pueblo o casa empobrecida, el ejército compartía lo que tenía. No tocaron las casas solariegas y los castillos que podrían haber arrasado. Por doquier a lo largo de su ruta, Mina le habló a la gente del Único. Todo lo que hacían, lo hacían en nombre del dios Único.

Mina se dirigía a los de alta cuna y a los menesterosos, al campesino y al granjero, al herrero y al posadero, al bardo y al hojalatero, al noble y a la dama. Dio salud a los enfermos, comida a los hambrientos, consuelo a los tristes. Les dijo que los antiguos dioses los habían abandonado, dejándolos a merced de aquellos dragones extraños. Pero el nuevo dios, el Único, estaba allí para cuidarlos.

A menudo, Odila se encontraba junto a Mina. No tomaba parte en los actos, pero observaba y escuchaba y toqueteaba el amuleto que colgaba de su cuello. Su tacto ya no parecía causarle dolor.

Gerard cabalgaba en la retaguardia, lo más lejos posible del minotauro, que siempre iba en las primeras filas, con Mina. El caballero suponía que el minotauro había recibido orden de dejarlo en paz. Aun así, siempre quedaba la posibilidad de un «accidente». No se podría culpar a Galdar si una serpiente venenosa que se hubiese metido por casualidad en su petate le picaba o si una rama se partía y le caía en la cabeza. Las contadas ocasiones que los dos se encontraron, obligados por las circunstancias, Gerard vio en la mirada del minotauro que si seguía vivo era sólo porque Mina así lo quería.

Por desgracia, cabalgar en retaguardia significaba que Gerard se encontraba entre los que guardaban la carreta que transportaba el sarcófago de Goldmoon y a los dos hechiceros. La frase «más muertos que vivos» acudía a la mente del caballero cuando los miraba, y esto ocurría con frecuencia. No le gustaba. No soportaba la imagen de los dos magos sentados en la parte trasera de la carreta, con las piernas y los brazos meciéndose y las cabezas caídas sobre el pecho. Cada vez que sus ojos se posaban en ellos, se alejaba al trote con el estómago revuelto, jurando que era la última vez que lo haría. Pero al día siguiente sus ojos volvían hacia ellos como atraídos por un imán, fascinados, asqueados.

El ejército de Mina marchaba hacia Sanction dejando a su paso ni fuego ni humo ni sangre, sino multitudes entusiasmadas que arrojaban guirnaldas a los pies de la joven y entonaban alabanzas al dios Único.

* * *

Otro grupo marchaba hacia el este viajando casi en paralelo al ejército de Mina, separado sólo por unos pocos cientos de kilómetros. Su avance era más lento porque no estaba organizado y el terreno por el que se desplazaba no era tan hospitalario. El mismo sol que irradiaba brillante sobre Mina abrasaba a los elfos de Qualinesti mientras avanzaban con esfuerzo a través de las Praderas de Arena en dirección a lo que esperaban fuera un refugio seguro en la tierra de sus parientes, los silvanestis. Ni un solo día Gilthas dejaba de bendecir a Wanderer y a sus compañeros, porque sin su ayuda ni un solo elfo habría salido vivo del desierto.

El pueblo del desierto entregó a los elfos ropas que les cubrían y protegían del abrasador sol durante el día y que conservaban el calor corporal durante la noche. Les entregaron comida, que Gilthas sospechaba que no les sobraba. Cada vez que preguntaba sobre eso, los orgullosos habitantes de las Praderas hacían caso omiso o le asestaban miradas tan frías que el monarca elfo comprendió que los ofendería si seguía haciendo tales preguntas. Enseñaron a los elfos que debían caminar con el fresco de la noche y las primeras horas del día y buscar refugio del asfixiante calor del mediodía o la tarde. Finalmente, Wanderer y sus compañeros se ofrecieron a acompañarlos y servirles de guías. Aunque el resto de los elfos lo ignoraba, Gilthas sabía que Wanderer tenía un propósito doble. Uno era caritativo: asegurarse de que los elfos sobrevivieran a la travesía del desierto. El otro era interesado: asegurarse de que salieran de su territorio.

Los elfos habían llegado a parecerse mucho a la gente de las Praderas de Arena al vestirse con pantalones amplios y largas túnicas, envolviéndose con varias capas de fina lana que les protegían del sol del desierto durante el día y del frío gélido por la noche. Mantenían cubiertos los rostros contra la hiriente arena, protegiendo así la delicada piel, sin exponerla a los elementos. Acostumbrados a vivir cera de la naturaleza, con gran respeto hacia ella, los elfos se adaptaron en seguida al desierto y ya no hubo más muertes. Nunca amarían el desierto, pero acabaron comprendiéndolo y respetando sus peculiaridades.

Gilthas se daba cuenta de que a Wanderer lo intranquilizaba la rapidez con que los elfos se estaban adaptando a esa dura vida. El monarca intentó convencer al hombre de las Praderas de que los elfos eran gentes de bosques y jardines, un pueblo que no podía mirar las formaciones rocosas estriadas en rojo y anaranjado que rompían los kilómetros inacabables de dunas y ver en ellas belleza, como les ocurría a las gentes del desierto, sino sólo muerte.

Una noche, cuando se aproximaban al final del largo viaje, los elfo llegaron a un oasis en las horas oscuras que preceden al alba. Wanderer había dispuesto que los elfos descansaran el resto de la noche y todo e día siguiente allí, bebieran hasta saciarse y recobraran las fuerzas ante; de reanudar el agotador viaje. Los elfos acamparon, organizaron la: guardias y se entregaron al sueño.

Gilthas intentó dormir. Estaba cansado por la larga caminata, pero el sueño no llegaba. Había luchado a brazo partido contra la depresión que lo había acosado, y le benefició la necesidad de estar activo y sentirse responsable de su pueblo. Todavía tenía muchas obligaciones y preocupaciones, y, entre ellas, qué recibimiento les darían en Silvanesti no era precisamente una baladí. No dejaba de darle vueltas en la cabeza a esos asuntos e, inquieto, dejó el petate con cuidado de no despertar a su esposa. Caminó bajo la noche para contemplar la miríada de estrellas. No sabía que hubiera tantas. Se sintió sobrecogido e incluso consternado por el ingente número. Se encontraba absorto en su contemplación cuando Wanderer se le acercó.

—Deberías estar durmiendo —dijo éste.

Su voz era severa, y daba una orden, no se limitaba a iniciar una conversación intrascendente. No había cambiado desde el día que Gilthas lo conoció. Taciturno, callado, jamás hablaba si un simple gesto le servía para hacerse entender. Su rostro era como las rocas del desierto, tallado con duros ángulos y surcado por oscuras grietas. Sonreía, nunca reía, y el gesto sólo se reflejaba en sus oscuros ojos. Gilthas sacudió la cabeza.

—Mi cuerpo ansia dormir, pero mi mente no se lo permite.

—Quizá las voces te mantienen despierto.

—Ya te has referido a ellas antes —comentó Gilthas, intrigado—. Las voces del desierto. He prestado atención, pero no las oigo.

—Yo las oigo ahora —dijo Wanderer—. El suspiro del viento entre las rocas, el susurro de las capas de arena al deslizarse. Incluso en el silencio de la noche, hay una voz que sabemos es la voz de las estrellas. Vosotros no veis las estrellas en vuestra tierra o, si las veis, están atrapadas tras las redes de las ramas de los árboles. Aquí —Wanderer movió la mano señalando la vasta bóveda nocturna tachonada de estrellas de horizonte a horizonte—, las estrellas son libres, y su canción suena fuerte.

—Percibo el viento entre las rocas —comentó Gilthas—, pero para mí es el sonido de un postrer aliento silbando entre los dientes de una boca abierta. No obstante —añadió tras hacer una pausa para mirar a su alrededor—, ahora que he viajado por esta tierra he de admitir que vuestras noches tienen su belleza. Las estrellas parecen tan próximas y son tan numerosas que a veces creo que podría oírlas cantar. —Se encogió de hombros—. Es decir, si no me sintiera tan pequeño e insignificante entre ellas.

—Eso es lo que realmente te incomoda, Gilthas —argumentó Wanderer, que alargó la mano y la puso sobre el corazón del elfo—. Los elfos domináis la tierra en la que vivís. Los árboles forman las paredes de vuestras casas y os proporcionan refugio. Las orquídeas y las rosas crecen a instancia vuestra. Al desierto no se le puede dominar. El desierto no se deja someter. Al desierto no le importas nada, no hará nada por ti salvo una cosa: siempre estará ahí. Vuestra tierra cambia. Los árboles mueren y los bosques se queman, pero el desierto es eterno. Nuestro hogar siempre ha existido y siempre existirá. Ése es el regalo que nos hace, la dádiva de la certeza.

—Nosotros creíamos que nuestro mundo jamás cambiaría —musitó Gilthas—. Nos equivocamos. Os deseo mejor suerte.

El monarca elfo regresó a su tienda, vencido por el agotamiento. Su esposa no se despertó, aunque advirtió su regreso entre sueños ya que extendió los brazos y lo estrechó contra sí. Él escuchó la voz del corazón de su mujer latiendo a un ritmo regular contra el suyo. Confortado, se quedó dormido.

Wanderer no dormía. Alzó la vista hacia las estrellas mientras meditaba sobre las palabras del joven elfo. Y de pronto le pareció que el canto de las estrellas era, por primera vez desde que lo escuchaba, doliente y desafinado.

* * *

Los elfos continuaron el viaje, avanzando despacio pero a un ritmo constante. Entonces, una mañana,
La Leona
despertó a su marido sacudiéndole.

—¿Qué? —preguntó Gilthas, a quien el temor despertó de golpe—. ¿Qué pasa? ¿Qué va mal?

—Nada, para variar —contestó ella, sonriéndole a través de los alborotados bucles dorados. Husmeó el aire—. ¿A qué hueles?

—A arena —contestó Gilthas mientras se frotaba la nariz, que siempre parecía estar atascada de polvo—. ¿Por qué? ¿A qué hueles tú?

—Agua. No el agua turbia de un oasis, sino agua que corre rápida y fresca. Hay un río cerca... —Los ojos se le llenaron de lágrimas y la voz le falló—. Lo hemos logrado, esposo. ¡Hemos cruzado las Praderas de Arena!

Y era un río, pero uno como los qualinestis no habían visto nunca. Los elfos se agolparon en la ribera y contemplaron un tanto consternados el agua que fluía roja como la sangre. Los hombres de las Praderas les aseguraron que el agua era potable, que el color rojo se debía a las rocas entre las que corría el río. Quizá los adultos habrían vacilado todavía, pero los niños se soltaron de sus padres y corrieron para chapotear en el agua que borbotaba alrededor de las raíces de una ceiba gigante. A no tardar, lo que quedaba de la nación qualinesti reía, chapoteaba y se divertía en el río Torath.

—Aquí os dejamos —anunció Wanderer—. Podéis vadear el río por este punto. Al otro lado, a sólo unos cuantos kilómetros, llegaréis a los restos de la calzada del Rey, el camino que os llevará a Silvanesti. El río corre junto a esta calzada durante muchos kilómetros, así que tendréis agua de sobra. Tampoco os faltará comida, ya que los frutos de los árboles que crecen a lo largo del río están en sazón en esta época del año.

Wanderer le tendió la mano a Gilthas.

—Os deseo suerte y éxito al final del viaje. Y para ti, ojalá que algún día oigas el canto de las estrellas.

—Qué sus voces nunca callen para ti, amigo mío —contestó Gilthas mientras le estrechaba la mano con afecto—. Nunca podré agradecerte bastante lo que tú y tu gente habéis hecho por...

Se interrumpió, ya que le estaba hablando a la espalda de Wanderer. Dicho todo lo que era necesario, el hombre de las Praderas hizo un gesto a sus compañeros y los condujo de vuelta al desierto.

—Qué gente tan extraña —comentó
La Leona—
. Son rudos y zafios y aman las rocas, cosa que jamás entenderé, pero resulta que los admiro.

—También yo —convino Gilthas—. Nos salvaron la vida, salvaron a la nación qualinesti. Espero que nunca tengan que lamentar lo que han hecho por nosotros.

—¿Y por qué iba a ocurrir eso? —inquirió
La Leona,
sobresaltada.

—No lo sé, amor mío. No lo sé. Es sólo una sensación que tengo.

Se alejó, dirigiéndose al río, y dejó a su esposa mirándolo con una expresión preocupada y consternada.

19

La mentira

Alhana Starbreeze se encontraba sola, sentada en el refugio que le habían construido los elfos que todavía poseían algún poder mágico, al menos el suficiente para ordenar a los árboles que proporcionaran un cobijo seguro para la exiliada reina elfa. Sin embargo resultó que los elfos no necesitaron su magia, pues los árboles, que siempre habían amado a esa raza, al ver a su reina vencida por la pena y el agotamiento y a punto de desplomarse, doblaron las ramas por voluntad propia y colgaron protectoras sobre ella, las hojas entrelazadas para impedir el paso de la lluvia y el viento. La hierba formó una suave y densa alfombra para servirle de lecho. Los pájaros cantaron suavemente a fin de atenuar su dolor.

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